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El Blog de Noé Vázquez

martes, 31 de mayo de 2016

A propósito de Bartlebly




Por: Noé Vázquez.

Partiendo de la idea expresada por Borges de que el cuento Bartleby, the Scrivener. A Story of Wall Street, prefigura a Kafka pensemos en algunos similitudes con los personajes kafkianos, entre lo absurdo y lo inverosímil de los personajes de Kafka nos encontramos con la profunda soledad de éstos, la casi ausencia de identidad, la reducción de su nombre a su mínima expresión, la ausencia de antecedentes de los mismos. El personaje kafkiano se presenta como venido de ninguna parte, su falta de antecedentes lo vuelve casi anónimo. Pero persisten, no se rinden, son una presencia que parece contraponerse a los escenarios absurdos que los rodean. K. nunca deja de buscar la forma de encontrarse con el Señor del Castillo, sitio donde ha sido contratado como agrimensor; Joseph K en El proceso jamás abandona la esperanza de encontrar alguna luz sobre el juicio que se le sigue. El personaje de Melville se presenta cierto día a la Oficina Legal donde habrá de laborar. El narrador nos advierte sobre lo innecesario de cualquier indagación sobre la vida del mismo, la información es exigua y poco veraz. Todo es “nebuloso rumor”, y ya la misma palabra “rumor” nos remite al ruido desde su raíz latina, que no es más que la imagen de la opacidad, de la bruma que hay en toda información que no puede ser apresada. Si algún día llegamos a saber algo sobre Bartleby, será by the graveyard. Melville se asegura de mantener siempre la ambigüedad de la historia, tal vez con el propósito de concebirla como una simple interrogante. 

Así, el amanuense Bartleby se presenta al narrador quien advierte las características del contratado: “Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!”. Al fin y al cabo un individuo silencioso y casi etéreo que nos remite a cierto personaje de Dostoiesvsky, el príncipe Mishkin, de la novela El príncipe idiota, un joven que parece minimizarse y negarse hasta los niveles del absurdo, su condición parece reducirlo ante los demás y ser un simple objeto de las fuerzas que le rodean. Los personajes kafkianos contraponen su insignificancia a un mundo incomprensible e inefable gobernado por leyes oscuras. No es posible comunicarse directamente con el Señor del Castillo, al final se le dirá al futuro agrimensor que en realidad jamás buscaron tener un agrimensor ahí, lo cual sólo ahonda el misterio. Tampoco Joseph K logra comunicarse con los jueces anónimos y ocultos que dirigen su proceso. El personaje de Bartleby empieza a laborar como escribiente, al principio todo parece ir bien, pero gradualmente el narrador advierte que el escribiente se resiste a realizar tareas más allá de lo indispensable con el argumento de que “prefiere no hacerlo”. Esta apatía lleva al narrador a los límites de la exasperación. Con el tiempo el narrador, que es el agregado de la Suprema Corte y cuyo trabajo es realizar copias de legajos busca la manera de conservar a Bartleby a pesar de su aparente falta de interés por el trabajo. 

Es poco probable que Kafka conociera el texto de Melville para recibir un influjo del mismo. A veces ciertas intuiciones sólo se presentan en individuos distintos, como ideas que parecen transmigrar. Por poner un ejemplo: contra aquellos que veían en Faulkner las huellas de la escuela psicoanalítica de Freud, aquel se defendía diciendo que a Freud nunca lo había leído pero que, en su descargo “Shakespeare nunca lo leyó, Hermann Melville tampoco lo leyó y dudo mucho que Moby Dick lo haya leído”. Si pensamos en el individuo kafkiano, éste se ha empequeñecido frente a las formas insondables del mundo y nos señala con su incertidumbre el sitio inmenso e incesante donde se da cita toda forma de incomprensión y de soledad. Cada hombre, se dice, está sólo frente al Universo, pero nunca más solo que en esos mundos de Kafka quien pudo haber heredado esa sensación de aislamiento como una tradición o atavismo de los judíos. Un sentimiento de abandono frente a un Dios que los dejó morir de hambre en el guetto como los perros de Constantinopla, y que una y otra vez no los rescató de los progroms constantes o de la expulsión de los países donde habían logrado medrar. Bartleby, durante el curso de la narración siempre está solo, su trabajo es impecable pero se niega a hacer más, ante cada petición de su empleador continúa con la misma letanía ya acostumbrada: “Preferiría no hacerlo”. La resistencia pasiva de Bartleby conmueve al narrador quien a lo largo de la historia busca justificar los actos del escribiente. Bartleby insiste en hacer determinadas tareas pero omitir otras sin dar ninguna explicación; con el tiempo, incluso deja de escribir. El agregado de la Suprema Corte hará hasta lo imposible por deshacerse de él. Bartleby sigue empeñado en visitar la Oficina y permanecer todo el tiempo ahí, inclusive los domingos. La persistencia de Bartleby, un hombre frugal al que no se le conocen amigos, vicios, distracciones o pasatiempos, hace que el dueño de la Oficina tenga que trasladar la misma a otro sitio para deshacerse de su propio empleado, quien se queda impasible en las escaleras de la misma. Con el tiempo viene la calma. Pero el narrador se da cuenta de que los nuevos inquilinos de la Oficina se han encontrado con un individuo que acostumbra decir que “preferiría no hacer” lo que se le ordena. El ciclo se repite. Lo despiden, Bartleby se niega a abandonar el edificio, se queda impasible en las escaleras, el personaje terminará sus días en la cárcel bajo los cargos de vagancia. El narrador prefiere no seguir hablando, dice, casi sesgadamente que se negó a comer y que falleció por inanición, él mismo le cierra los ojos. Lo mató su apatía, su inmovilidad, su tristeza. 


Quienes prefiguran algo lanzan hipótesis, se anticipan, suponen. Kafka anticipó la insignificancia de los individuos en los regímenes totalitarios del siglo XX. Esa cancelación de la singularidad y la unicidad humana también la veía Alfonso Reyes: “cuando volvamos a ser hormigas, incapaces del individuo, incapaces del arte y del espíritu”. Thomas Mann prefigura un destino terrible para Europa y esto es algo que se ve claramente en su obra La montaña mágica; Stefan Zweig, en la década de los treinta del siglo pasado ya veía venir la destrucción, huye de Europa, y completamente desesperanzado se suicidaría en Brasil; en los cafés de Viena durante el imperio austro-húngaro ya se escuchaba el rumor de una gran guerra. Algunos ubican novelescamente a Kafka y a Hitler en la misma ciudad (Praga, 1909) y frecuentando los mismos cafés (Ricardo Piglia en Respiración artificial), y van más allá diciendo que uno influyó en el otro. Suposiciones, rumores, hipótesis. Elucubraciones que no carecen de lógica. El filósofo Henri Bergson decide no convertirse al catolicismo por una razón que le parece justa: quiere estar del lado de los que habrán de ser vencidos ¿Cómo lo sabe? No lo sabe, lo intuye, se adelanta a los hechos que la Historia habrá de validar. Bartleby, una obra de 1856, ya parece anticipar el individuo kafkiano que ya es el hombre modesto, silencioso, pasivo e insignificante enfrentado a las oscuras potestades de los gobiernos totalitarios como el del nazismo. 

Lo inefable gobierna el mundo kakfiano, el ogro en forma de Estado policiaco, o de organización secreta. Los personajes kafkianos ya parecen vivir las purgas estalinistas y la burocracia interminable y eternizada, los gobiernos dictatoriales, la estupidez que supone la cancelación de toda iniciativa individual. En este mundo distinguimos leyes no escritas, vagas, no expresadas y mudables. La soledad trae aparejada la incomunicación. Hay un mutismo expresado por los Señores del Castillo que se refleja en esos edificios públicos de construcción maximalista como bestias gigantes destinadas a mostrarnos qué tan pequeños somos. Carentes de vida, intimidantes, se parecen a esas construcciones absurdas que aparecen en el cuento de Borges, El inmortal. Lo terrible de una construcción así es que es una creación humana. Nos dice que algo se nos quedó en el camino mientras perseguíamos sueños de progreso. Goya diría que “el sueño de la razón engendra monstruos” y mientras caminamos por los pasillos de esas construcciones grises y frías, (hospitales u oficinas de gobierno) en nuestro interior (que nos recuerda que nuestra soledad y miedo es lo único que cuenta) somos en ese momento Josef K., Gregorio Samsa, K. o cualquier alter ego o trasunto de esa conciencia personal y luego universal que (centrípetamente) se sabe insignificante ante un mundo que no comprende. ¿Habrá pensado Melville en eso? No lo creo. Sin embargo no lo sabemos.


Otro rumor, dentro de los rumores alrededor de Bartleby, referido por el narrador. Antes de llegar la Oficina del agregado de la Suprema Corte, Bartleby había trabajado en la Oficina de Cartas Muertas de Washington. Este oficio consistía en clasificar cartas que ya no llegarían a su destinatario por la ausencia o muerte de éste. El narrador se pregunta: 

“¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Concebid a un hombre por naturaleza propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas?”

Cartas de amor dirigidas a la indiferencia sorda del destinatario que ya no está para recibirlas o que no quiere hacerlo. Cartas sin una contraparte real, viva, en la cual puedan “realizarse” como mensajes vitales. Cartas que nombran separaciones, infinitas distancias entre un ser humano y otro. Quemar cartas es semejante a quemar personas, ese sencillo acto sólo consolida la incomunicación perpetua y el drama de toda ausencia. Imaginamos el narrador y nosotros ese vacío eterno y fulminante en esos mensajes. Cada individuo expresa con su sola existencia una carta de amor hacía todo aquello que lo rodea como una forma de indicar que es bueno estar vivo, que siempre habrá esperanzas para todo. Cartas, al fin, que parecen personas con la impronta de un anhelo cancelado, al fin y destinado al fuego para su destrucción. Nuestros actos marcan una despedida constante hacia los demás, no cesamos de hacerlo, de enviar el mensaje de que tal vez ésta no sea la última vez que nos veamos, que ya habrá otros momentos, otras oportunidades. Nada tan duro como aquella frase: “No nos volveremos a ver” que ya anticipa la muerte. En el siglo XX, más que humo de cartas quemadas en el horno por un empleado subalterno, vimos el humo de las chimeneas de Auschwitz. También sabemos del vacío que existe entre los demás y nosotros, y nuestra irremediable incomunicación. Este silencio, expresado también en Kafka, parece aglutinarse como una alegoría en el personaje de Bartleby, “pulcro”, “decente”, pero también “desolado”. En el personaje se condensa el aislamiento y la infelicidad, la inmovilidad y la pesadumbre, la melancolía y la indiferencia. Bartleby se conforma con un trabajo monótono, carece de ambiciones y tiende a la inacción. Pero también sabe que todo esfuerzo más allá de lo indispensable es fútil. Como el personaje kafkiano se vuelve insignificante. Pero en Bartleby se resume ese sentimiento de abandono al que el orden externo nos ha sometido.

Los personajes kafkianos poseen una resistencia pasiva, pero esta resistencia está muy lejos de ser tan nihilista como la de Bartleby a quien la inercia lo convierte casi en un objeto portátil al que hay que trasladar de un lado a otro porque ya no cumple la función social a la que supuestamente está designado, de esa forma, es conducido a la prisión. En Kafka vemos una obstinación ingenua y esperanzada. Cuando en La metamorfosis Gregorio Samsa o el insecto en el que se ha convertido muere, su despojo es barrido como simple basura de la casa, sin embargo, hasta el último momento parece seguir con sus preocupaciones habituales sobre el dinero, o sobre las clases de violín que le está pagando a su hermana. En el cuento Ante la ley el personaje que espera en la Puerta resiste hasta el final, jamás abandona su puesto; en otra historia El artista del hambre el ayunador persiste en su idea de ser admirado por su manera de resistirse a la comida, aún cuando lo están retirando de su jaula para confundirlo con la paja y ser barrido completamente para que su espacio sea ocupado por una pantera. La pasividad de Bartleby parece ser completamente indiferente, no falta quien ve cinismo en su conducta. Quiere vindicar su necesidad de fracaso, de autolimitación, de inacción eterna. Su actitud es un rotundo No a todo cuanto le rodea, inclusive a sí mismo. 


Para Melville, no había mucho que decir acerca de Bartleby, no hay una declaración de intenciones respecto a su personaje, lo deja huérfano de padre y sólo se conforma con decir: “publíquenlo por separado”. El autor señala esa ambigüedad con frases como “se podrían decir muchas cosas acerca de Bartleby” como una forma de sacar de sus casillas a los lectores y aprisionarlos en una dinámica de suposiciones, de rumores, de especulaciones sin fin. Bartleby podría escribirse con minúsculas como un sustantivo y decir que fulano de tal es un simple bartleby porque es incompetente, no habla, pasa su tiempo en inextricables ensoñaciones, es la burla de todos, es torpe, de habla lenta y poco fluida, su pasividad es exasperante, trabaja poco y desde hace tiempo se ha convertido en un estorbo. Después de todo, la palabra se parece mucho término del argot “bartolo” que indica a un individuo de naturaleza pasiva y torpe; pero también se parece a “bártulos” que son los enseres y bultos que se llevan de un lado a otro casi como un estorbo. Para Borges, Kafka “arrojaba una luz ulterior sobre la obra de Melville”. Pensándolo bien, nunca sabremos quién es Bartleby.



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