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El Blog de Noé Vázquez

martes, 31 de mayo de 2016

De shandys y otras cuestiones itinerantes

La maleta de Duchamp.



Por: Noé Vázquez

Lo que escribo surgió de mi encuentro con el blog de Enrique Vila-Matas, leerlo me condujo a la obra de que mencionaré en un momento. Para empezar, reflexionemos primero sobre lo metaliterario, lo cual refiere intertextualidad, entrecruzamientos, entradas y salidas hacia la obra, referencias a sí misma como quien declara: “Miren, soy la obra en proceso, pase usted a revisar”, a veces con el autor entrando de último momento para hacer las correcciones necesarias: “Pensándolo bien, digamos que la acción se va a desarrollar en Irlanda para no entrar en tantos detalles que me llevarán más investigación y aquí empezamos”. El texto puede hacerse consciente de sí mismo, el personaje puede demandar conocer a su autor para pedirle explicaciones (Unamuno lo había hecho en Niebla). Desde luego, al hablar de lo metaliterario es inevitable remontarse hasta Cervantes, en la Segunda Parte de El Quijote ya se habla del efecto que tiene la obra entre los lectores, y más aún, se discute el Quijote de Avellaneda, su contraparte falsaria, malintencionada y apócrifa. Esto supone entrar en los procesos internos de la obra que se escribe, parecería un trabajo que se arma a medida que vamos leyendo y avanzando. Un ejemplo más o menos reciente lo vemos en Laurent Binet quien recurre a lo metaliterario para armar una historia acerca del asesinato de Reinhardt Heydrich, el carnicero de Praga. Laurent Binet el autor se convierte en esa voz que indica las motivaciones de la propia novela que vamos leyendo, las lecturas que lo han inspirado, los viajes de investigación realizados, también, una serie de argumentos acerca de la forma de escribir una novela histórica por medio de una crítica a la obra de Jonathan Littell, Las benévolas, todo ello sin descuidar el hecho de que estamos siendo testigos de la narración de una historia. En este caso nos referimos a Historia abreviada de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas en donde las señas de lo literario se convierten en mero juego, especulación, burla. La obra revela la intención de no tomarnos tan en serio. Por momentos, la novela va a parecer una heredera feliz y natural del movimiento dadaísta, al que no para de nombrar de una u otra manera. 

Para Vila-Matas, lo metaliterario supone una forma de usar los elementos de la historia de la literatura como átomos en un colisionador de partículas: se hacen chocar entre ellas para observar y medir los resultados. A Vila-Matas le gusta perderse en la especulación y lo suyo parece una travesura en la que cobra vida lo irreal y lo estrambótico, refiere hechos muchas veces inventados y los hace chocar con eventos reales, nombres, lugares, fechas, obras literarias. Esto es puro esparcimiento y el lector tiene que forzarse a discernir qué tan reales son esas especulaciones que hablan sobre ocultas sociedades secretas, reuniones con los personajes más dispares en situaciones y lugares de lo más extraños. Lo literario dentro de lo literario supone en este caso una parodia de la investigación histórica en donde se contrapuntean elementos reales e imaginarios, se suponen ocultas tramas, se recrean ciertas inútiles conjuras y escándalos. Lo literario ya no es el simple hábito de narrar sino que también es el coqueteo con lo lúdico, la sonrisa con la que dibujamos ciertos retratos y los envolvemos en lo fantasmagórico y la bruma de lo supuesto, lo entredicho, lo cuestionable. Entre el chismorreo y la gozosa difamación el adulto que somos recupera su “yo” infantil y secreto para reunirnos en este cuento de hadas que nos pide movernos, emprender el viaje.

Imaginando como Vila-Matas, una valise encontrada en un aeropuerto, reflexionemos sobre el contenido. No abramos la maleta, que quede en entredicho lo que lleva, como cuando decidimos no leer determinado libro, queriendo quizá adivinarlo a través de la portada. Objeto, amuleto, fetiche, Vila-Matas la elige como su rosebud. Si vamos a viajar éste será necesario, y la idea de la maleta viene de Marcel Duchamp y su Boîte en valise “que contenía reproducciones en miniatura de todas sus obras”. Viene Orson Welles por asociación involuntaria y pienso en una serie de hilos conductores que nos llevan al punto de arranque, el sitio donde comienza todo, incluyendo la esperanza de una felicidad. Y entonces, partimos, no sabemos si hacia el retorno o hacia nuevas suertes que el camino habrá de depararnos. Charles Foster Kane suspira por ese reducto de infancia recobrada. Para allá vamos.

Partiendo hacia el inicio, involucionando a medida que referimos una condición, una circunstancia; enclavados en la irresponsabilidad, sin ataduras, viajeros al fin de una forma de hacer literatura, Historia abreviada de la literatura portátil se concentra en los pesos ligeros, aquellos que también vuelan como mariposa y pican como abeja. Los señalamientos de Vila-Matas apuntan a Marcel Duchamp, a Kafka, a Sterne, y en Sterne nos detenemos un poco. Ya que me gustan las anécdotas refiero esta: Sterne era tan conocido en Europa que un admirador suyo, no sabiendo su dirección y deseando escribirle una carta optó por la virtud de la vaguedad, si Sterne escribió el Tristam Shandy, y vivía en un lugar llamado Europa, le pareció lógico escribir en el sobre: “Tristam Shandy. Europa.” Al cabo de algún tiempo el sobre llegó a su destinatario ya que no podía ser de otra manera (esto habla muy bien del servicio postal europeo). El hecho de divagar como lo hago ahora ilustra una singularidad: Nos gustan los desvíos, los extravíos, los circunloquios, los numerosos y variados itinerarios. La portabilidad supone la negación de ciertas ataduras y vínculos, compromisos y cesiones que adquirimos con los años. Virtud de ser siempre joven, la portabilidad supone la soltería eterna. La crisis nerviosa que sufre Andrei Viely, y que refiere Vila-Matas en su obra viene de esa tensión inmensa que suponen los tránsitos: el ritual de paso hacía una vida negociada en la que adquieren peso las esposas que nos amargan la vida, las gravosa hipotecas que no terminamos de pagar nunca, los hijos que echan a perder la vida de sus padres. Es involucionar como el Shandy de Sterne, quien toma la palabra shandy del dialecto de Yorkshire para nombrar al bromista, al juguetón, al informal. En México lo llamarían relajiento. La escasa formalidad tiene en la actualidad una expresión en el fenómeno Wiki, que crea un saber enciclopédico en la soltura y la espontaneidad. Basta mirar la red de redes para darnos cuenta de los miles de shandys que expresan su saber en la soledad de su terminal computarizada. Expresiones, una vez más de la soltería que es insensata, salvaje, carente de brújulas, irresponsable. El Tristam Shandy crece hacía su justificación, al menos al intento de ella, a través de una serie de bifurcaciones de ánimo divagante y bromista, parece decir que es necesario explicar todo, y ya que estamos en un mood bastante locuaz, permítanme ir hacia atrás, hacia el inicio de todo, el punto donde se da cita lo pequeño, lo insignificante y transportable. Para esto hace falta reducirnos a nuestra mínima expresión, es por eso que el shandy, para Vila-Matas, es el arquetipo del espontáneo, del exiliado, del vagabundo, y se caracteriza por lo indeterminado de sus propósitos, o por la ausencia de éstos. El shandy espera el oleaje y se deja llevar en las ondulaciones de un destino que sabe que le pertenece, se mueve rápido, es ágil a la espera del transporte, raudo en el viaje, capaz de oficios y no-oficios varios. Vila-Matas cita a Hermann Broch: “no es que sean malos escritores, sino delincuentes”. Tengo la soterrada costumbre de pensar en mexicanismos literarios, ahí va uno: “mi plegaria desarticulada se pierde: albur, relajo”. Sé que ya lo adivinaron, Carlos Fuentes, quien también supo que el mexicano es otro Tristam Shandy que nace hacia atrás, en esa celebración de la inmadurez que es Cristóbal Nonato. Y relajar es soltar, dejarse ir. La picaresca es despropósito, vagancia, maletas dispuesta a cualquier tren que venga de paso.

Me gusta el goce que hay en las palabras, su condición de scherzo, su jugueteo que nos inspira a la radicalidad, pero también a la libertad. Las palabras sueñan su propio sueño donde también reímos; al habitarlas, al usarlas, al esgrimirlas como juguetes que se lanzan al viento se convierten en un lúdico medio de transporte. Sonidos y letras, son al fin y al cabo viajeros. Para viajar hace falta reducirnos, contar con sólo lo necesario, qué mejor que prescindir de lo poco valioso, de lo intransportable. De aquí parte Vila-Matas para hablar de Walter Benjamin y de su cercanía espiritual con Marcel Duchamp, ambos marcados por cierto gusto hacía lo mínimo, con cierta tendencia al infantilismo risueño, las máquinas imaginarias, la soltería y el gusto por las mujeres fatales. Hablar de los shandys también es pretexto para hablar de los anagramas, de las asociaciones de palabras y de sus significados mágicos. Nuevamente, en Historia abreviada de la literatura portátil veremos esos gozosos periplos que trasladarían a Francis Picabia, Marcel Duchamp, Ferenc Szalay, Paul Morand y Jacques Rigaut a embarcarse hasta la desembocadura del río Níger, maquinas solteras, habrían de decir, en una aventura impuesta a partir de un sueño de Duchamp en donde asociaba ciertas frases a partir de un régimen de coincidencia. De Port Atif que es portátil a Port Actif, en las antípodas de África, el sitio al que se su vagabundeo habrá de transportarlos sin saber exactamente qué buscar ahí. El arte ya supone los saltos al vacío y la irresponsabilidad del viaje. La anécdota refiere que ahí se encontraron a la pintora Georgia O’Keeffe de quien Jacques Rigaut se habría de enamorar al punto de perseguirla hasta Estados Unidos, hacia donde se embarcaría más tarde. Y en estos accidentados y caóticas travesías que nacen en Port Actif es donde el remanente de los dadaístas —cuya radicalidad habría de anularlos, el dadaísmo lo cuestiona todo, incluyendo la existencia del mismo movimiento—buscará encontrar un sentido lógico a aquello que parece no tenerlo. Y desde ahí parte Rigaud con su histrionismo buscando una justificación para su propio suicidio y tomando como pretexto el amor que dice sentir hacia Georgia O’Keeffe. Luego, llegamos a la Agencia General del Suicidio, oficina destinada a hacer más llevadero ese último tránsito, el destino final que deseamos para nuestras desventuras wertherianas. Atrévase, le dirá el panfleto, le organizamos el suicidio, usted deje de preocuparse, nos informa, la oficina se encargará de todo este proceso, velatorio, amigos, discurso de despedida. Vaya, todo incluido. Rigaut se atreve también —porque en esto consiste todo movimiento radical y portátil que lleva su transgresión a todas partes— a poner un anuncio en un periódico de Nueva York afirmando que contraerá matrimonio con, adivinen quién:

«Joven pobre, mediocre, veintiún años, manos limpias, contraerá matrimonio con mujer, 24 cilindros, salud, erotómana o hablando el anamita, a ser posible apellidada O’Keeffe. Dirigirse a Jacques Rigaut, 73 del boulevard du Montparnasse, París. Sin domicilio fijo en Nueva York.»

Los suicidas o los futuros suicidas son los portadores del acto de desesperación fingida o no fingida más visceral que exista, el acto de berrinche más transgresor que podamos imaginarnos. También un acto y un uso del dadaísmo, yo creo. ¿No es dadá el balbuceo repentino del recién nacido, pura voluntad no contaminada de convenciones y ataduras moralizantes? Hay que ser joven y fuerte como un toro para estos lances, algún dadaísta mencionó que a los siete años era el momento indicado, después sería demasiado tarde. Pero los deseos suicidas de Rigaud inspiran a otros, nos dice Vila-Matas, como Robert Johnson quien se vuela la tapa de los sesos con una máquina inventada por él mismo. Se combina lo anecdótico y lo legendario, Robert Johnson, el padre del blues del delta del Mississippi no andaba buscando el suicidio por aquella época, sin embargo, las leyendas urbanas lo ubican en sitios más interesantes como en un entrecruzamiento de caminos: la autopista 61 que atraviesa la 49 donde se dice que le vendió su alma al diablo. Aquí mi espíritu shandy se levanta a brincar de gusto con cierto escenario fílmico donde Ralph Macchio vence al diablo en un duelo de solos de guitarra. A partir de lo que menciono al principio, los suicidios neoyorkinos se dan en diversas formas, basta un ejemplo, un shandy de muestra: ya vemos que shandy también viene con Tristam, que es triste, la moneda tiene dos caras. Y luego esto, mencionado en el libro de Vila-Matas que es una joya del hermano del escultor Gaudier-Brezska quien le dirige al juez esta carta:

«Mañana, el fin./ El fin, mañana./ Para mañana el fin./ El fin, para mañana./ Mañana, al fin.»

Vila-Matas, quien en un blog hace un recuento de los pequeños y portátiles eventos que lo llevaron a la confección su libro, decide narrar hacia atrás como empieza todo a partir de una maleta, luego, por supuesto Sterne, que no es poca cosa, sigue con la exposición de las máquinas solteras de de Duchamp y más tarde las señas del turismo cultural del autor que viaja hacia la casa de Sils-Maria, muy cerca del peñasco donde Nietzsche tuvo la idea del Eterno Retorno, luego la crisis neurótica de Andrei Biely de la que sabemos poco. Pura especulación irresponsable: todos debemos regresar en algún punto del viaje. A veces regresamos a la infancia, al punto mínimo y leve, transportable diría yo, paraíso de los juegos shandys. Demasiado tarde para esto, lo sé, demasiadas mujeres fatales que nos vuelven desgraciados, cada uno a su manera. Ya que para algunos el suicidio es inevitable, la ola de suicidios neoyorkina desatada por Rigaut, Man Ray y otras compañías no menos agradables, provocó el regreso de Rigaut a París, donde empezó a ganar peso, literalmente y metafóricamente; sin posibilidad de volver a empezar como quisieran algunos, la idea de suicidio se volvió apremiante. Suicidio tardío, ya que no todos podemos ser tan precoces como Otto Weininger quien se suicidó a los veintiún años luego de escribir Sexo y carácter, que haría las delicias de ciertos personajes, entre ellos, los nazis. Suicidarse o no suicidarse son términos equivalentes, se hace el ridículo en ambos casos. Tal vez el arte le otorgue a nuestros actos cierto nivel de elegancia que nos purifica. El mal ejemplo de Rigaut caló hondo en diversos círculos y decadentes cenáculos: No lo intenten por favor, es desagradable, vaya, niños, no hagan esto en sus casas. Como un recuerdo, estos versos impropios y poco presentables del príncipe Mdivani:

«Phanodorme, Variane, Rutonai./ Hipalène, Acetile, Somnothai./ Neurinase, Veronin, Good bye

Líneas insensatas cuando el suicidio nos lleva a la nada. El lado desigual a nosotros que es la muerte. Artaud pensaba en algo distinto, algo del otro lado de la vida: “yo tengo el apetito del no ser, de nunca haber caído en este reducto de imbecilidades, de abdicaciones, de renuncias y de obtusos encuentros”. 

El inventario de los shandys sigue: Valerie Larbaud, quien propiciaba el rescate de otros escritores ligeros adentrados en el purgatorio del olvido editorial, y que al final de su vida dilapidó toda su fortuna y perdió una biblioteca de quince mil volúmenes. Nómada al fin, se dice que acostumbraba viajar con una maleta que contenía toda su obra. Se habla de su fiesta shandy vienesa a mediados de la década de los veinte, y entonces se vuelve inevitable asociar este Imperio Perdido con la figura señera y omnipresente de Karl Kraus, el editor incansable de Die Fackel que acostumbraba atacar todo lo corrupto y podrido de la sociedad. Karl Kraus acostumbraba corregir compulsivamente sus ediciones que salían todas de su propia mano. La leyenda afirma que no era posible encontrarle una errata hasta que cierto día se presentó un joven llamado Werner Littbarsky quien se propuso junto con Virgilio, su criado brasileño, a encontrar esa posible errata y, se dice que luego de algunas noches sin dormir lograron encontrarla. A continuación, Littbarsky se puso a editar una revista, cuyo único número vino de la propia mano de Littbarsky, tenía 24 páginas, la revista se llamaba Ich vermute, es decir, yo supongo; era un verdadero compendio de patético anti-krausismo en el que abundaban los relatos pornográficos, la parodia, los chistes en contra de Kraus en viñetas en donde aparecía la abuela de éste. Semejante manera de hacer el ridículo no se había visto antes. La comunidad intelectual empezó a compadecerse de este loco que se atrevía a atacar a Kraus de esa forma. La ocasión la pintan calva, dicen, hasta ahí llegó Larbaud para organizar su fiesta shandy, qué mejor que con la complicidad de este orate y great Gatsby de pacotilla que acostumbraba a simular fiestas en su propia casa para convencer a los vecinos de que se la estaba pasando muy bien. Convencido de haber entrado en una logia ubicua, indeterminada, trashumante, carente de nortes y de arraigos, Littbarsky aceptó la llave que abría las puertas del Planet Shandy, pero, quién necesita invitación para una secta secreta que no termina por definirse. Se dice que la fiesta terminó mal, Virgilio, el criado negro acabó disparando salvas del cañón de la escopeta, se dice que uno de los invitados fue Francis Scott Fitzgerald quien, al ver todo el barullo, la irrupción de la policía y de los vecinos enojados a la casa de Littbarsky, se sentó cómodamente en un sillón y simuló una partida de ajedrez con un invitado imaginario y dijo con cierto tono alterado:

«—A mí sí me habían invitado de verdad.»

Nuevamente lo anecdótico: Se dice que por aquel entonces Fitzgerald estaba trabajando en su novela más conocida, y que luego trasladaría íntegra esa frase.

Volvamos a Duchamp, esta vez representado por el único cuadro de Felicién Marboeuf, quien nunca fue un pintor profesional. Duchamp sale de la exposición llevándose el ya célebre Desnudo bajando por la escalera, una instantánea que cualquier fotógrafo de Polaroid habría envidiado. Con sus maletas a otra parte, Duchamp será tan itinerante como su cuadro, portátil al fin y al cabo, qué podríamos pensar de alguien que se olvido de su propio arte para dedicarse exclusivamente al ajedrez o podríamos estar equivocados al no considerar la propia vida de Duchamp, o Duchamp mismo como una forma de arte. Grande como escritor que no escribía nada, Marboeuf es uno de esos bartlebys que Vila-Matas ha sacado a relucir. Generalmente los escritores shandys no dejan rastros. Vila-Matas los busca en Google sin esperar resultados, paciencia, se dice, ya aparecerá algo, cualquier rastro que suponga su paso desafiante, frenético e irresponsable. Parece que es hora de volver y devolver esa valise a su legítimo propietario. Aquí paramos el viaje.

Publicado originalmente en:


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A propósito de Bartlebly




Por: Noé Vázquez.

Partiendo de la idea expresada por Borges de que el cuento Bartleby, the Scrivener. A Story of Wall Street, prefigura a Kafka pensemos en algunos similitudes con los personajes kafkianos, entre lo absurdo y lo inverosímil de los personajes de Kafka nos encontramos con la profunda soledad de éstos, la casi ausencia de identidad, la reducción de su nombre a su mínima expresión, la ausencia de antecedentes de los mismos. El personaje kafkiano se presenta como venido de ninguna parte, su falta de antecedentes lo vuelve casi anónimo. Pero persisten, no se rinden, son una presencia que parece contraponerse a los escenarios absurdos que los rodean. K. nunca deja de buscar la forma de encontrarse con el Señor del Castillo, sitio donde ha sido contratado como agrimensor; Joseph K en El proceso jamás abandona la esperanza de encontrar alguna luz sobre el juicio que se le sigue. El personaje de Melville se presenta cierto día a la Oficina Legal donde habrá de laborar. El narrador nos advierte sobre lo innecesario de cualquier indagación sobre la vida del mismo, la información es exigua y poco veraz. Todo es “nebuloso rumor”, y ya la misma palabra “rumor” nos remite al ruido desde su raíz latina, que no es más que la imagen de la opacidad, de la bruma que hay en toda información que no puede ser apresada. Si algún día llegamos a saber algo sobre Bartleby, será by the graveyard. Melville se asegura de mantener siempre la ambigüedad de la historia, tal vez con el propósito de concebirla como una simple interrogante. 

Así, el amanuense Bartleby se presenta al narrador quien advierte las características del contratado: “Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!”. Al fin y al cabo un individuo silencioso y casi etéreo que nos remite a cierto personaje de Dostoiesvsky, el príncipe Mishkin, de la novela El príncipe idiota, un joven que parece minimizarse y negarse hasta los niveles del absurdo, su condición parece reducirlo ante los demás y ser un simple objeto de las fuerzas que le rodean. Los personajes kafkianos contraponen su insignificancia a un mundo incomprensible e inefable gobernado por leyes oscuras. No es posible comunicarse directamente con el Señor del Castillo, al final se le dirá al futuro agrimensor que en realidad jamás buscaron tener un agrimensor ahí, lo cual sólo ahonda el misterio. Tampoco Joseph K logra comunicarse con los jueces anónimos y ocultos que dirigen su proceso. El personaje de Bartleby empieza a laborar como escribiente, al principio todo parece ir bien, pero gradualmente el narrador advierte que el escribiente se resiste a realizar tareas más allá de lo indispensable con el argumento de que “prefiere no hacerlo”. Esta apatía lleva al narrador a los límites de la exasperación. Con el tiempo el narrador, que es el agregado de la Suprema Corte y cuyo trabajo es realizar copias de legajos busca la manera de conservar a Bartleby a pesar de su aparente falta de interés por el trabajo. 

Es poco probable que Kafka conociera el texto de Melville para recibir un influjo del mismo. A veces ciertas intuiciones sólo se presentan en individuos distintos, como ideas que parecen transmigrar. Por poner un ejemplo: contra aquellos que veían en Faulkner las huellas de la escuela psicoanalítica de Freud, aquel se defendía diciendo que a Freud nunca lo había leído pero que, en su descargo “Shakespeare nunca lo leyó, Hermann Melville tampoco lo leyó y dudo mucho que Moby Dick lo haya leído”. Si pensamos en el individuo kafkiano, éste se ha empequeñecido frente a las formas insondables del mundo y nos señala con su incertidumbre el sitio inmenso e incesante donde se da cita toda forma de incomprensión y de soledad. Cada hombre, se dice, está sólo frente al Universo, pero nunca más solo que en esos mundos de Kafka quien pudo haber heredado esa sensación de aislamiento como una tradición o atavismo de los judíos. Un sentimiento de abandono frente a un Dios que los dejó morir de hambre en el guetto como los perros de Constantinopla, y que una y otra vez no los rescató de los progroms constantes o de la expulsión de los países donde habían logrado medrar. Bartleby, durante el curso de la narración siempre está solo, su trabajo es impecable pero se niega a hacer más, ante cada petición de su empleador continúa con la misma letanía ya acostumbrada: “Preferiría no hacerlo”. La resistencia pasiva de Bartleby conmueve al narrador quien a lo largo de la historia busca justificar los actos del escribiente. Bartleby insiste en hacer determinadas tareas pero omitir otras sin dar ninguna explicación; con el tiempo, incluso deja de escribir. El agregado de la Suprema Corte hará hasta lo imposible por deshacerse de él. Bartleby sigue empeñado en visitar la Oficina y permanecer todo el tiempo ahí, inclusive los domingos. La persistencia de Bartleby, un hombre frugal al que no se le conocen amigos, vicios, distracciones o pasatiempos, hace que el dueño de la Oficina tenga que trasladar la misma a otro sitio para deshacerse de su propio empleado, quien se queda impasible en las escaleras de la misma. Con el tiempo viene la calma. Pero el narrador se da cuenta de que los nuevos inquilinos de la Oficina se han encontrado con un individuo que acostumbra decir que “preferiría no hacer” lo que se le ordena. El ciclo se repite. Lo despiden, Bartleby se niega a abandonar el edificio, se queda impasible en las escaleras, el personaje terminará sus días en la cárcel bajo los cargos de vagancia. El narrador prefiere no seguir hablando, dice, casi sesgadamente que se negó a comer y que falleció por inanición, él mismo le cierra los ojos. Lo mató su apatía, su inmovilidad, su tristeza. 


Quienes prefiguran algo lanzan hipótesis, se anticipan, suponen. Kafka anticipó la insignificancia de los individuos en los regímenes totalitarios del siglo XX. Esa cancelación de la singularidad y la unicidad humana también la veía Alfonso Reyes: “cuando volvamos a ser hormigas, incapaces del individuo, incapaces del arte y del espíritu”. Thomas Mann prefigura un destino terrible para Europa y esto es algo que se ve claramente en su obra La montaña mágica; Stefan Zweig, en la década de los treinta del siglo pasado ya veía venir la destrucción, huye de Europa, y completamente desesperanzado se suicidaría en Brasil; en los cafés de Viena durante el imperio austro-húngaro ya se escuchaba el rumor de una gran guerra. Algunos ubican novelescamente a Kafka y a Hitler en la misma ciudad (Praga, 1909) y frecuentando los mismos cafés (Ricardo Piglia en Respiración artificial), y van más allá diciendo que uno influyó en el otro. Suposiciones, rumores, hipótesis. Elucubraciones que no carecen de lógica. El filósofo Henri Bergson decide no convertirse al catolicismo por una razón que le parece justa: quiere estar del lado de los que habrán de ser vencidos ¿Cómo lo sabe? No lo sabe, lo intuye, se adelanta a los hechos que la Historia habrá de validar. Bartleby, una obra de 1856, ya parece anticipar el individuo kafkiano que ya es el hombre modesto, silencioso, pasivo e insignificante enfrentado a las oscuras potestades de los gobiernos totalitarios como el del nazismo. 

Lo inefable gobierna el mundo kakfiano, el ogro en forma de Estado policiaco, o de organización secreta. Los personajes kafkianos ya parecen vivir las purgas estalinistas y la burocracia interminable y eternizada, los gobiernos dictatoriales, la estupidez que supone la cancelación de toda iniciativa individual. En este mundo distinguimos leyes no escritas, vagas, no expresadas y mudables. La soledad trae aparejada la incomunicación. Hay un mutismo expresado por los Señores del Castillo que se refleja en esos edificios públicos de construcción maximalista como bestias gigantes destinadas a mostrarnos qué tan pequeños somos. Carentes de vida, intimidantes, se parecen a esas construcciones absurdas que aparecen en el cuento de Borges, El inmortal. Lo terrible de una construcción así es que es una creación humana. Nos dice que algo se nos quedó en el camino mientras perseguíamos sueños de progreso. Goya diría que “el sueño de la razón engendra monstruos” y mientras caminamos por los pasillos de esas construcciones grises y frías, (hospitales u oficinas de gobierno) en nuestro interior (que nos recuerda que nuestra soledad y miedo es lo único que cuenta) somos en ese momento Josef K., Gregorio Samsa, K. o cualquier alter ego o trasunto de esa conciencia personal y luego universal que (centrípetamente) se sabe insignificante ante un mundo que no comprende. ¿Habrá pensado Melville en eso? No lo creo. Sin embargo no lo sabemos.


Otro rumor, dentro de los rumores alrededor de Bartleby, referido por el narrador. Antes de llegar la Oficina del agregado de la Suprema Corte, Bartleby había trabajado en la Oficina de Cartas Muertas de Washington. Este oficio consistía en clasificar cartas que ya no llegarían a su destinatario por la ausencia o muerte de éste. El narrador se pregunta: 

“¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Concebid a un hombre por naturaleza propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas?”

Cartas de amor dirigidas a la indiferencia sorda del destinatario que ya no está para recibirlas o que no quiere hacerlo. Cartas sin una contraparte real, viva, en la cual puedan “realizarse” como mensajes vitales. Cartas que nombran separaciones, infinitas distancias entre un ser humano y otro. Quemar cartas es semejante a quemar personas, ese sencillo acto sólo consolida la incomunicación perpetua y el drama de toda ausencia. Imaginamos el narrador y nosotros ese vacío eterno y fulminante en esos mensajes. Cada individuo expresa con su sola existencia una carta de amor hacía todo aquello que lo rodea como una forma de indicar que es bueno estar vivo, que siempre habrá esperanzas para todo. Cartas, al fin, que parecen personas con la impronta de un anhelo cancelado, al fin y destinado al fuego para su destrucción. Nuestros actos marcan una despedida constante hacia los demás, no cesamos de hacerlo, de enviar el mensaje de que tal vez ésta no sea la última vez que nos veamos, que ya habrá otros momentos, otras oportunidades. Nada tan duro como aquella frase: “No nos volveremos a ver” que ya anticipa la muerte. En el siglo XX, más que humo de cartas quemadas en el horno por un empleado subalterno, vimos el humo de las chimeneas de Auschwitz. También sabemos del vacío que existe entre los demás y nosotros, y nuestra irremediable incomunicación. Este silencio, expresado también en Kafka, parece aglutinarse como una alegoría en el personaje de Bartleby, “pulcro”, “decente”, pero también “desolado”. En el personaje se condensa el aislamiento y la infelicidad, la inmovilidad y la pesadumbre, la melancolía y la indiferencia. Bartleby se conforma con un trabajo monótono, carece de ambiciones y tiende a la inacción. Pero también sabe que todo esfuerzo más allá de lo indispensable es fútil. Como el personaje kafkiano se vuelve insignificante. Pero en Bartleby se resume ese sentimiento de abandono al que el orden externo nos ha sometido.

Los personajes kafkianos poseen una resistencia pasiva, pero esta resistencia está muy lejos de ser tan nihilista como la de Bartleby a quien la inercia lo convierte casi en un objeto portátil al que hay que trasladar de un lado a otro porque ya no cumple la función social a la que supuestamente está designado, de esa forma, es conducido a la prisión. En Kafka vemos una obstinación ingenua y esperanzada. Cuando en La metamorfosis Gregorio Samsa o el insecto en el que se ha convertido muere, su despojo es barrido como simple basura de la casa, sin embargo, hasta el último momento parece seguir con sus preocupaciones habituales sobre el dinero, o sobre las clases de violín que le está pagando a su hermana. En el cuento Ante la ley el personaje que espera en la Puerta resiste hasta el final, jamás abandona su puesto; en otra historia El artista del hambre el ayunador persiste en su idea de ser admirado por su manera de resistirse a la comida, aún cuando lo están retirando de su jaula para confundirlo con la paja y ser barrido completamente para que su espacio sea ocupado por una pantera. La pasividad de Bartleby parece ser completamente indiferente, no falta quien ve cinismo en su conducta. Quiere vindicar su necesidad de fracaso, de autolimitación, de inacción eterna. Su actitud es un rotundo No a todo cuanto le rodea, inclusive a sí mismo. 


Para Melville, no había mucho que decir acerca de Bartleby, no hay una declaración de intenciones respecto a su personaje, lo deja huérfano de padre y sólo se conforma con decir: “publíquenlo por separado”. El autor señala esa ambigüedad con frases como “se podrían decir muchas cosas acerca de Bartleby” como una forma de sacar de sus casillas a los lectores y aprisionarlos en una dinámica de suposiciones, de rumores, de especulaciones sin fin. Bartleby podría escribirse con minúsculas como un sustantivo y decir que fulano de tal es un simple bartleby porque es incompetente, no habla, pasa su tiempo en inextricables ensoñaciones, es la burla de todos, es torpe, de habla lenta y poco fluida, su pasividad es exasperante, trabaja poco y desde hace tiempo se ha convertido en un estorbo. Después de todo, la palabra se parece mucho término del argot “bartolo” que indica a un individuo de naturaleza pasiva y torpe; pero también se parece a “bártulos” que son los enseres y bultos que se llevan de un lado a otro casi como un estorbo. Para Borges, Kafka “arrojaba una luz ulterior sobre la obra de Melville”. Pensándolo bien, nunca sabremos quién es Bartleby.



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lunes, 23 de mayo de 2016

Algunas variaciones reptilianas





Por: Noé Vázquez

Uno de las microficciones más famosas de la lengua española es obra del escritor guatemalteco Augusto Monterroso. Se publicó en 1959 en al volumen Obras completas y otros cuentos. Éste consta sólo de una pequeña frase. El cuento abunda en múltiples lecturas a pesar de su corta extensión, su estructura gramatical permite la focalización múltiple del sujeto y las intenciones de la frase. El breve texto, más que una sentencia cerrada sobre sí misma, es una propuesta, una invitación a la fabulación. Sus elementos son básicos: la idea del animal fabuloso y el acto de despertar.

«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí».

Son sólo siete palabras para acomodar la brevedad, el sustrato esencial decantado por variaciones alquímicas, como de piedra filosofal; punto mínimo que explota hacia las variaciones incesantes, inevitables. Se trata de podar la explicación a sólo lo necesario y dejar florecer la urdimbre. Nos asomamos a las ventanas para observar el tránsito de lo posible/imposible que hay en toda invención. Texto refiere tejido, trama, líneas que se entrecruzan para formar un lienzo. Y la ficción también se convertiría en objeto de arte, una suerte de vibrante caleidoscopio que invita al acercamiento y la interpretación. Puestas ahí como interrogante, las palabras requieren escrutinio, exploración vital. La brevedad invita a la repetición como un mantra distinto siempre cada vez que invocamos, se reproduce su polisemia, se escapa de los marcos de lo escrito. El lector toma el poder del relato para completarlo, se regodea en sus contornos, tiene la voz para continuar.

Y en la acción de esta fábula lo importante es desperezarse de la inconsciencia, el acto en sí mismo tiene visos de terror, porque puede darse el caso de que no despertemos o de que al despertar nos encontremos con la presencia de alguien. Alguien, por ejemplo sentado en el borde de nuestra cama, que nos observa y nos dice:

«Le ruego me considere un fantasma».

La literatura de ficción tiene una obra fundacional en La metamorfosis de Kafka: Gregorio Samsa se despierta convertido en un insecto desmesurado, la idea en sí misma es aterradora. Despertar supone recuperarnos de alguna manera, volver a ser nosotros. En algunas poblaciones rurales de México, cuando un niño despierta se dice «ya recordó», como si quien duerme hubiera olvidado algo. Despertar es hacer acopio de memorias y no es extraño que al tomar conciencia de nosotros veamos todo con extrañeza. Nuestro sueño ha tomado senderos tan difusos que la realidad palpable por momentos parece insólita. Se refieren casos, muy raros por cierto, de personas que al despertar no recuerdan su propia identidad, o despiertan creyéndose otros. De ahí la naturaleza tan aterradora de enfrentarse de improviso a la vigilia. Lo fantástico de despertar también puede verse en esta nota de Coleridge tan socorrida como antecedente de la ficción que mencionamos:

«Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano…¿entonces, qué?».

Conviene revisar el estudio que hace Lauro Zavala sobre este tema, en éste, de nombre El dinosaurio anotado se nos refieren las causas por las cuales este cuento «es uno de los textos más estudiados, citados, glosados y parodiados en la historia de la palabra escrita, a pesar de tener una extensión de exactamente siete palabras». Es obvio que en este caso la brevedad es inversamente proporcional a la necesidad de imaginación de parte del lector, y han sido éstos quienes han volcado y encauzado sus motivaciones en esta ficción: sus lecturas lo acercan desde luego al análisis literario, pero también a la interpretación política, no ha faltado el comunicador que aluda a él para abundar y enriquecer la percepción de eventos como las elecciones en un país; también es motivo de variaciones incesantes en donde abundan las grafías propias de la interacción en redes sociales, los enlaces imaginarios, los pictogramas. La interpretación no excluye lo visual: se han imaginado viñetas pensando en las variaciones de la historia, todo parece ser válido. Abundando en esto y entrecomillando para no parafrasearme hago la siguiente variación:

«Siempre que el lagarto terrible se despierta los filósofos enloquecen festivamente, se despereza el anciano maestro de literatura, relaja el lingüista su fruncido ceño, se suaviza el agrio semblante del filólogo, las viejas chismosas tienen tema de conversación y hasta los diletantes nos ponemos contentos. El dinosaurio nos despierta a todos».

La estructura de la frase, tan breve tan concisa, invita a la contemplación. Las referencias se cruzan con cada visión, leemos y comprendemos para entrar en pasajes de sueños siempre cambiantes adecuados a nuestra persona y a nuestro entorno. ¿Qué supone el “estar”? Nos preguntamos, entre otras muchas cosas si “estar ahí” también conlleva un desafío. La concisión gramatical y la brevedad se agudizan en un paisaje donde se reproducen como una plaga eventos hipotéticos. Fuera del simple y llano texto, más allá de sus contornos, la terra ignota del imaginario múltiple, la tormenta secreta de lo posible que cada lector engendra en su fuero interno. El dinosaurio está y es como la realidad que nos rodea, a esta realidad no la difumina el sueño, ni las horas en que dormimos, persiste aún contra nuestra negativa y nuestro asombro, no tiene botón de apagado, lo cual es terrible. La realidad es indestructible y aparatosa, casi como la imagen del animal fabuloso. Cambiando la focalización del sujeto de la acción, el dinosaurio despierta en un mundo que ya no es suyo y sin embargo, sigue ahí, él en el mundo, el mundo en él, con todas sus consecuencias tragicómicas. El cuento no dice, sugiere; no conduce al lector, lo induce; no planta la cara en lo concreto, se va por caminos sesgados, indirectos. Para rematar la idea, espero me perdonen esta interpretación un tanto malintencionada:

«Siempre hay que desconfiar de las personas a quienes no les gusta el cuento El dinosaurio. Se trata de gente sin imaginación que cuando se despierta, desgraciadamente todavía sigue ahí».

De tanto podar la reflexión y la representación de lo real tuvimos que habernos quedado con lo elemental, las siete palabras del minitexto y éste es tan impreciso que su sola mención vuelve a engendrar, en el bosque del imaginario colectivo, la misma realidad que alguna vez quisimos acotar con la economía de nuestro lenguaje. Así sucede con la microficción, la recorremos al derecho y al revés para obtener lo sustancia (sub stare, lo que está debajo). Corre sobre las breves frases el viento de lo intuido, la fuerza de la mala interpretación (y decir que es mala o buena es una simple convención ya que el texto carece de interpretación correcta o definitiva), las tramas y subtramas alrededor de estos eventos simples que el lector imagina, las anécdotas y malos entendidos plantados tramposamente por el autor como cuando dice que lo suyo no era un cuento sino una novela o como cuando afirma que sólo trataba de escribir el título de un texto mucho más largo. El autor parece inventar maliciosamente ciertos contextos que solo contribuyen a engrosar las lecturas de su fábula, a engrandecer su importancia. A El dinosaurio lo recorren sus biografías transbordantes que pasan de un tren a otro en los esquemas de la acción: Sujeto que despierta, dinosaurio que interrumpe su sueño, eventos que siguen ahí. ¿Cómo asir el eje del sueño de un relato cuando es múltiple? ¿Cómo no perderse acribillado por hechos varios, ninguno más importante que el otro? ¿Y el vértigo del relato? ¿Quién detiene las fabulaciones alrededor de un hecho tan simple como despertarse? Tal vez la siguiente variación pueda resumir la importancia de este minitexto:

«Desde que en otros países se dieron cuenta de que a los mexicanos nos gusta mucho el cuento El dinosaurio, para amargarnos la vida y acabar con nuestra diversión se han dado a la tarea de inventar una ficción equivalente que anule el efecto de la anterior, pero con nulos resultados. De vez en cuando alguien sueña con algo que se le parece pero cuando se despierta se da cuenta de que el cuento ya no está ahí».

Y ni quien me rescate de mi exacerbado chauvinismo, yo que precisamente creía que todo esto venía del mexicanísimo e inamovible sistema político donde abundan los dinosaurios. Vivo en el error de creer que ciertas idiosincrasias son inherentes exclusivamente a nuestra nacionalidad, o que ciertas formas de gobierno son exclusivas de nosotros como aquella maquinaria dictatorial perfecta que ralentizaba ciertos cambios sociales, perpetuaba la corrupción, el tráfico de influencias y el nepotismo, y encima de esto se eternizaba en el poder, luego se irá por un tiempo para después volver a sus fueros. Ahora sigue ahí, pero ya no son los gigantescos dinosaurios anquilosados, rutinarios, vetustos y aparatosos como diplodocus representados por la nomenklatura inamovible y autoritaria de los líderes sindicales y los oscuros funcionarios vestidos con cazadoras de piel, ahora vienen los más leves y raudos, los que son agiles como velociraptores que astutamente presentan una imagen jovial, moderna, carismática y de copete alto, muy ad hoc para los nuevos tiempos de movilidad y portabilidad tecnológica. El dibujante Eduardo del Río conocido como Rius hace esta variación:

«Cuando desperté, el PRInosaurio todavía estaba ahí».

Claro que en un sistema político que se deshace de sus agremiados que no le sirvan para sus fines para convertirlos en representantes del desgastado ancient régime que ya no es operante para los nuevos tiempos y que languidecen en el retiro viviendo de la pensión del Estado. Aquellos velociraptores de la juventud brillante (decimos con Salvador Novo) que se convertirá en la madurez negociada para pasar después a la vejez aborrecible que en este sistema político destruye a sus mejores hijos y los deja como caricaturas de sí mismos, como artríticos personajes de una pantomima. Me atreveré a abundar en esto:

«Y cuando me desperté, me di cuenta de que las cosas ya no eran como en mis épocas jurásicas. Pasaba mis días lentos como un animatronic en una feria, mal pagado y rodeado de insufribles y revoltosos infantes que corrían a todas partes y fingían asustarse. Qué cabrona es mi vejez dinosáurica».

El cuento es incesante, gira en círculos que se repiten como la aguja de un disco rayado una y otra vez sobre el mismo surco. Sabemos que es el mismo pero percibimos cambios en él al cambiar nuestros ánimos de interpretación. Tan cíclico esquema de repeticiones absurdas se parece a un trámite burocrático que se ralentiza hasta el cansancio, y luego vuelve a empezar con sus complicaciones bizantinas y su nivel de extrañeza kafkiana. El reptil entra y sale de su propio sueño que también es el nuestro, se confunde la identidad del soñante, se confunde la realidad como en un cuento chino. Puedo citar este:

«Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu».

Monterroso también reconoce su deuda con Kafka pero no olvida la influencia del cuento chino. En estos entrecruzamientos y correspondencias, nuevamente se fusionan ciertas mitologías. Ahora que ya no podemos parar el cuento, cito:

«Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha».

Y aprovechando esos círculos de tedio imagino esta variación:

«Y como el mal tiempo no amainaba y hacía mucho frío nos reuníamos todos a contar el cuento de El dinosaurio que empezaba según sé con esto de que se despertaba y a la mitad del cuento me interrumpían diciendo que mejor les contara la historia garciamarxiana del gallo capón porque para ser sinceros, con este temporal, despertar hubiera sido una irresponsabilidad digna de un reptiliano».

La brevedad se apoya en la inteligencia de quien lee. Hay que decir sólo lo necesario. Basta un guiño de ojo, la idea bastante sensata de que si hay que explicar algo demasiado es que nunca fue entendido en su cabalidad, ni lo será. Mejor será no explicar nada y llegar por vía directa al punto consumado donde todo se ha resuelto tan solo para enunciar de nuevo el misterio. Como microrrelato, el texto va a sugerir, lo hará hasta el cansancio; lo van a rodear las explicaciones queriendo engrosarlo, completarlo, buscando su acomodo en algún espaciado entre palabra y palabra, el texto se va a seguir acortando, como este de Luis Felipe Lomelí titulado El emigrante:

«— ¿Olvida usted algo?
— ¡Ojalá!».

Basta la sugerencia. He imaginado ciudades abandonadas, amores que se quiebran en el tedio, apasionamientos que de súbito rompen en el desencanto, lentos olvidos que no quieren serlo, ardorosas memorias que forman un infierno en la conciencia de quien ama, paradas de autobús que nos ven descender tristes del transporte, viajeros de miradas tristes que se acomodan en el asiento para entablar conversación con el compañero de viaje, memorias que laceran con la idea de un paraíso añorado, funcionarios de aduana que tienen que escuchar una y otra vez la historia de nuestra visita a ese país, de aquella mujer que conocimos y que quisimos mucho, ojalá pudiéramos olvidarla. Sugiero yo también, sólo eso, la culpa no es mía sino de quien decide que usará las tijeras de la elipsis hasta quedarnos con esa frase. Volveré a leer el cuento en un momento posterior, seguramente pensaré en algo.

El escritor español Juan Pedro Aparicio lleva la microficción hasta sus últimas consecuencias con este relato que consta de una sola palabra:

Luis XIV
Yo.

Para evitar confusiones no incluyo el entrecomillado. El punto final también es parte del “relato”. Qué los especialistas se devanen los sesos. Podemos recortar más si queremos. Guillermo Samperio propone una hoja en blanco. Esto se llama El fantasma:



Es posible que si observamos con detenimiento podamos encontrarnos con algo. Desaparece el texto, es pura ausencia, la idea es que ese fantasma puede ser lo que nosotros queramos. Veo las esquinas, la pureza de las líneas rectas y ya pienso otra vez en un dinosaurio pero no aparece por ninguna parte. Una última variación:

«Cuando desperté, el dinosaurio ya no estaba, pero estoy seguro de que debe seguir por ahí, aunque no lo sé con certeza, todo es cuestión de buscarlo».

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