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El Blog de Noé Vázquez

martes, 19 de junio de 2018

La respiración intelectual de Ricardo Piglia


Piglia. La respiración intelectual

Por: Noé Vázquez

En la crónica de un partido de soccer narrado en El jardín de las máquinas parlantes (1993) de Alberto Laiseca, con ese lenguaje hecho de elementos del slang de los compadritos acompañado de exageraciones delirantes, uno de los jugadores recibe un golpe bajo que lo deja sin aire para reconocer después lo bueno de que en aquel momento pasara por ahí Ricardo Piglia quien, le da entonces, respiración artificial. Laiseca reconoce en esa pequeña frase la importancia de una novela cuyo oxígeno parece recuperarnos cuando se nos aplasta la dignidad y los árbitros comprados no nos hacen la justicia necesaria. Cuando esto sucede, a la gente le queda la palabra tras el sello de la puerta cerrada en la necesidad de conspirar para el realizar, desde lo vital, es decir, desde lo literario, el peligroso acto de ser personas. 

Llegué a Ricardo Piglia leyendo de manera distraída, y tal vez en la forma equivocada dos textos: Formas breves (1999) y La ciudad ausente (1992). La primera me explicó alguna de las motivaciones del escritor: anecdotario, reflexión, revisión del tema literario, discusión; la segunda me dio para escribir un ensayo bastante entusiasta que lo vinculaba con los escritores de novelas paródicas como Sterne y Rebeláis, y de ahí, saltando a ese filósofo argentino singularísimo, Macedonio Fernández, para después, hacer una comparación con Carlos Fuentes. Pero, tal vez la obra que me desconcertó más fue Respiración artificial, tema que quiero retomar aquí un poco para corregir mis errores como lector. 

Respiración artificial apareció en 1980, en plena dictadura argentina impuesta por el detestable Proceso de Reorganización Nacional que era una junta gobernada por tres militares que asumieron el poder entre 1976 y 1981. Esa junta designó sucesivamente cuatro «presidentes de facto»: Videla, Viola, Galtieri, y Bignone. Lo que debemos entender sobre esta obra radica en el hecho de que fue concebida para ser escrita y leída en silencio, con el peligro de la censura. Cualquier tema resultaba tabú, se vivía en un mundo instaurado por una forma de terrorismo de Estado que veía conspiraciones comunistas por todas partes. Pero, hablar de dictaduras en Argentina por aquel tiempo parecía de lo más natural. Fue Julio Cortázar quien dijo alguna vez: «en la época de la dictadura, es decir, cuando usted guste y mande». Aunque tal vez lo dicho sea una exageración, también se intercalaban gobiernos populares no necesariamente dictatoriales, la ley del péndulo en la historia de cualquier país. Lo que pasó a partir de 1976 se recuerda como una especie de «solución final» que acabaría con toda forma de disidencia, aunque fuera mínima. Esos fueron los años amargos del autor, el golpe bajo de cualquier partido de soccer. Fue esta idea fija, constante sobre la represión vivida (lo que condujo a la desaparición forzada de miles de ciudadanos argentinos) la que se quedó fosilizada en muchos textos piglianos donde abundan la enunciación del misterio, la paranoia y la sospecha constante, en esas obras, la presencia del detective se vuelve fundamental. 

Para describir un laberinto (la inquietud y confusión ante lo real, y la fascinación ante el trasfondo que tiene todo acto), a veces es necesario enunciar otro, y este consiste en una novela hecha como un conjunto de cajas chinas, una superposición de planos espacio temporales. Se cruza la perspectiva de los personajes desde sus distintos emplazamientos y sus tiempos particulares. La novela tiene dos partes, una que es epistolar, y otra que está construida con digresiones de los personajes. En Respiración artificial, Piglia imagina a un protagonista, Emilio Renzi, historiador, investigador, detective, crítico, agente infiltrado ante el autor, trasunto del novelista y todos los anteriores; que intercambia misivas con otro investigador, que también es su tío, Marcelo Maggi, que reconstruye con cierta documentación la vida de un personaje histórico durante la dictadura de Rosas, Enrique Ossorio, que proyecta una autobiografía y una novela donde existirá documentación del futuro 1979. Ossorio dice en sus cartas que recibe correspondencia del porvenir. Maggi imagina a Ossorio desde otro exilio en Nueva York, piensa en sus cartas. Renzi ha escrito una novela bastante modesta e inexacta sobre Ossorio y recibe noticia de las equivocaciones de su obra, es necesario revisarla. Así empieza el intercambio epistolar entre Renzi y su tío que vive en Concordia, y es amigo de Tardevsky un polaco inmigrante y discípulo de Wittgenstein. 

La segunda parte de la novela está hecha con un esquema de novela de pensamiento. Se debate constantemente, abunda el anecdotario y los diálogos. Estos refieren a un personaje narrando que conduce a otro y éste, a uno más. Otra vez, el andamiaje de cajas chinas o muñecas rusas en un sistema de desviaciones constantes. Así, un diálogo modelo sería con un esquema parecido a este: Dice Renzi que le contó Tardevsky que le mencionó Marconi que aquella mujer le confesó que alguien le dijo que…El hilo de las historias parece una carrera de relevos que va de un relato a otro. 

La novela propone un lenguaje como un código, un disfraz, pero también, la obstrucción de un signo ominoso: las ficciones privadas contra las ficciones públicas; el lenguaje delirante, estrambótico, a veces desaliñado y otras veces intelectual como un sistema de oposición hacia las monotonías del lenguaje acartonado y patriotero del orden dominante. Los diálogos entre Renzi y Tardevsky son simbólicos. Tardevsky hablará de su teoría sobre Kafka y el nazismo: El discípulo de Wittgenstein, a través de un trabajo de investigación ubica a Hitler saliendo misteriosamente de Viena, en esta teoría se sitúa a Kafka y Hitler en una conversación en el café Arcos, en Praga en 1910. Los símbolos son importantes: Tardevsky, influenciado por el Tractatus, que concibe la relación entre el lenguaje y las tramas de la realidad, habla con Emilio Renzi sobre Kafka, el escritor obsesionado con la incomprensibilidad del mundo y que anticipó la burocracia laberíntica e interminable del estado soviético, el silencio del gobierno frente al individuo, la impotencia y la soledad individual frente a cualquier entorno que parece aplastarnos y reducirnos. Kafka, como escritor se hace pequeño, indeseable, insignificante al igual que sus personajes, pero es él es quien anticipa el nazismo y la condición de desamparo de un pueblo entero. No lo sabe, intuye la noche de esos tiempos en las calles de Praga. Es debido a Kafka que el vendedor de castañas de la Plaza de San Wenceslao tiene para nosotros, esa figura tan triste, y que parezca vivir en una ciudad oscura, fría y cubierta del hollín de los crematorios de Auschwitz, humo de chimeneas reales viajando al ficticio mundo kafkiano. El pasado y la anticipación en un escritor que percibe, como un soplo gélido, la malignidad del estado totalitario, alemán, argentino. 

El castigo a la palabra, la ruptura y conversión en metáfora lo vemos, por tomar uno de los momentos de la novela, en esta frase: 

«Los tiempos han cambiado, las palabras se pierden cada vez con mayor facilidad, uno puede verlas flotar en el agua de la historia, hundirse, volver a aparecer, entreveradas en los camalotes de la corriente». 

Inconfundible la referencia borgeana sobre los «camalotes de la corriente zaina» que leemos en «Fundación mítica de Buenos Aires». La apropiación de estos elementos en un lenguaje paródico que le hace decir a uno de los personajes: «Nos tocaron, como todos los hombres, malos tiempos en qué vivir». Pero estas apropiaciones tienen su sustento y su lógica. En la primera parte de la novela se rescatan los paradigmas de la cultura literaria argentina a través del recurso de reciclar ciertos temas comunes. La segunda parte, en sus diálogos, será, entre otras cosas, una recapitulación: la genealogía literaria e intelectual que Piglia propone en sus diálogos entre Renzi, Maggi, Tardevsky y Marconi también opera como un ensayo que da cuenta de un linaje marcado por nombres, rupturas, revisiones y estaciones de paso: Hernández, Sarmiento, Lugones, Martínez Estrada, Fernández, Borges, Güiraldes, Arlt, Marechal, Mallea, Mújica Láinez. La misma novela de Piglia, en el momento de su escritura, ya se sabe heredera y continuadora de este viaje, de este debate. 

Piglia, heredero de Borges, se da cuenta de que los laberintos son más inmediatos de lo que pensamos y en estos, es necesario, primero, saber que estamos perdidos y en su caso, no sofocarse. La historia de las naciones es un thriller intelectual, la inteligencia del filósofo es una herramienta para aprehender los símbolos ocultos de la trama policíaca de la historia, la ficción es una forma poner en evidencia la novela negra de nuestro entorno, la novela es un medio de trenzar esa urdimbre que vincula el pasado con la utopía del individuo frente a la tensión de la realidad, el detective es un filósofo y un historiador, a veces ambos. Narrar, para Piglia, es «narrar en un ritmo, en una respiración del lenguaje». La historia es un laberinto borgeano, la novela, es otro, y al final, la idea es no quedarnos sin aire. 



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miércoles, 23 de noviembre de 2016

Joyce, Piglia y el lenguaje




Por: Noé Vázquez.

Somos una mera cuestión de probabilidad, un resultado de ciertas permutaciones, de ciertas matemáticas, la Humanidad es un milagro, una feliz conjunción. También podemos decir que todo libro es posible, solo hay que darle su tiempo y su espacio. Pensando en probabilidades descubrí una enunciación muy conocida respecto a esto que viene del «teorema del mono infinito» planteado por primera vez por Bórel-Cantelli, en este se afirma que un mono inmortal tecleando un máquina de escribir por un tiempo infinito podría producir finalmente cualquier texto dado, la probabilidad es mínima, claro está, pero decir que algo es muy poco probable equivale un poco a decir que algo (como teclear Hamlet) es extremadamente improbable y aun así, es más improbable que las leyes de la estadística sean violadas.

Creo que todos hemos visto repetida esa idea, la de producir una obra punto por punto, palabra por palabra, coma por coma, también en Borges (sí, una vez más), en Pierre Menard autor del Quijote (Ficciones, 1944), el personaje principal logra escribir letra por letra esa obra cervantina como resultado de una investigación filosófica. He leído ese texto borgeano una y otra vez sin agotarlo, en él, la reescritura del Quijote será el resultado de esa investigación, perdiendo las etapas intermedias, que para un filósofo tradicional viene a ser una serie de volúmenes en la que se relata el proceso. En La biblioteca de Babel, la existencia de un libro está relacionada con el mero arte combinatorio, con la enunciación automática de su posibilidad: ahí, en esos tomos se encontrará en todos los idiomas nuestra historia personal y la historia del cosmos, «la relación verídica de tu muerte» (La biblioteca de Babel). Si todo libro es posible, también se nos enseña que todo lenguaje es convencional y, como afirma Roland Barthes, que toda palabra es catalizable con el contexto en el que se desenvuelve. Cada palabra es signo y garabato, conocimiento y caos a un tiempo. Todo lenguaje es invención de los interlocutores, en su intercambio de códigos, en la semántica, en el momento de la escritura o del habla. Borges, en La biblioteca de Babel parece advertirlo de súbito y hace la siguiente pregunta:

«Tú que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?»

Como todo libro es posible, la biblioteca babélica engendra el cuento borgeano que leemos, las novelas de Ricardo Piglia, el Ulises de Joyce, el texto que escribo en este momento, una sucesión de signos sin ningún significado, la misma sucesión de signos entendidos en un lenguaje (y luego en otro, y en otro), todo lo mencionado arriba convertido en un simple mamotreto escrito en una lengua aun desconocida, los mismos textos mencionados que refieren una historia terrible e indeseable para mencionar, lo enumerado que refiere una historia feliz y agradable, lo desconocido de lo desconocido de estas líneas…

Decidí mencionar a Piglia porque él sabe algo de esto, en La ciudad ausente (1992), se advierte una serie de reflexiones sobre el lenguaje, esto me hizo recapacitar sobre la obra joyceana y su importancia en la literatura contemporánea, en esta novela, Piglia hace aparecer como un guiño de ojo, el nombre de la hija alienada de James Joyce por medio una leyenda en un muro: «Viva Lucía Joyce»; como yo espero que muchos sepan, la hija de Joyce padecía de esquizofrenia, las etapas de su enfermedad parecen haberse petrificado en la imaginación de Piglia, y como algunos dicen, en los arrebatos verbales del Ulises. En el arte novelístico de Piglia la ciudad de Buenos Aires es engendrada en la telaraña de un sueño de palabras dichas por una máquina que habla, que trama sus historias en competencia y antagonismo con las verdades y las ficciones de un Estado totalitario, una Sherezada mecánica inventada por Macedonio Fernández para perpetuar a su esposa muerta Elena Obieta, o Elena Bellamuerte. La narradora es una simple metáfora de nuestra realidad: un conjunto de ruidos, de señas, de lenguajes, una Babel confusa que pierde a sus habitantes en el delirio. Parece que todo es lenguaje, lo que se expresa en espacios, en sonidos, en formas, en la misma ciudad que habitamos, en los pormenores de nuestra civilización. La hija de Joyce que aparece como un grafiti en esa ciudad dickiana y caótica refiere y refleja la confusión que heredamos; Joyce sobrevive en su obra, trata de ordenar el caos del lenguaje; su hija se ahoga en un delirio de palabras. El hilo conductor de la esquizofrenia verbal es retomado por Piglia, quien funde y asocia esta locura con sus propias mitologías, pensemos por ejemplo, en el cuento La loca y el relato del crimen que aparece en su colección de relatos Prisión perpetua (1988), historia que está basada en la comprensión de la psicosis del lenguaje para la resolución de una investigación criminal.

En La ciudad ausente, una de las premisas es que la palabra y las historias tramadas pueden engendrar la realidad. Lo que conocemos como «realidad» es una construcción muchas veces creada por los medios de comunicación, se privilegia la percepción o la apariencia de las cosas sobre la «verdad» o «realidad verdadera» de una serie de eventos. El universo engendrado es verbal, como en la misma premisa de Wittgenstein para quien se delimitan los alcances de nuestra percepción de lo real con los marcos de los límites de nuestro pensamiento expresado en palabras, la relación del lenguaje con la realidad alcanza niveles de intimidad que también son expresados en Joyce, pero el lenguaje tiene sus límites. Una premisa muy básica sobre la lógica es que la mayor parte de las cosas que sabemos sobre el mundo provienen de testimonios humanos, y esta relación con la realidad proviene del discurso. Así, para Wittgenstein, el lenguaje es mundo y de alguna manera «estamos en el lenguaje», el lenguaje nos consiste en la medida en que reflexionamos sobre las cosas que nos rodean. Esa carga privada y condensada que tienen las palabras en su significación es parte de la técnica de Joyce y que Piglia reconoce al atribuir al lenguaje el carácter de personalidad y paisaje en su narrativa. Alguien alguna vez mencionó que las «etimologías son el psicoanálisis de las palabras», digamos que su historia privada, Joyce llevará las palabras al diván para que cuenten sus relatos.

Reflexionando sobre esto, la lengua hablada, escrita, inventada, entrecruzada es la seña de nuestro paso por la cultura, celebra en su intercambio la universalidad de lo que somos, relación de hechos de nuestro diálogo con el pasado, las palabras traen en sí mismas la impronta de sus viajes, de sus arduos peregrinajes, de los países visitados, y todo esto pretende converger en un solo día, el 16 de junio de 1904, el día al que se refiere la novela de James Joyce, Ulises. Esta novela, notable por su extensión, refiere una conjunción que trata de agotar los pormenores del sueño de la palabra escrita y hablada en la cultura de ese momento. Estamos en Dublín, que por el momento será el centro del universo. Ese día, Leopold Bloom, pasará por ese sendero que nos refleja a todos: el arte, la evolución del lenguaje; la narración de su desplazamiento por la ciudad será la fotografía del mundo en ese momento convertido en palabra. Ulises revela una intención de saqueo y acopio de la tradición, y también, una necesidad de recuperación. Joyce hace eco de la premisa de que el arte puede y debe reflejarlo todo sin limitaciones, sin ser morboso. En esta obra vemos el lenguaje como urgencia de referir los pormenores del mundo en el tráfago de las personas y en el tumulto de la ciudad. En Ulises se condensa el universo lingüístico del inglés en sus distintos estilos y manifestaciones: poesía, formas arcaicas de la lengua, dramaturgia, lenguaje periodístico, lenguaje satírico, homenajes, plagios, chistes privados, ensayos, enumeraciones triviales, monólogos, textos filosóficos, pequeños tratados. Ulises es conjunción y confluencia, entrecruzamientos constantes. Según Dietrich Schwanitz, en su generoso libro sobre la importancia del saber cultural La cultura, lo que hay que saber (2002), «…Joyce quiere recordarnos que nuestra cultura es un país atravesado y bañado por dos ríos: uno de ellos nace en Israel, el otro en Grecia. Y los ríos son dos textos fundamentales que alimentan nuestra cultura con ricas historias…»

De esa forma, hay ríos que consagran la memoria. Hay malicia en los nombres,  Bloom es el verbo florecer, que se asocia con brotar, surgir, proliferar, abundar; pero también pienso en la raíz latina aperire de donde viene «abrir» que se relaciona con el brote de las flores en Europa y que la cultura latina lo ubica en la primavera. De esa manera, el lenguaje en Ulises florece, pero también, es correcto decir que se desborda en sus afluentes como en una crecida para ser un rumor que estalla en los oídos. Es nuestro ruido como civilización, como humanidad. Ulises actúa como un centro de gravedad o polo magnético. El monólogo de Molly Bloom, la permisiva esposa de Leopold, funciona en la estructura de la novela como un símbolo de la fecundidad y de la atracción: es Innana, Astarté, Afrodita, fertilidad e impulso en estado puro, automatismo que navega las aguas de un psiquismo inconsciente, la fuerza de la crecida que habrá de inundarlo todo para volver a florecer.

El ensayo de Edmund Wilson titulado James Joyce (1931) representa una de tantas maneras en la que la crítica puede lograr que el gran público se interese por una obra que está más allá de los prejuicios o de las trampas de la moralidad que la censuraron y provocaron cierta controversia luego de la aparición de la novela en Estados Unidos. Wilson explica la obra de Joyce, en lo particular, el Ulises, cuya estructura parece no tener un parangón en la literatura hecha anteriormente, o una referencia hacia la cual atenerse o dirigirse, descubre sus características que la vuelven innovadora, Wilson es una especie de «lector de muestra» (término que se lo debo al blog de Gerardo Lino), su nivel de lectura alcanza a descubrir el valor artístico de la obra, extrae la esencia de la misma para desprejuiciar a sus futuros lectores. Wilson nos demuestra que el crítico no necesariamente debe ser un censor especializado en descubrir fallos o erratas, o un erudito capaz de sepultar una obra en una interpretación ininteligible construida con una jerga especializada y sacada del ámbito de la lingüística que al simple curioso o lector común le parece soporífera. Si Ulises fue en su momento una impostura que inició la Edad del Caos, Wilson contribuyó a familiarizarnos con ella.



Lo que Wilson descubre en su ensayo con respecto a Joyce tiene un poco que ver con Piglia. Veamos, él reconoce esa «carga privada» que Joyce le otorga a las palabras, hay algo de onírico e inconsciente en ellas, se confunden con el sueño, se convulsionan sus significados y adquieren «otra realidad». Este elemento privado y psicológico de las palabras lo vemos también en La ciudad ausente, en ese universo onírico-dickiano-paranoide, Macedonio Fernández ayudará a inventar la máquina parlante con la premisa de omitir aquellas palabras cuya carga de significados refieran a la fallecida Elena Bellamuerte, ahí es donde descubre los llamados «nudos blancos», que son una especie de núcleos verbales, más tarde, a través de un universo de palabras, Macedonio buscará la forma de engendrar un mundo en donde exista la esposa desaparecida, revivirla con la pura fuerza del lenguaje; las palabras destruyen el mundo pero también, con sus variaciones, con sus permutaciones y combinaciones, es dable engendrarlo de nuevo. Sí, otra vez Borges, quien retoma el conocimiento de la cábala para revelarlo en sus cuentos. Hablar es reproducir la realidad, pero también, en el caso de Joyce, ir hacia el «psicoanálisis de las palabras» a través del lenguaje de los sueños. Para Wilson, Joyce se beneficia de Freud, reconoce la importancia de los estados oníricos del lenguaje y de las «palabras híbridas»:

«Nos hallamos bajo el nivel de los lenguajes específicos, en la región donde surgen todos los lenguajes y donde tienen su origen todos los impulsos motores de la acción»

En Ulises, esa necesidad de referir y nombrar condujo a Carl Gustav Jung a considerar la obra como un impulso «que lleva al lenguaje a los límites de la patología, de una especie de esquizofrenia verbal monstruosa» (¿Quién es Ulises?, 1932). En esta famosa carta, un poco estudio y ensayo, Jung habla de la obra de Joyce desde la molestia y el escepticismo, pasando al desconcierto, para culminar con una especie de vindicación crítica de la misma obra. Para Jung, Joyce es un «profeta negativo» y su obra, Ulises, es una novela que no dice nada, sino que más bien es «un objeto de arte que actúa, que incide». Jung también descubre en la obra un «alma colectiva» y un «yo voluminoso». Para Jung, Joyce es más «sinfónico que narrativo», hay un dejo de decepción en las palabras de su ensayo. Edmund Wilson, mucho más agudo en la percepción de la obra descubre sus misterios, afirma que lo que Joyce realiza (y aquí radica su cualidad de innovador) es traspasar técnicas del simbolismo: monólogos interiores en medio de escenas realistas. Es decir, el método joyceano será:

«…hacer de cada uno de los episodios una unidad independiente que mezclará las distintas series de elementos de cada cual – las mentes de los personajes, el lugar donde se hallan, el ambiente que los rodea, la sensación del momento del día–».

Los escenarios del Ulises son esa conjunción que funde psicología con paisaje a un nivel de intimidad no visto antes; otra cualidad por la que ha sido reconocido es la de asociar una especie de temporalidad interior con una suerte de tiempo psicológico. Se dice que esa técnica la había tomado del filósofo Henri Bergson, quien también influenció a Proust.

La obra de Ricardo Piglia de alguna manera recupera el legado de Joyce, lo hace constantemente en sus novelas y ensayos, aporta una interpretación que incluye la valoración del lenguaje como engendrador de realidades, como mecanismo de ficcionalización, de generador de utopías (basta decir un «te amo» a alguien y construimos un mundo). Lo vemos en esa serie de símbolos relacionados con La Isla del Lenguaje o la Isla del Finnegans, una de las ficciones engendradas aleatoriamente por la Sherezada mecánica de Macedonio. Como todo lenguaje es convencional, en esa Isla se hablan indistintamente varias lenguas, dependiendo del día, así, una declaración de amor dicha en un lenguaje, será una declaración de odio dicha en otro. La importancia de la novelística pigliana radica en su intento de hacer confluir tanto el estigma borgeano, como las formulaciones de Wittgenstein y el legado joyceano. Si el lenguaje puede mentir, para Piglia, la multiplicación del lenguaje y su convulsión creará una fisura que destronará el imperio de las ficciones del Estado, se desvanece la ilusión de lo real cimentado en la retórica del poder en turno. Si cada palabra ha sido algo distinto en el pasado o ha representado una realidad distinta, saberlo de alguna manera vulnera la presentaneidad que tenemos y padecemos al «consistir dentro del lenguaje».    


PARA SABER MÁS:

Barthes, Roland. El grado cero de la escritura. Ed. Alianza Editorial. Madrid. 2011.
Borges, Jorge Luis. Ficciones. Coll. El libro de bolsillo. Ed. Alianza Editorial. Madrid. 1982. 
Joyce, James. Ulises. Ed. Lumen. Barcelona. 1972.
Piglia, Ricardo. La ciudad ausente. Coll. Narrativas Hispánicas. Ed. Anagrama. 1992.
Piglia, Ricardo. Prisión perpetua. Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 1988.
Schwanitz, Dietrich. La cultura, todo lo que hay que saber. Ed. Taurus. Madrid. 2002.
Wilson, Edmund. James Joyce. Penguin Random House. Grupo Editorial. España. 2003.

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martes, 31 de mayo de 2016

A propósito de Bartlebly




Por: Noé Vázquez.

Partiendo de la idea expresada por Borges de que el cuento Bartleby, the Scrivener. A Story of Wall Street, prefigura a Kafka pensemos en algunos similitudes con los personajes kafkianos, entre lo absurdo y lo inverosímil de los personajes de Kafka nos encontramos con la profunda soledad de éstos, la casi ausencia de identidad, la reducción de su nombre a su mínima expresión, la ausencia de antecedentes de los mismos. El personaje kafkiano se presenta como venido de ninguna parte, su falta de antecedentes lo vuelve casi anónimo. Pero persisten, no se rinden, son una presencia que parece contraponerse a los escenarios absurdos que los rodean. K. nunca deja de buscar la forma de encontrarse con el Señor del Castillo, sitio donde ha sido contratado como agrimensor; Joseph K en El proceso jamás abandona la esperanza de encontrar alguna luz sobre el juicio que se le sigue. El personaje de Melville se presenta cierto día a la Oficina Legal donde habrá de laborar. El narrador nos advierte sobre lo innecesario de cualquier indagación sobre la vida del mismo, la información es exigua y poco veraz. Todo es “nebuloso rumor”, y ya la misma palabra “rumor” nos remite al ruido desde su raíz latina, que no es más que la imagen de la opacidad, de la bruma que hay en toda información que no puede ser apresada. Si algún día llegamos a saber algo sobre Bartleby, será by the graveyard. Melville se asegura de mantener siempre la ambigüedad de la historia, tal vez con el propósito de concebirla como una simple interrogante. 

Así, el amanuense Bartleby se presenta al narrador quien advierte las características del contratado: “Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!”. Al fin y al cabo un individuo silencioso y casi etéreo que nos remite a cierto personaje de Dostoiesvsky, el príncipe Mishkin, de la novela El príncipe idiota, un joven que parece minimizarse y negarse hasta los niveles del absurdo, su condición parece reducirlo ante los demás y ser un simple objeto de las fuerzas que le rodean. Los personajes kafkianos contraponen su insignificancia a un mundo incomprensible e inefable gobernado por leyes oscuras. No es posible comunicarse directamente con el Señor del Castillo, al final se le dirá al futuro agrimensor que en realidad jamás buscaron tener un agrimensor ahí, lo cual sólo ahonda el misterio. Tampoco Joseph K logra comunicarse con los jueces anónimos y ocultos que dirigen su proceso. El personaje de Bartleby empieza a laborar como escribiente, al principio todo parece ir bien, pero gradualmente el narrador advierte que el escribiente se resiste a realizar tareas más allá de lo indispensable con el argumento de que “prefiere no hacerlo”. Esta apatía lleva al narrador a los límites de la exasperación. Con el tiempo el narrador, que es el agregado de la Suprema Corte y cuyo trabajo es realizar copias de legajos busca la manera de conservar a Bartleby a pesar de su aparente falta de interés por el trabajo. 

Es poco probable que Kafka conociera el texto de Melville para recibir un influjo del mismo. A veces ciertas intuiciones sólo se presentan en individuos distintos, como ideas que parecen transmigrar. Por poner un ejemplo: contra aquellos que veían en Faulkner las huellas de la escuela psicoanalítica de Freud, aquel se defendía diciendo que a Freud nunca lo había leído pero que, en su descargo “Shakespeare nunca lo leyó, Hermann Melville tampoco lo leyó y dudo mucho que Moby Dick lo haya leído”. Si pensamos en el individuo kafkiano, éste se ha empequeñecido frente a las formas insondables del mundo y nos señala con su incertidumbre el sitio inmenso e incesante donde se da cita toda forma de incomprensión y de soledad. Cada hombre, se dice, está sólo frente al Universo, pero nunca más solo que en esos mundos de Kafka quien pudo haber heredado esa sensación de aislamiento como una tradición o atavismo de los judíos. Un sentimiento de abandono frente a un Dios que los dejó morir de hambre en el guetto como los perros de Constantinopla, y que una y otra vez no los rescató de los progroms constantes o de la expulsión de los países donde habían logrado medrar. Bartleby, durante el curso de la narración siempre está solo, su trabajo es impecable pero se niega a hacer más, ante cada petición de su empleador continúa con la misma letanía ya acostumbrada: “Preferiría no hacerlo”. La resistencia pasiva de Bartleby conmueve al narrador quien a lo largo de la historia busca justificar los actos del escribiente. Bartleby insiste en hacer determinadas tareas pero omitir otras sin dar ninguna explicación; con el tiempo, incluso deja de escribir. El agregado de la Suprema Corte hará hasta lo imposible por deshacerse de él. Bartleby sigue empeñado en visitar la Oficina y permanecer todo el tiempo ahí, inclusive los domingos. La persistencia de Bartleby, un hombre frugal al que no se le conocen amigos, vicios, distracciones o pasatiempos, hace que el dueño de la Oficina tenga que trasladar la misma a otro sitio para deshacerse de su propio empleado, quien se queda impasible en las escaleras de la misma. Con el tiempo viene la calma. Pero el narrador se da cuenta de que los nuevos inquilinos de la Oficina se han encontrado con un individuo que acostumbra decir que “preferiría no hacer” lo que se le ordena. El ciclo se repite. Lo despiden, Bartleby se niega a abandonar el edificio, se queda impasible en las escaleras, el personaje terminará sus días en la cárcel bajo los cargos de vagancia. El narrador prefiere no seguir hablando, dice, casi sesgadamente que se negó a comer y que falleció por inanición, él mismo le cierra los ojos. Lo mató su apatía, su inmovilidad, su tristeza. 


Quienes prefiguran algo lanzan hipótesis, se anticipan, suponen. Kafka anticipó la insignificancia de los individuos en los regímenes totalitarios del siglo XX. Esa cancelación de la singularidad y la unicidad humana también la veía Alfonso Reyes: “cuando volvamos a ser hormigas, incapaces del individuo, incapaces del arte y del espíritu”. Thomas Mann prefigura un destino terrible para Europa y esto es algo que se ve claramente en su obra La montaña mágica; Stefan Zweig, en la década de los treinta del siglo pasado ya veía venir la destrucción, huye de Europa, y completamente desesperanzado se suicidaría en Brasil; en los cafés de Viena durante el imperio austro-húngaro ya se escuchaba el rumor de una gran guerra. Algunos ubican novelescamente a Kafka y a Hitler en la misma ciudad (Praga, 1909) y frecuentando los mismos cafés (Ricardo Piglia en Respiración artificial), y van más allá diciendo que uno influyó en el otro. Suposiciones, rumores, hipótesis. Elucubraciones que no carecen de lógica. El filósofo Henri Bergson decide no convertirse al catolicismo por una razón que le parece justa: quiere estar del lado de los que habrán de ser vencidos ¿Cómo lo sabe? No lo sabe, lo intuye, se adelanta a los hechos que la Historia habrá de validar. Bartleby, una obra de 1856, ya parece anticipar el individuo kafkiano que ya es el hombre modesto, silencioso, pasivo e insignificante enfrentado a las oscuras potestades de los gobiernos totalitarios como el del nazismo. 

Lo inefable gobierna el mundo kakfiano, el ogro en forma de Estado policiaco, o de organización secreta. Los personajes kafkianos ya parecen vivir las purgas estalinistas y la burocracia interminable y eternizada, los gobiernos dictatoriales, la estupidez que supone la cancelación de toda iniciativa individual. En este mundo distinguimos leyes no escritas, vagas, no expresadas y mudables. La soledad trae aparejada la incomunicación. Hay un mutismo expresado por los Señores del Castillo que se refleja en esos edificios públicos de construcción maximalista como bestias gigantes destinadas a mostrarnos qué tan pequeños somos. Carentes de vida, intimidantes, se parecen a esas construcciones absurdas que aparecen en el cuento de Borges, El inmortal. Lo terrible de una construcción así es que es una creación humana. Nos dice que algo se nos quedó en el camino mientras perseguíamos sueños de progreso. Goya diría que “el sueño de la razón engendra monstruos” y mientras caminamos por los pasillos de esas construcciones grises y frías, (hospitales u oficinas de gobierno) en nuestro interior (que nos recuerda que nuestra soledad y miedo es lo único que cuenta) somos en ese momento Josef K., Gregorio Samsa, K. o cualquier alter ego o trasunto de esa conciencia personal y luego universal que (centrípetamente) se sabe insignificante ante un mundo que no comprende. ¿Habrá pensado Melville en eso? No lo creo. Sin embargo no lo sabemos.


Otro rumor, dentro de los rumores alrededor de Bartleby, referido por el narrador. Antes de llegar la Oficina del agregado de la Suprema Corte, Bartleby había trabajado en la Oficina de Cartas Muertas de Washington. Este oficio consistía en clasificar cartas que ya no llegarían a su destinatario por la ausencia o muerte de éste. El narrador se pregunta: 

“¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Concebid a un hombre por naturaleza propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas?”

Cartas de amor dirigidas a la indiferencia sorda del destinatario que ya no está para recibirlas o que no quiere hacerlo. Cartas sin una contraparte real, viva, en la cual puedan “realizarse” como mensajes vitales. Cartas que nombran separaciones, infinitas distancias entre un ser humano y otro. Quemar cartas es semejante a quemar personas, ese sencillo acto sólo consolida la incomunicación perpetua y el drama de toda ausencia. Imaginamos el narrador y nosotros ese vacío eterno y fulminante en esos mensajes. Cada individuo expresa con su sola existencia una carta de amor hacía todo aquello que lo rodea como una forma de indicar que es bueno estar vivo, que siempre habrá esperanzas para todo. Cartas, al fin, que parecen personas con la impronta de un anhelo cancelado, al fin y destinado al fuego para su destrucción. Nuestros actos marcan una despedida constante hacia los demás, no cesamos de hacerlo, de enviar el mensaje de que tal vez ésta no sea la última vez que nos veamos, que ya habrá otros momentos, otras oportunidades. Nada tan duro como aquella frase: “No nos volveremos a ver” que ya anticipa la muerte. En el siglo XX, más que humo de cartas quemadas en el horno por un empleado subalterno, vimos el humo de las chimeneas de Auschwitz. También sabemos del vacío que existe entre los demás y nosotros, y nuestra irremediable incomunicación. Este silencio, expresado también en Kafka, parece aglutinarse como una alegoría en el personaje de Bartleby, “pulcro”, “decente”, pero también “desolado”. En el personaje se condensa el aislamiento y la infelicidad, la inmovilidad y la pesadumbre, la melancolía y la indiferencia. Bartleby se conforma con un trabajo monótono, carece de ambiciones y tiende a la inacción. Pero también sabe que todo esfuerzo más allá de lo indispensable es fútil. Como el personaje kafkiano se vuelve insignificante. Pero en Bartleby se resume ese sentimiento de abandono al que el orden externo nos ha sometido.

Los personajes kafkianos poseen una resistencia pasiva, pero esta resistencia está muy lejos de ser tan nihilista como la de Bartleby a quien la inercia lo convierte casi en un objeto portátil al que hay que trasladar de un lado a otro porque ya no cumple la función social a la que supuestamente está designado, de esa forma, es conducido a la prisión. En Kafka vemos una obstinación ingenua y esperanzada. Cuando en La metamorfosis Gregorio Samsa o el insecto en el que se ha convertido muere, su despojo es barrido como simple basura de la casa, sin embargo, hasta el último momento parece seguir con sus preocupaciones habituales sobre el dinero, o sobre las clases de violín que le está pagando a su hermana. En el cuento Ante la ley el personaje que espera en la Puerta resiste hasta el final, jamás abandona su puesto; en otra historia El artista del hambre el ayunador persiste en su idea de ser admirado por su manera de resistirse a la comida, aún cuando lo están retirando de su jaula para confundirlo con la paja y ser barrido completamente para que su espacio sea ocupado por una pantera. La pasividad de Bartleby parece ser completamente indiferente, no falta quien ve cinismo en su conducta. Quiere vindicar su necesidad de fracaso, de autolimitación, de inacción eterna. Su actitud es un rotundo No a todo cuanto le rodea, inclusive a sí mismo. 


Para Melville, no había mucho que decir acerca de Bartleby, no hay una declaración de intenciones respecto a su personaje, lo deja huérfano de padre y sólo se conforma con decir: “publíquenlo por separado”. El autor señala esa ambigüedad con frases como “se podrían decir muchas cosas acerca de Bartleby” como una forma de sacar de sus casillas a los lectores y aprisionarlos en una dinámica de suposiciones, de rumores, de especulaciones sin fin. Bartleby podría escribirse con minúsculas como un sustantivo y decir que fulano de tal es un simple bartleby porque es incompetente, no habla, pasa su tiempo en inextricables ensoñaciones, es la burla de todos, es torpe, de habla lenta y poco fluida, su pasividad es exasperante, trabaja poco y desde hace tiempo se ha convertido en un estorbo. Después de todo, la palabra se parece mucho término del argot “bartolo” que indica a un individuo de naturaleza pasiva y torpe; pero también se parece a “bártulos” que son los enseres y bultos que se llevan de un lado a otro casi como un estorbo. Para Borges, Kafka “arrojaba una luz ulterior sobre la obra de Melville”. Pensándolo bien, nunca sabremos quién es Bartleby.



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