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El Blog de Noé Vázquez

martes, 31 de mayo de 2016

De shandys y otras cuestiones itinerantes

La maleta de Duchamp.



Por: Noé Vázquez

Lo que escribo surgió de mi encuentro con el blog de Enrique Vila-Matas, leerlo me condujo a la obra de que mencionaré en un momento. Para empezar, reflexionemos primero sobre lo metaliterario, lo cual refiere intertextualidad, entrecruzamientos, entradas y salidas hacia la obra, referencias a sí misma como quien declara: “Miren, soy la obra en proceso, pase usted a revisar”, a veces con el autor entrando de último momento para hacer las correcciones necesarias: “Pensándolo bien, digamos que la acción se va a desarrollar en Irlanda para no entrar en tantos detalles que me llevarán más investigación y aquí empezamos”. El texto puede hacerse consciente de sí mismo, el personaje puede demandar conocer a su autor para pedirle explicaciones (Unamuno lo había hecho en Niebla). Desde luego, al hablar de lo metaliterario es inevitable remontarse hasta Cervantes, en la Segunda Parte de El Quijote ya se habla del efecto que tiene la obra entre los lectores, y más aún, se discute el Quijote de Avellaneda, su contraparte falsaria, malintencionada y apócrifa. Esto supone entrar en los procesos internos de la obra que se escribe, parecería un trabajo que se arma a medida que vamos leyendo y avanzando. Un ejemplo más o menos reciente lo vemos en Laurent Binet quien recurre a lo metaliterario para armar una historia acerca del asesinato de Reinhardt Heydrich, el carnicero de Praga. Laurent Binet el autor se convierte en esa voz que indica las motivaciones de la propia novela que vamos leyendo, las lecturas que lo han inspirado, los viajes de investigación realizados, también, una serie de argumentos acerca de la forma de escribir una novela histórica por medio de una crítica a la obra de Jonathan Littell, Las benévolas, todo ello sin descuidar el hecho de que estamos siendo testigos de la narración de una historia. En este caso nos referimos a Historia abreviada de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas en donde las señas de lo literario se convierten en mero juego, especulación, burla. La obra revela la intención de no tomarnos tan en serio. Por momentos, la novela va a parecer una heredera feliz y natural del movimiento dadaísta, al que no para de nombrar de una u otra manera. 

Para Vila-Matas, lo metaliterario supone una forma de usar los elementos de la historia de la literatura como átomos en un colisionador de partículas: se hacen chocar entre ellas para observar y medir los resultados. A Vila-Matas le gusta perderse en la especulación y lo suyo parece una travesura en la que cobra vida lo irreal y lo estrambótico, refiere hechos muchas veces inventados y los hace chocar con eventos reales, nombres, lugares, fechas, obras literarias. Esto es puro esparcimiento y el lector tiene que forzarse a discernir qué tan reales son esas especulaciones que hablan sobre ocultas sociedades secretas, reuniones con los personajes más dispares en situaciones y lugares de lo más extraños. Lo literario dentro de lo literario supone en este caso una parodia de la investigación histórica en donde se contrapuntean elementos reales e imaginarios, se suponen ocultas tramas, se recrean ciertas inútiles conjuras y escándalos. Lo literario ya no es el simple hábito de narrar sino que también es el coqueteo con lo lúdico, la sonrisa con la que dibujamos ciertos retratos y los envolvemos en lo fantasmagórico y la bruma de lo supuesto, lo entredicho, lo cuestionable. Entre el chismorreo y la gozosa difamación el adulto que somos recupera su “yo” infantil y secreto para reunirnos en este cuento de hadas que nos pide movernos, emprender el viaje.

Imaginando como Vila-Matas, una valise encontrada en un aeropuerto, reflexionemos sobre el contenido. No abramos la maleta, que quede en entredicho lo que lleva, como cuando decidimos no leer determinado libro, queriendo quizá adivinarlo a través de la portada. Objeto, amuleto, fetiche, Vila-Matas la elige como su rosebud. Si vamos a viajar éste será necesario, y la idea de la maleta viene de Marcel Duchamp y su Boîte en valise “que contenía reproducciones en miniatura de todas sus obras”. Viene Orson Welles por asociación involuntaria y pienso en una serie de hilos conductores que nos llevan al punto de arranque, el sitio donde comienza todo, incluyendo la esperanza de una felicidad. Y entonces, partimos, no sabemos si hacia el retorno o hacia nuevas suertes que el camino habrá de depararnos. Charles Foster Kane suspira por ese reducto de infancia recobrada. Para allá vamos.

Partiendo hacia el inicio, involucionando a medida que referimos una condición, una circunstancia; enclavados en la irresponsabilidad, sin ataduras, viajeros al fin de una forma de hacer literatura, Historia abreviada de la literatura portátil se concentra en los pesos ligeros, aquellos que también vuelan como mariposa y pican como abeja. Los señalamientos de Vila-Matas apuntan a Marcel Duchamp, a Kafka, a Sterne, y en Sterne nos detenemos un poco. Ya que me gustan las anécdotas refiero esta: Sterne era tan conocido en Europa que un admirador suyo, no sabiendo su dirección y deseando escribirle una carta optó por la virtud de la vaguedad, si Sterne escribió el Tristam Shandy, y vivía en un lugar llamado Europa, le pareció lógico escribir en el sobre: “Tristam Shandy. Europa.” Al cabo de algún tiempo el sobre llegó a su destinatario ya que no podía ser de otra manera (esto habla muy bien del servicio postal europeo). El hecho de divagar como lo hago ahora ilustra una singularidad: Nos gustan los desvíos, los extravíos, los circunloquios, los numerosos y variados itinerarios. La portabilidad supone la negación de ciertas ataduras y vínculos, compromisos y cesiones que adquirimos con los años. Virtud de ser siempre joven, la portabilidad supone la soltería eterna. La crisis nerviosa que sufre Andrei Viely, y que refiere Vila-Matas en su obra viene de esa tensión inmensa que suponen los tránsitos: el ritual de paso hacía una vida negociada en la que adquieren peso las esposas que nos amargan la vida, las gravosa hipotecas que no terminamos de pagar nunca, los hijos que echan a perder la vida de sus padres. Es involucionar como el Shandy de Sterne, quien toma la palabra shandy del dialecto de Yorkshire para nombrar al bromista, al juguetón, al informal. En México lo llamarían relajiento. La escasa formalidad tiene en la actualidad una expresión en el fenómeno Wiki, que crea un saber enciclopédico en la soltura y la espontaneidad. Basta mirar la red de redes para darnos cuenta de los miles de shandys que expresan su saber en la soledad de su terminal computarizada. Expresiones, una vez más de la soltería que es insensata, salvaje, carente de brújulas, irresponsable. El Tristam Shandy crece hacía su justificación, al menos al intento de ella, a través de una serie de bifurcaciones de ánimo divagante y bromista, parece decir que es necesario explicar todo, y ya que estamos en un mood bastante locuaz, permítanme ir hacia atrás, hacia el inicio de todo, el punto donde se da cita lo pequeño, lo insignificante y transportable. Para esto hace falta reducirnos a nuestra mínima expresión, es por eso que el shandy, para Vila-Matas, es el arquetipo del espontáneo, del exiliado, del vagabundo, y se caracteriza por lo indeterminado de sus propósitos, o por la ausencia de éstos. El shandy espera el oleaje y se deja llevar en las ondulaciones de un destino que sabe que le pertenece, se mueve rápido, es ágil a la espera del transporte, raudo en el viaje, capaz de oficios y no-oficios varios. Vila-Matas cita a Hermann Broch: “no es que sean malos escritores, sino delincuentes”. Tengo la soterrada costumbre de pensar en mexicanismos literarios, ahí va uno: “mi plegaria desarticulada se pierde: albur, relajo”. Sé que ya lo adivinaron, Carlos Fuentes, quien también supo que el mexicano es otro Tristam Shandy que nace hacia atrás, en esa celebración de la inmadurez que es Cristóbal Nonato. Y relajar es soltar, dejarse ir. La picaresca es despropósito, vagancia, maletas dispuesta a cualquier tren que venga de paso.

Me gusta el goce que hay en las palabras, su condición de scherzo, su jugueteo que nos inspira a la radicalidad, pero también a la libertad. Las palabras sueñan su propio sueño donde también reímos; al habitarlas, al usarlas, al esgrimirlas como juguetes que se lanzan al viento se convierten en un lúdico medio de transporte. Sonidos y letras, son al fin y al cabo viajeros. Para viajar hace falta reducirnos, contar con sólo lo necesario, qué mejor que prescindir de lo poco valioso, de lo intransportable. De aquí parte Vila-Matas para hablar de Walter Benjamin y de su cercanía espiritual con Marcel Duchamp, ambos marcados por cierto gusto hacía lo mínimo, con cierta tendencia al infantilismo risueño, las máquinas imaginarias, la soltería y el gusto por las mujeres fatales. Hablar de los shandys también es pretexto para hablar de los anagramas, de las asociaciones de palabras y de sus significados mágicos. Nuevamente, en Historia abreviada de la literatura portátil veremos esos gozosos periplos que trasladarían a Francis Picabia, Marcel Duchamp, Ferenc Szalay, Paul Morand y Jacques Rigaut a embarcarse hasta la desembocadura del río Níger, maquinas solteras, habrían de decir, en una aventura impuesta a partir de un sueño de Duchamp en donde asociaba ciertas frases a partir de un régimen de coincidencia. De Port Atif que es portátil a Port Actif, en las antípodas de África, el sitio al que se su vagabundeo habrá de transportarlos sin saber exactamente qué buscar ahí. El arte ya supone los saltos al vacío y la irresponsabilidad del viaje. La anécdota refiere que ahí se encontraron a la pintora Georgia O’Keeffe de quien Jacques Rigaut se habría de enamorar al punto de perseguirla hasta Estados Unidos, hacia donde se embarcaría más tarde. Y en estos accidentados y caóticas travesías que nacen en Port Actif es donde el remanente de los dadaístas —cuya radicalidad habría de anularlos, el dadaísmo lo cuestiona todo, incluyendo la existencia del mismo movimiento—buscará encontrar un sentido lógico a aquello que parece no tenerlo. Y desde ahí parte Rigaud con su histrionismo buscando una justificación para su propio suicidio y tomando como pretexto el amor que dice sentir hacia Georgia O’Keeffe. Luego, llegamos a la Agencia General del Suicidio, oficina destinada a hacer más llevadero ese último tránsito, el destino final que deseamos para nuestras desventuras wertherianas. Atrévase, le dirá el panfleto, le organizamos el suicidio, usted deje de preocuparse, nos informa, la oficina se encargará de todo este proceso, velatorio, amigos, discurso de despedida. Vaya, todo incluido. Rigaut se atreve también —porque en esto consiste todo movimiento radical y portátil que lleva su transgresión a todas partes— a poner un anuncio en un periódico de Nueva York afirmando que contraerá matrimonio con, adivinen quién:

«Joven pobre, mediocre, veintiún años, manos limpias, contraerá matrimonio con mujer, 24 cilindros, salud, erotómana o hablando el anamita, a ser posible apellidada O’Keeffe. Dirigirse a Jacques Rigaut, 73 del boulevard du Montparnasse, París. Sin domicilio fijo en Nueva York.»

Los suicidas o los futuros suicidas son los portadores del acto de desesperación fingida o no fingida más visceral que exista, el acto de berrinche más transgresor que podamos imaginarnos. También un acto y un uso del dadaísmo, yo creo. ¿No es dadá el balbuceo repentino del recién nacido, pura voluntad no contaminada de convenciones y ataduras moralizantes? Hay que ser joven y fuerte como un toro para estos lances, algún dadaísta mencionó que a los siete años era el momento indicado, después sería demasiado tarde. Pero los deseos suicidas de Rigaud inspiran a otros, nos dice Vila-Matas, como Robert Johnson quien se vuela la tapa de los sesos con una máquina inventada por él mismo. Se combina lo anecdótico y lo legendario, Robert Johnson, el padre del blues del delta del Mississippi no andaba buscando el suicidio por aquella época, sin embargo, las leyendas urbanas lo ubican en sitios más interesantes como en un entrecruzamiento de caminos: la autopista 61 que atraviesa la 49 donde se dice que le vendió su alma al diablo. Aquí mi espíritu shandy se levanta a brincar de gusto con cierto escenario fílmico donde Ralph Macchio vence al diablo en un duelo de solos de guitarra. A partir de lo que menciono al principio, los suicidios neoyorkinos se dan en diversas formas, basta un ejemplo, un shandy de muestra: ya vemos que shandy también viene con Tristam, que es triste, la moneda tiene dos caras. Y luego esto, mencionado en el libro de Vila-Matas que es una joya del hermano del escultor Gaudier-Brezska quien le dirige al juez esta carta:

«Mañana, el fin./ El fin, mañana./ Para mañana el fin./ El fin, para mañana./ Mañana, al fin.»

Vila-Matas, quien en un blog hace un recuento de los pequeños y portátiles eventos que lo llevaron a la confección su libro, decide narrar hacia atrás como empieza todo a partir de una maleta, luego, por supuesto Sterne, que no es poca cosa, sigue con la exposición de las máquinas solteras de de Duchamp y más tarde las señas del turismo cultural del autor que viaja hacia la casa de Sils-Maria, muy cerca del peñasco donde Nietzsche tuvo la idea del Eterno Retorno, luego la crisis neurótica de Andrei Biely de la que sabemos poco. Pura especulación irresponsable: todos debemos regresar en algún punto del viaje. A veces regresamos a la infancia, al punto mínimo y leve, transportable diría yo, paraíso de los juegos shandys. Demasiado tarde para esto, lo sé, demasiadas mujeres fatales que nos vuelven desgraciados, cada uno a su manera. Ya que para algunos el suicidio es inevitable, la ola de suicidios neoyorkina desatada por Rigaut, Man Ray y otras compañías no menos agradables, provocó el regreso de Rigaut a París, donde empezó a ganar peso, literalmente y metafóricamente; sin posibilidad de volver a empezar como quisieran algunos, la idea de suicidio se volvió apremiante. Suicidio tardío, ya que no todos podemos ser tan precoces como Otto Weininger quien se suicidó a los veintiún años luego de escribir Sexo y carácter, que haría las delicias de ciertos personajes, entre ellos, los nazis. Suicidarse o no suicidarse son términos equivalentes, se hace el ridículo en ambos casos. Tal vez el arte le otorgue a nuestros actos cierto nivel de elegancia que nos purifica. El mal ejemplo de Rigaut caló hondo en diversos círculos y decadentes cenáculos: No lo intenten por favor, es desagradable, vaya, niños, no hagan esto en sus casas. Como un recuerdo, estos versos impropios y poco presentables del príncipe Mdivani:

«Phanodorme, Variane, Rutonai./ Hipalène, Acetile, Somnothai./ Neurinase, Veronin, Good bye

Líneas insensatas cuando el suicidio nos lleva a la nada. El lado desigual a nosotros que es la muerte. Artaud pensaba en algo distinto, algo del otro lado de la vida: “yo tengo el apetito del no ser, de nunca haber caído en este reducto de imbecilidades, de abdicaciones, de renuncias y de obtusos encuentros”. 

El inventario de los shandys sigue: Valerie Larbaud, quien propiciaba el rescate de otros escritores ligeros adentrados en el purgatorio del olvido editorial, y que al final de su vida dilapidó toda su fortuna y perdió una biblioteca de quince mil volúmenes. Nómada al fin, se dice que acostumbraba viajar con una maleta que contenía toda su obra. Se habla de su fiesta shandy vienesa a mediados de la década de los veinte, y entonces se vuelve inevitable asociar este Imperio Perdido con la figura señera y omnipresente de Karl Kraus, el editor incansable de Die Fackel que acostumbraba atacar todo lo corrupto y podrido de la sociedad. Karl Kraus acostumbraba corregir compulsivamente sus ediciones que salían todas de su propia mano. La leyenda afirma que no era posible encontrarle una errata hasta que cierto día se presentó un joven llamado Werner Littbarsky quien se propuso junto con Virgilio, su criado brasileño, a encontrar esa posible errata y, se dice que luego de algunas noches sin dormir lograron encontrarla. A continuación, Littbarsky se puso a editar una revista, cuyo único número vino de la propia mano de Littbarsky, tenía 24 páginas, la revista se llamaba Ich vermute, es decir, yo supongo; era un verdadero compendio de patético anti-krausismo en el que abundaban los relatos pornográficos, la parodia, los chistes en contra de Kraus en viñetas en donde aparecía la abuela de éste. Semejante manera de hacer el ridículo no se había visto antes. La comunidad intelectual empezó a compadecerse de este loco que se atrevía a atacar a Kraus de esa forma. La ocasión la pintan calva, dicen, hasta ahí llegó Larbaud para organizar su fiesta shandy, qué mejor que con la complicidad de este orate y great Gatsby de pacotilla que acostumbraba a simular fiestas en su propia casa para convencer a los vecinos de que se la estaba pasando muy bien. Convencido de haber entrado en una logia ubicua, indeterminada, trashumante, carente de nortes y de arraigos, Littbarsky aceptó la llave que abría las puertas del Planet Shandy, pero, quién necesita invitación para una secta secreta que no termina por definirse. Se dice que la fiesta terminó mal, Virgilio, el criado negro acabó disparando salvas del cañón de la escopeta, se dice que uno de los invitados fue Francis Scott Fitzgerald quien, al ver todo el barullo, la irrupción de la policía y de los vecinos enojados a la casa de Littbarsky, se sentó cómodamente en un sillón y simuló una partida de ajedrez con un invitado imaginario y dijo con cierto tono alterado:

«—A mí sí me habían invitado de verdad.»

Nuevamente lo anecdótico: Se dice que por aquel entonces Fitzgerald estaba trabajando en su novela más conocida, y que luego trasladaría íntegra esa frase.

Volvamos a Duchamp, esta vez representado por el único cuadro de Felicién Marboeuf, quien nunca fue un pintor profesional. Duchamp sale de la exposición llevándose el ya célebre Desnudo bajando por la escalera, una instantánea que cualquier fotógrafo de Polaroid habría envidiado. Con sus maletas a otra parte, Duchamp será tan itinerante como su cuadro, portátil al fin y al cabo, qué podríamos pensar de alguien que se olvido de su propio arte para dedicarse exclusivamente al ajedrez o podríamos estar equivocados al no considerar la propia vida de Duchamp, o Duchamp mismo como una forma de arte. Grande como escritor que no escribía nada, Marboeuf es uno de esos bartlebys que Vila-Matas ha sacado a relucir. Generalmente los escritores shandys no dejan rastros. Vila-Matas los busca en Google sin esperar resultados, paciencia, se dice, ya aparecerá algo, cualquier rastro que suponga su paso desafiante, frenético e irresponsable. Parece que es hora de volver y devolver esa valise a su legítimo propietario. Aquí paramos el viaje.

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