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El Blog de Noé Vázquez

martes, 24 de noviembre de 2020

«Apócrifa. Libro blanco». Hacia una teoría del tiempo






Hace algunos meses, presenté una reseña de Apócrifa. Libro Negro, de Rafael Villegas, me enfoqué en el concepto de ucronía, en la idea de una versión alternativa y falsaria de cada historia, tal y como el universo el dickiano presentado en El hombre del castillo o la novela de Philip Roth La conjura contra América. Apócrifa. Libro Blanco (Paraíso Perdido, 2017) del mismo autor, nos ofrece otra faceta de la temporalidad, complementaria al primer libro y también, ucrónica. Existe en sus narraciones un espectro muy amplio de temas y formas: una teogonía de bolsillo («Acantilado») que describe las relaciones entre el espíritu, los recuerdos, el destino del hombre; alguna historia de vampiros («Influencia»); una fantasía delirante relacionada con la Navidad («Son los papás»); un monólogo de diván de siquiatra donde una mujer describe lo profético que se puede encontrar en las cintas de casete o la rareza de los eventos descritos en periódicos antiguos, tal y como lo narrado en «Ciudad que termina»; una fantasía astronómica, científico-filosófica sobre el paralaje solar por parte del astrónomo Bulnes («Paralaje»); una narración legendaria sobre la vida de Blind Willie Johnson («Oscura la noche, fría la tierra»); una fantasía científica y alucinatoria sobre extraterrestres y la conquista de otro planeta («Louisiana»).



«Acantilado», el cuento que abre el volumen, es un poco una teogonía y una cosmología de bolsillo, una teoría instantánea sobre el cosmos y las fuerzas que lo forman y lo hacen funcionar. No sorprende que abra los textos del volumen porque va a operar como una declaración de intenciones sobre la manera de concebir sus historias. En su teogonía particular, conceptos como Sueño, Espíritu, Buena Tierra, son abstracciones pero también son identidades. En esta visión del universo todo inicia con el Sueño, que para Villegas es el cuento del Tiempo. En esta mitología, éste semeja un ovillo que se deshace poco a poco, en ocasiones es cíclico, otras veces transcurre en varias líneas paralelas que se entrecruzan.

Mientras leía el volumen Apócrifa. Libro blanco, la idea que me perturbaba era que, de alguna manera, un escritor como Rafael Villegas en su cuentística busca una forma de torcer el enfoque normal que el lector tiene sobre lo que debe ser una historia, no sólo eso, también conducirlo por situaciones bastante sui generis, y tal vez el cuento que mejor describe este enfoque mindblowing que se apoya en la sorpresa y la extrañeza en sus líneas finales sea «Son los papás», una historia bastante perturbadora acerca de Santa Claus. En este volumen, cada narración es una entidad particular, un módulo con su propia estructura, con sus motivaciones particulares.

A partir de ciertos materiales historiográficos como los recortes de periódico o viejos archivos y fotografías, Villegas construye una trama en sus distintas temporalidades que se comunican entre sí. Advertimos esto en «Oscura la noche, fría la tierra», una historia apócrifa del cantante y músico Blind Willie Johnson, en donde el personaje principal parte de sus impresiones y recuerdos sobre la Gran Tormenta de Galveston en 1900 durante su niñez para cimentar su vida dentro del mundo de la música sagrada a partir del sueño de romper el hechizo de la muerte por medio de la música, el góspel, como un treno que reviviría a los muertos que la tormenta dejó a lo largo del río. Niñez y ancianidad se comunican en líneas que las juntan en un solo momento. Mientras escribo esto, escucho a John Coltrane y sus exhortaciones místicas, espirituales, y las preocupaciones religiosas vertidas en su música y es inevitable pensar en que Willie Johnson se veía a sí mismo como un predicador, un músico desde el púlpito, trayendo las buenas nuevas, como Coltrane, quien era hijo de un reverendo y trasladó al mundo del jazz esa espiritualidad heredada. La música también tiene algo de sermón y de alocución en donde son importantes los sueños, las epifanías y las revelaciones. Algo parecido sucede en el cuento de Villegas en donde el personaje, Willie Johnson, incluso en su lecho de muerte sigue soñando con los muertos de la Gran Tormenta.

A los largo de sus historias el autor, a partir de sus epígrafes, señala pistas acerca de sus influencias y motivaciones que pueden ser literarias, históricas, cinematográficas. Existe un elemento presente como una obsesión: la temporalidad. Como ejemplo, partimos de la obra de Wajdi Mouawad quien habla del tiempo como «una gallina a la que le hemos cortado la cabeza» y corre enloquecida hacia todas direcciones, una imagen que da la idea de un tiempo convulsionado y desarticulado, que se bifurca en varias direcciones; o tal vez, una cita de Alan Moore y Eddie Campbell: «No soy tanto un hombre como un síndrome; como una voz que ruge en el corazón humano»; la imagen que propone David Mitchell de que los «años crecen hacia adentro, como las uñas de mis pies», tiempo que se sepulta y se repliega, se enrosca como un cabello; esas líneas temporales que se entrecruzan y tienden vasos comunicantes como las vistas en la serie Twin Peaks de David Lynch, y desde luego, en toda su obra cinematográfica; la idea de un punto de origen de toda reproducción de eventos en esta pregunta formulada por Chris Marker: «¿Sabemos alguna vez dónde se hace la historia?», ciclos que se expanden desde un solo origen; la terrible noción de ser sujetos fenomenológicos, un personaje determinado a partir de los fenómenos de su entorno y las causalidad de su historia, nos solo personal, también relativas a su país, al mundo; un individuo nunca aislado, producto y al mismo tiempo, factor que determina todo devenir, engarzado en los hechos históricos, como lo expresado por Camille de Toledo: «Y tienen miedo […] ¡Tuuurrfff! ¡La Historia!»; o bien, el cambio que nuestra vida opera en nosotros para ver cada relación de eventos siempre con ojos distintos como lo expresado en un diálogo de 12 Monos Terry Gilliam: «La película no cambia. No puede cambiar pero cada vez que se ve es distinta, porque uno ha cambiado. Uno ve cosas distintas».

Para Villegas, el tiempo también arde y se disgrega, explota y despliega por todas partes, señala caminos alternos a través de lo onírico, lo pesadillesco, como en el cuento «Louisiana», en donde lo alucinatorio será una parte crucial de la historia; un momento se recuerda a sí mismo como un espejo, un día y sus eventos es sólo una réplica de otro que lo cimentó; se repite de la misma manera, se reparte entre todas las cosas vivas o muertas del mundo; los instantes también se agolpan como la lepra de la espera que explora las líneas de la esperanza y la memoria; el tiempo señala sucesos alternos, un ejemplo de esto es «Paralaje», en donde el autor sitúa al astrónomo Bulnes en el proceso de medir la distancia de la Tierra al Sol y éste imagina a su vez, un trasunto o gemelo de sí mismo en un universo alterno; o bien, se nulifica y se suspende como si estuviéramos dentro de un agujero negro (hay otra referencia a la cinta El año pasado en Marienbad, una especie de hotel embrujado que capturó a sus huéspedes en una temporalidad que se cierra, se repite y se repliega sobre sí misma). Es muy notoria la obsesión de Villegas acerca de la relatividad de nuestro tiempo, tanto el físico o el psicológico. Sus historias no se despliegan de manera sucesiva y autónoma, siempre parece haber una motivación oculta que las interrumpe o detona. Están tramadas como parte de un puzle que señala entradas y salidas: como en el cuento de vampiros «Influencia», que narra dos momentos que complementan la historia, lo que fue, determina lo que está siendo, eventos distantes que se influencian mutuamente.

En estos entramados, memoria y ensoñación forman ese presente que se escapa, tiende asideros y puentes, excava túneles hacia la historia y su origen. Se expande hacia el futuro señalado por la esperanza, se bifurca y señala realidades alternas, universos concebidos en el deseo de ser otros, en otros momentos, en otras circunstancias. Después de todo, como afirma el autor: «Un cuento debe tener agujeros, aunque sean tan pequeños como tus dedos. Si un cuento no tiene agujeros, se volverá una mentira».





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