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El Blog de Noé Vázquez

viernes, 20 de septiembre de 2013

XIX, siglo de la lectura

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Lectura para todos. 
 Por: Noé Vázquez

Hay ciertas obras literarias que suponen la invención del lector como personaje. La historia de la literatura supondría también la historia del lector, cuando la literatura alcanzó las masas también empezó a retratarlas y a explotar su función social; en su función literaria de ser los grandes cronistas, los escritores también son periodistas, narran su presente, nos vuelven partícipes de la Historia a través de las historias periódicas. Si notamos bien, las primeras obras literarias, antes de la primera novela moderna, usualmente retrataban a los grandes personajes, héroes, nobles, dioses; era como si la gente llana no tuviera derecho a participar de los argumentos, se veían a lo lejos como comparsas, como elementos del paisaje. Cuando las letras empiezan a referir y a describir personas comunes, inicia un diálogo con lector que no se ha interrumpido hasta la fecha. El lector se siente retratado, nombrado, se percibe hasta plagiado por esa vida nueva propuesta por el autor, esa vida en la que también él mismo participa. El lector es narrado en le intimidad y privacidad de sus eventos diarios, las historias hablan de él. Suena a perogrullada pero también a un hecho histórico que la invención del lector supuso la invención un sistema de educación que llegara hasta las masas, volviendo obligatoria la educación primaria y creando las primeras industrias literarias. La historia de la difusión de las ideas y de los cambios sociales va a la par con el perfeccionamiento de las técnicas de impresión que alcanzarían su clímax en el siglo XIX. La lectura se vuelve un fenómeno masivo. Inventos como la linotipia, la prensa rotatoria, la tinta de imprenta, permitieron publicar más ejemplares de periódicos y libros al menor costo. Ese es el mundo que vio llegar a escritores como Victor Hugo, Honoré de Balzac, Charles Dickens, F. Dostoievsky entre los principales.

El suplemento semanal tan deseado es ese vínculo con el lector ávido, sediento de historias que lo saquen de la rutina o que le den respuesta a su circunstancia social o histórica. Ahí estaban las historias que eran verdaderos melodramas y que requerían una respuesta pronta del escritor en movimiento perpetuo, el lector manda, ejerce su dictadura con la respuesta en ejemplares vendidos o con su silencio ante una obra que le desagrada. Charles Dickens intuía el gusto del público, sabía percibir en el aire las tendencias sobre el gusto y las motivaciones de la gente. Nunca perdió ese instinto para retratar la personalidad inglesa, tan imbricada en sí misma, tan plena de orgullo nacional, tan peculiar, tan rebosante de figuras arquetípicas. El siglo XIX es el siglo de la novela como género burgués y medio de expresión por antonomasia de una clase social; ejemplo de esto es el Robinson Crusoe de Defoe, las desventuras de un hombre en una isla desierta y la adquisición de medios para su subsistencia;  pero también es el siglo del lector, del abaratamiento económico de la novela como arte, medio de expresión y comunicación a la par de su divulgación entre las masas. Nuestro siglo, tan permeado con lo visual, tan ensimismado en la imagen, no puede entender la sed por las palabra escrita que se extendía como una enfermedad viral entre las distintas clases sociales en aquella época. Los libros alcanzan el mismo prestigio que el púlpito, si está escrito en letra de imprenta entonces debe ser verdad, y si lo dice Charles Dickens también hay que creerlo. Como ha dicho Marcel Schowb, "la literatura no es un simple engaño, sino el peligroso poder de ir hacia lo que Es a través a través de las infinitas posibilidades de lo imaginario". Balzac construye sus novelas como una aproximación a la historia de lo inmediato, lejos de los campos de batalla y los parlamentos donde se dirige la Historia; cerca del salón, de la Bolsa, de la casa de huéspedes; muy cerca de la intimidad del hogar donde empiezan hablar los que casi nunca tuvieron voz. La ambición de Balzac fue la de ser un amanuense de la sociedad en que le tocó vivir. El fenómeno literario vibra en el ambiente, se percibe como una brisa que levanta el animo de querer conocer más, de participar más; las personas que acudían al teatro a escuchar las lecturas públicas de Dickens eran legión, muchas veces no había lugar para ellas. Aquellos que hacían fila para comprar la más nueva entrega de alguna obra folletinesca de Victor Hugo eran el síntoma de un mundo que anhelaba saber más de sí mismo. El lector fanático que increpaba al autor para revivir a su héroe, para dar más entregas, para crear, en fin, una novela por encargo, una novela necesaria para afrontar los días por venir mientras regresamos cansados del trabajo y nos relajamos al calor de la chimenea y pensamos que tal vez la vida que nos tocó vivir es buena después de todo; esa vida nuestra tan anodina, tan carente de expectativas a la que el arte literario le insufla vida, la limpia de impurezas y nos la regresa henchida de esperanzas. En esta carrera, ha dicho Daniel J. Boorstin en su obra Los creadores, el escritor apenas llevaba un poco de ventaja respecto a sus lectores, expectantes, demandantes, críticos; basta la interrupción de alguna entrega en la saga para que empiecen los cuestionamientos y las cartas a las editoriales. La depresión no es una opción en el escritor, el bloqueo literario se desconoce. La formación periodística de un Dickens, o la compulsión creativa de un Dostoievsky impedía que dejaran de escribir, ya que, como se dice en el ambiente: "hay dos tipos de periodistas, los que escriben rápido y los que no son periodistas". Lo mismo se aplicaba al escritor por entregas. La novela decimonónica se basa en su periodicidad: mensual, semanal, diaria. En la conquista del lector por la afición a la lectura constante, por el hechizo de ciertas historias que enganchan, el manejo adecuado del suspenso, por los temas ordinarios y comunes que retraten a gente ordinaria y, en el caso de Dickens, un manejo casi maniqueo de las motivaciones de los personajes. Los villanos de Dickens son caricaturizados al límite, son figuras ridículas hacia las que se descargan toda clase de descripciones que van desde lo grotesco a lo bizarro, su contraparte son los personajes heroicos, dueños de una ética a prueba de todo, por momentos, su patetismo nos conmueve, ahí esta el pequeño Tim de Una canción de navidad, la bondad del personaje ideal dickensiano es a prueba de un mundo duro y brutal, una realidad a la intemperie donde sólo sobreviven los fuertes, esta Inglaterra de la época victoriana tan salvajemente capitalista donde solo reina la niebla y hollín sobre nuestras esperanzas más humildes, esa realidad tan parecida a una perra hambrienta. Por su parte Dostoievsky se fusiona con el dolor de su país al padecer los mismos sufrimientos durante su confinamiento y deportación. Sus personajes llegan a conmover al mismo zar y sus novelas provocan una verdadera revolución en la opinión pública. Un cúmulo de lectores se ven a sí mismos a la cara y se reconocen en su orgullo nacional, las novelas de Dostoievsky llegan al corazón de la gente que siente unida por primera vez, aunque solo sea por un momento breve. Esa misma gente se agolpa y termina por colisionar sobre el féretro de su gran poeta social. La literatura les dio un momento de ensoñación en el que la hermandad social era posible pero las cosas no volverían a ser las mismas al iniciar el siglo XX, la lucha de clases estaba en el ambiente, la guerra y las revoluciones a la puerta.