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El Blog de Noé Vázquez

martes, 4 de junio de 2019

El Arreola nuestro de cada día

Arreola. Amor por el lenguaje.

Juan José Arreola (1918-2001), conocido como El Último Juglar, nació en Zapotlán el Grande, Jalisco. Es lo que hemos sabido. Me gusta llamarle así, Zapotlán. Claro, desde hace más de cien años se llama Ciudad Guzmán y es la cabecera del municipio pero eso para nosotros no es importante. Prefiero pensar que se le debería llamar Grande, no porque hubiera crecido demasiado, sino porque Arreola nació ahí, sólo por eso. No necesitamos saber nada más. Aunque hay que considerar que en ese municipio nació José Clemente Orozco, Rubén Fuentes, Consuelo Duval. Como ven, por personalidades no vamos a parar. Su lugar de nacimiento es ese mundo en ebullición de oficios, de nostalgias, repleto de vida, en donde los lectores celebramos el día de San José acompañando la memoria lingüística del autor que se detuvo de una buena vez y para siempre en un caleidoscopio verbal, el lenguaje de su niñez, el abultado santoral y sus rituales onomásticos en La feria (1963): pequeñas estampas que formarán un todo, anécdotas, dichos, tramas que se sobreponen, que se contrapuntean haciendo la música de una realidad multitudinaria. Palabras humildes y cotidianas, marejada de voces que en manos del artesano —y qué artesano— adquieren estatus de literatura. Zapotlán (1933) también es el título del libro en donde Guillermo Jiménez ya anticipaba la narrativa mexicana propuesta por Juan Rulfo en Pedro Páramo (1955) y Agustín Yáñez en Al filo del agua (1947). Fueron Guillermo Jiménez y Alfredo Velasco  quienes le facilitaron sus libros a Arreola, quienes de alguna manera, fueron sus padrinos literarios. Ese Zapotlán, el real y el ficticio, idealizado por la nostalgia, se convertirá en el Combray de los lectores. Al autor le gustaba recalcar que aquel 21 de septiembre de 1918, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen y día de su nacimiento, tuvo ciertas peculiaridades: esa noche, Marcel Proust tuvo su primera crisis de vértigo, desplomándose en unas escaleras. También, esa misma noche de septiembre, Rainer María Rilke escribe la primera carta a la que sería su amiga por el tiempo que le quedaba de vida. Fue el año en el que cesó la Primera Guerra Mundial, de una manera tan abrupta y misteriosa como comenzó. Ese año, Franz Kafka fue declarado enfermo de tuberculosis mientras que la gripe española se recrudecía en el mundo. Arreola nos refiere lo humilde de su origen: «Nací, como alguna vez lo dije, entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos».

Arreola fue un autodidacta, estudió apenas hasta cuarto de primaria —otros dicen que hasta quinto— y aprendió a leer, según él «de oídas», así como se aprende cualquier oficio liberal. Arreola fue un hombre que a través de los años fue formando el personaje que buscaba: cuentista, ensayista, actor, profesor, comentarista, conversador, ajedrecista, pero sobre todas las cosas, lector.  Su niñez transcurrió en la época de la Revolución Cristera, así que el autor, pariente de curas y monjas, tuvo que abandonar la escuela y su padre lo puso «sencillamente a trabajar». Entra como aprendiz de encuadernador y luego a una imprenta. No tuvo una educación formal y especializada en algún campo del conocimiento. Este diletantismo, que hubiera sido una limitación en alguien más, representó para el autor la libertad de poder elegir sus lecturas. En una sociedad bastante clerical, conservadora y dogmática, Arreola no tuvo restricción alguna y se abasteció de lo mejor: Kafka, Rilke, Verlaine, Proust, Schwob, Rank, Caruso, Freud, Croce, Papini, Baudelaire, Dante, Whitman, Goethe... Nos refiere Antonio Alatorre que sus alimentos culturales fueron, desde su juventud, «de más sustancia» en relación con los demás.

Quienes lo conocieron sabían de su memoria prodigiosa y su talento verbal, ambas virtudes se complementaban. Era un atleta de la nemotecnia y la oralidad, de la recitación y la frase acertada. Si el espíritu es un deporte, Arreola siempre manifestó una agilidad que apabullaba. Lo que entraba en su cabeza, ahí se quedaba formando una sedimentación que se engrosaba con los años. Su memoria era un gigantesco depósito de curiosidades desde donde podía disparar ráfagas con cientos de nombres propios, citas, anécdotas, experiencias varias; parecía una máquina de curaduría de textos donde seleccionaba fragmentos para sacarlos en el momento oportuno como un fichero humano. Se cuenta que cierta vez que escuchó hablar en francés terminó tan subyugado por el lenguaje que se propuso aprenderlo de oídas. Desde muy pequeño, Arreola era conocido por su facilidad para recordar poemas que luego recitaba, no dejaba de deslumbrar recitando a Neruda, a Nervo, a López Velarde. Se cuenta que alguna vez en París, él y otros escritores que habían sido invitados a un evento y no pudiendo encontrar transporte para volver a la embajada de México, decidieron hacerlo a pie, sorteando el laberinto de las calles de una ciudad extraña.  Para esto, Arreola les fue indicando cuadra por cuadra la manera de regresar. Todos estaban sorprendidos. Lo que no sabían era que previo a su visita, Arreola había estudiado los mapas parisinos y se había tomado la molestia aprenderlos calle por calle. Hazaña que en la actualidad sería innecesaria dada la existencia de Google Maps.

Arreola decía que su fuente de inspiración provenía del «del reino de las intuiciones». Según él: «Lo único que vale la pena en la vida es lo que brota en esa zona secreta». Declaración que, dicha en la actualidad, sonaría poco profesional e ingenua, propia de aficionados que se acercan por primera vez a la escritura y que esperan ese momento oportuno para sentarse a escribir. Hagan la prueba: Comenten a un poeta con currículum el tema de la inspiración y  las «intuiciones», les dará un portazo virtual en la cara alegando la preparación académica, el entrenamiento cultural, las lecturas adecuadas y el trabajo duro, sobre todo, el trabajo, tal y como cuando un profesionista afirma categóricamente que él «sí se quemó las pestañas estudiando», para justificar sus altos honorarios. Arreola se veía como un intermediario de algo indefinible: [A los jóvenes] «…les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas que mi boca estuvo gobernada por lo otro. Lo que oí, en un solo instante, a través de la zarza ardiente».  Pienso que Arreola era principalmente cuentista —su única novela es La feria— por las urgencias de su propia vida, por las intermitencias de sus lecturas, por lo azaroso de su condición. Debemos tomar en cuenta que a lo largo de su vida, para sobrevivir desempeñó muchos oficios: encuadernador, impresor, panadero, periodista, mozo de cuerda, cobrador de banco, vendedor ambulante, fabricante de tepache, locutor de radio, criador de gallinas, traductor, corrector de estilo en el Fondo de Cultura Económica,  maestro de trigonometría —de la que no sabía un ápice, todo estaba en el prodigio de su memoria—, actor en la Comedia Francesa, comentarista deportivo…Nos menciona en el prefacio de Confabulario (1952): «No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka».
Arreola elige el cuento como un atajo para revelar sus verdades. El cuento, al ser breve, se compara con la navegación de cabotaje, nunca perdiendo de vista la costa, viajando en una travesía que se acorta. Alguna vez lo expresó de esta manera: «el cuento libera pronto al autor de la regla, de la captura, y eso lo hace salir más rápidamente del trance, maravillo y aniquilador, eso que llaman inspiración». Como un profeta del Antiguo Testamento, el autor buscó revelar ese momento fugaz a través del simbolismo y las parábolas. Como un fabulador, utilizó modelos animales para humanizarlos y modelos humanos para indagar sus características bestiales. Simbolizando en ambas direcciones. Así, un animal puede embestir «en arranque total de filósofo positivista», y el juez McBride tiene las características del mismo animal en un cuento llamado «El rinoceronte». En «Pueblerina» a Don Fulgencio le crecen dos astados y su vida termina pareciendo una corrida de toros, el personaje da cornadas a diestra y siniestra y no falta un valiente que le coloque un par de banderillas, su muerte será otro arrastre de la fiesta brava; mientras que en la estampa de «La hiena» nos dice: «…tiene admiradores y su apostolado no ha sido en vano. Es tal vez el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres». Sus historias están tramadas mediante el uso de la ironía, el bestiario y un alto contenido de sarcasmo. Emmanuel Carballo resume su literatura como: «la ingenuidad que deviene sapiencia, la alusión que se convierte en elusión, el plano vertical que se torna plano oblicuo».

Hay algo de paradójico en la forma en la que Arreola expresa y describe su visión sobre las mujeres. Tiene mucho de extrañamiento y de fascinación que nos otorga la experiencia religiosa. A veces es una simple cosificación, como en «Anuncio», que es la publicidad de una mujer robótica y de plástico, una mujer sintética para satisfacer las necesidades del hombre. Es fácil caer en la interpretación fácil y pensar en un ataque al género femenino, se trata de una crítica social que va dirigida hacia ambas partes de esta guerra de sexos. El hombre es un buscador del placer y ve en las mujeres un objeto, ahí radica la crítica. En sus cuentos se distingue una dualidad que también es antagonismo con el hombre: «Si el hombre es seco, la mujer es húmeda, porque tiene esa condición terrenal, o mejor dicho, telúrica, que tiene que ver con lo coloidal». La historia, la moral religiosa, el régimen patriarcal representan un orden que separa ambos géneros y los coloca en mundos antagónicos, otorgando privilegios a unos, negando a la otra parte, incluso el disfrute de sus cuerpos. La mujer es una invitada en un mundo cuyos valores han sido definidos por los hombres, esta distinción es cultural e impuesta, y es parte de esa recopilación de mitos que nosotros llamamos historia de la literatura. Sequedad por una parte, humedad por la otra. Dualidad un tanto simplista, si se quiere, pero que es fundamental para entender su obra. En esta dicotomía, la mujer es vista como un resumen de la fatalidad, se le asocia con lo oscuro, lo genésico y lo misterioso, también con lo terrible. De ahí los mitos sobre las brujas, que no eran más que mujeres que podían vivir y realizarse fuera del ámbito y la tutela de los hombres. Ese tremendo malentendido que define nuestra relación con las mujeres forma una ola de tensión registrada constantemente en sus relatos. Arreola expresa así ese conflicto que lo marcaría toda la vida: «Llamo aquí la atención sobre el carácter blasfematorio que tienen, en el más religioso sentido de la palabra, mis alusiones procaces, ya que en ella venero la fuente de la última sabiduría, la puerta de reingreso al paraíso perdido», y al citar esta frase no puedo evitar asociarla con una imagen propuesta por Octavio Paz refiriéndose a la mujer en «Cuerpo a la vista»: «Patria de sangre,/ una tierra que conozco y me conoce,/ única patria en la que creo,/ única puerta al infinito». Paz y Arreola eran dos inteligencias que por momentos discurrían en paralelo. Se ha hablado sobre una supuesta misoginia en relación a la manera en la que son vistas las mujeres en su obra, no hay tal. Lo que es posible distinguir es la perplejidad, la noción irremediable del distanciamiento y el deseo de completarse con ellas.

Afirma Carmen Mora en su introducción a Confabulario definitivo (2006) que Arreola basaba sus teorías y su comprensión sobre las mujeres en autores como: Helen Deutch, Simone de Beauvoir, Gina Lombroso y Otto Weninger. Arreola se concebía a sí mismo desde la confrontación con la mujer, pero también, desde la búsqueda hacia su yo complementario que habita en el género opuesto: «Yo me considero un dividido, un arrancado de esa ganga total. […] No concibo al hombre sin ese lecho en que reposa y toma forma, no concibo al hombre sin la confrontación». El binomio hombre y mujer formarían una coincidencia de opuestos que se complementan. Esta relación conflictiva y ambigua entre los géneros da lugar a las múltiples lecturas que se pueden dar a ciertos cuentos como «Una mujer amaestrada». El texto puede manifestar una relación de dominación y de servidumbre, pero ya sabemos que las parábolas arreolianas no se pueden ni se deben tomar de una forma tan literal. En este juego se rompe la relación entre el dominante y el que es dominado. No es posible saber si el amaestrador está ahí por un rol que su misma adoración le impone, o si ella está ahí por un deseo de dominar o ser dominada. Se interrumpe esa serie de sobreentendidos acerca de la relación de poder entre los dos géneros, se trastocan e invierten los valores mediante una serie de simbolismos que quedan abiertos a las interpretaciones. El narrador cae arrodillado como en un éxtasis místico luego de un baile en el que la mujer, ésta termina por verse como un objeto de adoración, como una divinidad.

Escuchar a Arreola, sobre todo escuchar. Antes que nada Arreola era un conversador como lo fue Oscar Wilde, Robert de Montesquiou, o Macedonio Fernández, en este sentido, sacrificaba la escritura por la fugacidad de la plática. Arreola desbordaba, apabullaba y deslumbraba, escribía hablando, había algo de fiesta en sus palabras, de goce por participar en la elevada expresión del lenguaje llevado a las alturas. Eran pocos lo que se podían poner a su medida y estar a su tono. Su sabiduría radicaba en el diálogo, en la forma de improvisar imágenes, en su genio verbal. Ya me parece escucharlo, y digo escuchar por las múltiples entrevistas de televisión, charlas, debates que se quedaron como un eco en nuestra memoria auditiva. Arreola fue convertido en un ícono de la cultura popular debido a su incursión en la televisión, en programas culturales, o bien, como comentarista deportivo para los Juegos Olímpicos, una verdadera rareza si consideramos que la mayoría de la veces —salvo excepciones como Juan Villoro—, la cultura parece no casar con el deporte. Pero ahí estaba, como un invitado peculiar que se había nutrido de los clásicos y llevaba la crítica deportiva a los niveles de la filosofía y de la historia de las ideas. Hablaba tal y como escribía, escribía en los mismos términos de su conversación. Sus textos estaban concebidos para ser leídos en voz alta. Hagan este experimento: lean la entrevista que le hizo Emmanuel Carballo en Protagonistas de la literatura mexicana (1986), luego acompáñenla con esa voz en sus oídos que para estos momentos nos es tan familiar. El resultado es que parece que podemos escucharlo de nuevo. Hay un pase directo de la conversación a la escritura y viceversa, se diría que son lo mismo. Arreola nunca escribió una autobiografía pero nos quedó el milagro de su discurso hablado.

Volviendo al tema de la oralidad, pensemos en Bestiario, fue escrito en 1958 con la urgencia de entregar un volumen a Henrique González Casanova, director general de publicaciones de la UNAM. Pues bien, Bestiario fue un libro conversado y dictado. Se le adelantó el dinero para la escritura de un texto, se fueron acumulando las fechas límites para la entrega y Arreola no daba visos de producir ningún escrito. Cuenta José Emilio Pacheco que como último recurso, se presentó en la casa del cuentista y le dijo: «No hay remedio. Me dicta o me dicta». Fue así como surgió este pequeño volumen, con la urgencia del deadline, corregido al vapor, revisado con el amanuense, un poco improvisando, tal y como en la más antigua tradición oral que dio origen a la literatura. Arreola no se veía a sí mismo como un escritor, tal vez su escritura hubiera sido un subproducto de su actividad mental, de sus lecturas, de su conversación, de su gusto natural por la narración, de la sorpresa ante ciertos hallazgos poéticos que compartía y que le gustaba que le mencionaran para luego incluirlos en su bagaje, y también, de los aforismos. Su visión de la literatura era — lo dice en alguna entrevista que le hizo Fernando del Paso— del tipo plástico. Para Arreola, —descendiente y pariente de artífices, vendedores, comerciantes, orfebres, herreros, campesinos— la palabra sólo es otro material. Habitaba las palabras, se comunicaba con ellas privilegiando la actividad corporal sobre las mismas: «dedos y manos sobre la materia impalpable del lenguaje» —De acuerdo con Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1994), de Fernando del Paso—. Arreola se veía como un artesano. En su labor de escritor y conversador parecía tejer, cardar, entrelazar, otorgar textura, violentar, sacudir, domar la brutalidad de ciertos materiales humildes para reclamar lo que de espíritu pueden otorgarnos.

De vuelta a Zapotlán.


Este año se cumple un centenario de su nacimiento, los diarios y revistas publican sus efemérides, se preparan los homenajes, un nutrido grupo de lectores comienza a descubrirlo. Otros, como quien escribe estas líneas, a revisarlo de nuevo estrenando formas distintas de perplejidad, un poco corrigiendo el vicio de lecturas previas, distraídas y apresuradas. En estos días redescubro sus simbolismos como un ritual, con la urgencia de quien recibe su pan cotidiano en forma de parábola, de relato aleccionador. Regreso siempre al Arreola nuestro de cada día. Vuelvo a leer La feria disfrutando de su polifonía, más cerca de los oídos que de la vista, casi de manera religiosa como si se tratara de otro ritual onomástico. Vuelvo siempre, junto con otros lectores, a Zapotlán El Grande.