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El Blog de Noé Vázquez

lunes, 3 de junio de 2019

La soledad ruidosa de Henry Darger

Henry Darger. Aislamiento y creación

«Vivía en su propio mundo», era un comentario bastante común entre los vecinos y conocidos de Henry Darger (1892-1973), quien durante muchos años trabajó como conserje de un edificio y murió en la más completa soledad en su apartamento en Chicago. No se sabe dónde nació. A los cuatro años ingresó en un orfanato para luego ser trasladado a un hospital psiquiátrico para niños de donde escaparía más tarde. Se le pierde la pista por un tiempo y volvemos a saber de él en Chicago mientras trabajaba en el Hospital Saint Joseph. Se le podía ver muy seguido en la Iglesia, nunca faltaba a ella, iba por lo menos cinco veces diarias. Darger era un hombre huraño, casi incapaz de comunicarse. Nunca respondía de forma directa sino con comentarios referentes al clima. Evadía cualquier tema que le incomodara. Era como un niño antiguo, un infante viejo en un mundo que le parecía hostil y desagradable. Recluido en sí mismo, se refugiaba en la inmovilidad, la soledad y la rutina, sumergido en las demarcaciones de su memoria.  Casi como un autista, vivía en los lindes de su patología. Toda vida tiene sus rigores, sus peleas, y alguien definió a Darger como un hombre con «fatiga de combate». Su vida era casi la de un paria dividiendo su jornada entre las idas a la Iglesia, la recolección de periódicos viejos en la basura, hablando solo a dos o tres voces en su habitación donde imaginaba un sinnúmero de diálogos y en donde tramó una obra monumental: La historia de las niñas Vivian, en lo que se conoce como Los Reinos de lo Irreal, sobre la Guerra-Tormenta Glandeco-Angeliniana causada por la rebelión de los Niños Esclavos, conocida también como Los reinos de lo irreal. Una novela de 15,143 páginas.

Los pocos que han tenido acceso a la obra coinciden en que se trata de un texto lleno de faltas de ortografía, bastante confuso en su trama, una sintaxis retorcida y oscura, una redacción repleta de ripios y cacofonías, se dice que es bastante repetitiva y redundante. No se trata de una obra asimilable destinada a engrosar los mitos confortables de las masas. Su novela-monstruo es bastante singular y extraña para poder ser parte de la iconografía pop ñoña y correcta estilo Disney. No está concebida para ser leída y su interpretación —casi siempre de índole psiquiátrica— resulta bastante difícil. Darger se esforzaba por entregar detalles que iban al extremo de describir la botonadura de los uniformes de sus personajes.

Los reinos de lo irreal es una fantasía ubicada en un gigantesco planeta imaginario orbitado por la Tierra en donde hay una guerra perpetua entre dos bandos antinómicos: los glandelinianos contra los angelinianos. Buenos y malos,  cristianos contra no cristianos. Y como combatientes, a los niños esclavos dirigidos por las princesas Vivians y sus generales que habitan el reino de Abbiennia en contra del ejercito contrario que no se va a tentar el corazón para esclavizarlas o partirlas en dos con un golpe de espada. Abundan los elementos gore —tanto en la novela como en las acuarelas que la ilustran— como los empalamientos, los descuartizamientos, las amputaciones, las crucifixiones. La obra tiene mucho de martirologio, una apología del sufrimiento infantil en nombre de una victoria militar en donde las niñas son idealizadas y se les conceden atributos de pureza y perfección, en sus descripciones se abunda sobre todo aquello que la niñez tiene de sagrado, digno y adorable. Se le podría considerar como una saga splatterpunk un tanto naif con temática cristiana y elementos retro que retoman la iconografía de la Guerra Civil. Tampoco son ajenos otros elementos que invocan el imaginario infantil como los dragones voladores con alas de mariposa, los seres mágicos y angelicales que cuidan de las niñas. Darger se incluye en la obra como orquestador y personaje que puede verse como héroe y traidor a un tiempo.

Obra pictórica.

La marginalidad de este autor fuera del canon y casi indigente le dio forma poco a poco, y por acumulación, a un delirio a veces confuso, vertido en una obra pictórica que abarca 300 acuarelas y collages en donde su combinan calcas, apropiaciones, incrustaciones, dibujos; y una producción literaria de cerca de 30,000 páginas escritas. También existe un intento de autobiografía que continúa con la descripción precisa de un tornado llamado Sweetie Pie para el que utiliza 4,000 páginas. Así mismo, una bitácora gigantesca que registró de manera fanática y detallada los cambios climáticos de la ciudad durante diez años. Darger escribió para engendrar vida y una realidad multitudinaria para alimentar la tormenta de su soledad ruidosa. El autor aislado era un aprisionado monstruo que concibió su arte como una prótesis gigantesca, una extensión brutal de sí mismo y de su impostura. Su gigantesca novela se quedó como un delirio exuberante y automático que le consumió uno a uno sus días durante cuarenta años. El incesante tráfago de una fantasía desquiciada formaba un mismo lienzo con su realidad vivida y sus recuerdos, cerraba la distancia entre lo real y lo imaginario en la trama de una composición mastodóntica que terminó fosilizando una niñez marcada por el sufrimiento y el maltrato, y acaparando sus obsesiones religiosas mezcladas con fantasías militares. Concibo a Darger como uno de esos monjes copistas medievales con vocación de santos que se imponían la escritura como una forma de expiación, de castigo, un loco de Dios compulsivo que idealizaba la inocencia. Hay en sus textos, mucho de auto ficción, de blasfematorio y de autoflagelación. Los reinos de lo irreal forma una catedral enloquecida y delirante que a medida que era escrita ganaba en detalle y en complejidad y que incluso en la actualidad nos sigue intrigando. Fue un acto de sublevación en medio de la marginalidad. Henry Darger murió casi ciego e incapaz de subir las escaleras de su apartamento. Su legado fue rescatado para la posteridad por sus caseros Nathan y Kiyoko Lerner.

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