Un feo lugar llamado Knockemstiff
Existen, para desgracia del género humano, sitios como vertederos u hondonadas, lugares como basureros en una constelación de casuchas en el camino formando infames villages como Knockenstiff, Ohio. Se trata de monumentos de olvido oxidado conformando aparcaderos de trailers en medio del frío del bosque circundante. Sitios que reciben la escoria de las otras ciudades. Refugio de marginales de toda laya. Hagamos un viaje, y en este hipotético viaje vamos a aparcar el auto y ver qué sucede: tal vez, detrás de los arbustos escuchemos los gritos de alguna mujer recibiendo una paliza dentro de algún motorhome. Luego, el ruido de sirena de alguna patrulla que con mucha cautela se acerca a aquel lugar maldito. Lo normal es sentir miedo de estar ahí. Nadie quiere saber de sitios así. ¿Para qué? Ya tenemos suficiente con nuestra miseria personal y cotidiana.
El boom del crecimiento económico
y la abundancia de riqueza no fue un sueño que pudiéramos compartir todos. Algo
resultó sobrante como un rescoldo, una resaca de nuestras relucientes ciudades
que no pudo ser asimilada en el nuevo orden, el indeseable subproducto social
cuya utilidad es mínima. Ya no hablamos de la medianía quintaesenciada e
ingenua de los suburbios en décadas pasadas durante el siglo vigésimo con sus
amas de casa blancas y relucientes, rozagantes y colocadas de anfetamina para
soportar la dura friega y la infidelidad de sus consortes machistas y
maltratadores; o bien, la visión comercial de esas familias perfectas y de
sonrisa fácil comprando electrodomésticos Sunbeam o Sinclair. Algo se trastornó
para convertir la ensoñación idílica y mediocre y los reductos de inocencia en
pesadillas inevitables que se repiten en cada villa olvidada. Algo se jodió en
la América Profunda, o tal vez ya estaba jodido desde el inicio, pero ahora es
peor porque solo vemos desolación por todas partes. La realidad es fea y cochambrosa
y hay algo de contemplación fascinada en la atención que reciben esta clase de
comunidades.
Lugares como Knockemstiff despiertan el
morbo. Quizá lo sepan aquellos youtubers que hacen exploración urbana y
se arriesgan a una golpiza de parte de los moradores de esos basureros
olvidados de la asistencia social y las ayudas sanitarias. La visión será
contra idílica o no será: estos sitios se ubican a la orilla de las carreteras
interestatales en donde lo primero que vemos es una gasolinería atendida por un
sucio encargado que habla un lenguaje críptico y entre murmuraciones nos dice
que llegamos al maldito sitio equivocado. La atmósfera opresiva de estos
no-lugares es la pesadilla de los newcomers citadinos que llegan a un
sitio casi despoblado y reciben de los moradores solo frases hostiles. De esa
marginalidad surgen las leyendas urbanas.
Me viene a la mente otra comunidad
gringa, Oniontown, en el estado de Nueva York. Al estar ahí, lo primero que
observará el visitante será una zona de guerra con hogares destartalados, las huellas
del herrumbe en los jardines descuidados y basura por todas partes: un pequeño
caballo de plástico entre la maleza; un tiovivo oxidado que se quedó ahí,
viendo pasar la eternidad; bodegas que se convirtieron en picaderos de
heroinómanos; pastizales creciendo desordenadamente por encima de todo; mujeres
gordas y en bata a quienes no les avergüenza quitarse la dentadura postiza
enfrente de todos; tipejos con costras en los labios, dientes podridos y llagas
en la cara producto de su afición al meth. Pueblo de zombis, Oniontown
se convirtió en el hazmerreír de las redes sociales o los canales de YouTube. Los
habitantes, como respuesta, se hunden más en su mutismo, su hermetismo. Otros exploradores
llevan cámaras para captar la desgracia y mostrar al mundo la cara de la
pesadilla en pleno siglo XXI, tan correcto políticamente, tan hipócrita, tan igualitario,
tan hipercomunicado. Vaya, tan cercanos a Marte y a la vacuna contra el SIDA. Y
en esta pesadilla de casas desvencijadas y trailers oxidados veremos a
alguno que otro habitante en medio de la malilla o síndrome abstinencia gritar
enloquecido o arrojar objetos a los visitantes. La barbarie pura y dura.
Donald Ray Pollock, en su serie de
cuentos Knockemstiff (2008) se revela como experto en descubrir
cualquier nota discordante en la actitud humana, logra convertir esos citados
lugares y eventos lumpen en algo que pueda acercarse a la gran literatura. Se trata de historias de red necks, manifestaciones
de realismo sucio, una poética de lo indecible y marginado. Ahí está la
oscuridad social de un Steinbeck, sus mice and men que retrataba
invocando el pesimismo y la imposibilidad de la justicia porque ésta nunca
llega para los excluidos del sistema y que son siempre los más golpeados en
cada crisis cíclica del capitalismo tardío. Los personajes de Pollock, esos individuos
infames, se sujetan al estereotipo del estadounidense resentido y victimizado
por el sistema: creyentes en ovnis y teorías conspirativas, antivaxers, votantes de Trump, gentuza que solo espera el cheque de la
incapacidad, los bonos de despensa y las posibles ayudas gubernamentales. Toda
clase de outsiders que no pasarían ni siquiera el primer filtro
en una entrevista de trabajo. Excluidos e impresentables, esos palurdos
y subnormales deambulan por la calle en espera del próximo chute, o el
siguiente pasón de anfetamina. Alcoholizados y bestializados golpean a sus
mujeres e hijos mientras que los hijos, a su vez, golpean y violan a sus
hermanos y hermanas pequeñas. No hay ley, no hay piedad, no existe un asomo de
decencia o intención de dignidad. La inercia del fracaso personal y social lo
dominará todo y se extenderá como una plaga pudriendo todo lo que toca, como en
una alquimia inversa. En ese enclave no es posible moverse. Una vez que entras,
vas a posponer el viaje de regreso. Hay un hechizo en los cuentos de Pollock, una
invitación a adentrarnos a dicho pueblo sin importar que se trate de un agujero
apestado y agusanado, perdido entre ciudades cosmopolitas que no dan un
cacahuate por esa villa de perros, pueblo de degenerados y adictos cuyas vidas
merecen ser filmadas por el más infame de los realizadores: Lars von Trier.
Lugares así conforman el patio trasero del American dream y son un reducto que muestra la pesadilla física de los excesos del capitalismo neoliberal, individualista y despiadado. No mercy. That’s the way. En algún lugar habrá que colocar la white trash que se quedó sin hogar, viviendo al día y con lo que vaya saliendo para ir tirando poco a poco, sin trabajo o cualquier medio de subsistencia. En lugares como Knockemstiff, abundan las drogas: las anfetas que consumen las enfermeras del hospital de veteranos para aguantar las duras jornadas; el crack, es decir, la cocaína de los pobres, esos jodidos fumetas que se dan el subidón instantáneo a la estratósfera para luego descender a la cruda realidad sintiéndose como un costal de desperdicios radioactivos; la oxicodona, que es como un cohete Saturno que te eleva por los aires; la fase de opiáceos como el Demerol, surtido ilegalmente por algún farmacéutico para los desgraciados que se jodieron la espalda para siempre trabajando en alguna fábrica o armadora de autos; la PCP o polvo de ángel que los alucina con sus efectos neurotóxicos; el syrup o el lean, el Deca, ese el esteroide ilegal para ponerse vigoréxicos y proclives al infarto, etcétera.
Los cuentos de Pollock no dan licencia al
cachondeo sentimentaloide ni dejan entrar a los recursos embecelledores del
habla. Todo es crudo, directo, visceral. Por poner ejemplos, en las páginas de
su libro somos testigos de un padre que pincha a su hijo con esteroides y lo
somete a una rutina extrema para participar en un concurso de fisicoculturismo.
O bien, se narra el abuso sexual de una niña por parte de su hermano. Personajes
que venden sus fluidos corporales porque el dinero de la asistencia social ya
no alcanza. Obreros en lugares infames haciendo labores que les intoxican la
piel, les exponen a sustancias cancerígenas y les joden los pulmones o los
incapacitan de por vida. Mujeres que ahorran toda su vida para enviar algún
hijo a la universidad y darle una ventaja mínima en un mundo despiadado. Los
personajes de Pollock son conmovedores por su capacidad de denigrarse, por su
tendencia a la caída, porque su realidad nos incomoda y nos sofoca. Cada
personaje y cada uno de sus actos forman eslabones de una cadena de eventos en
donde inevitablemente algo va a salir mal. Los eventos y personalidades de las
historias se antojan creíbles y posibles. No hay que esperar optimismo en
Pollock. Hay un eje permanente que sostiene esa serie de cuentos: las múltiples
formas en que los personajes nos decepcionan. No esperemos higiene y confort. Nadie
gana nada en Knockemstiff y no hay manera de salir de ahí.
Pollock fue un escritor tardío, publicó
su primera novela a los cincuenta años. Pasó buena parte de su vida trabajando
en una fábrica de papel, lo cual nos induce a pensar que su literatura es algo
más que el acercamiento de un turista curioso y pequeño burgués queriendo
conocer la América Profunda. Su visión del entorno, que refleja en obras como El
diablo a todas horas (2011) y El banquete celestial (2016) se
presume valiosa dado el origen del autor, quien ha sido definido a veces como
un auténtico working class hero que conoce de primera mano los ambientes
lumpen. Algunos críticos hablan de su honestidad y el oído para captar las
minucias del lenguaje y la jerga de los personajes que retrata. La obra de
Pollock no es para romantizar sino para sacudirse. No esperemos ver a ganadores
satisfechos y optimistas en esta obra. Pensemos en ella como el espejo social
de una pesadilla que existe, que se manifiesta en ciertos lugares. Esta épica
del fracaso nos va a molestar un poco, sufriremos su pesimismo y la ausencia de
alternativas a la destrucción y la decadencia, pero ya conocemos una de las
funciones que debe tener la literatura: incomodar siempre, incomodar a toda
costa.