Pensando en Raymond Carver
Por: Noé Vázquez
Para Soleil.
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Pensar en Raymond Carver es pensar lo cotidiano, aprender a revalorarlo como sustento de lo literario. Su literatura pone el enfoque en un realismo humilde, huérfano, desprovisto de adornos y acabados, mucho más directo. No hay que esperar la concesión de un pase metafórico, la felicidad de una alegoría, la comparación que divague para distraernos con flores, el viento poético que infle las frases para que floten con nuestra ensoñación; duro y directo, como quedarse plantado bajo la lluvia en un poste luego de un "hoy no podré ir, cariño", o bien, "esto que quieres que pase, no pasará"; seco como la verdad a quemarropa que nos deja helados y mudos, pensando en los nuevos sinsabores que vendrán: "tu padre está en el hospital", o "nuestro hijo ha entrado en coma". Cuando nos vemos insertos en lo real se nos pide no imaginar, no inventar, no soñar, solo enfrentar, confrontar, afrontar, de cara al aire, a la intemperie, al sol que quema, ardidos de vergüenza, rumiando un mea culpa. Carver parece tratar así a sus personajes, no los idealiza, no los adorna, solo describe sus situaciones. En el estilo de escribir de Carver, todo debe ser simple y llano, mínimo, con esa frialdad que es como un golpe certero, siempre al centro (yo señalo mi pecho, digo que el centro está ahí). Lo real es vivir al día, no tener un empleo fijo, divagar en círculos de tedio mientras miramos meditabundos el pan humilde y amargo de nuestra mesa, el drama de nuestras casas, los pequeños brotes de felicidad que no duran, y menos si no se comparten. Lo real está en los detalles mínimos y cotidianos, las horas que pasamos viendo televisión, las charlas insulsas con nuestros conocidos, en fin, la manera de arrastrarnos precariamente por esta vida y en el caso de los cuentos de Carver, el alcohol como presencia casi constante. Lo real es aquello que nombramos con números: cuánto ganas, cuántos años tienes, qué edades tienen tus hijos, cuántos meses te quedan de vida...números de los que es imposible sustraerse y que penden de nosotros como una espada de Damocles.
Carver. Realismo sucio y cotidiano. |
Es posible que Carver engendre ese estereotipo del escritor: un tipo meditabundo y de aspecto triste y lamentable, un alcohólico al que su tedio lo cuece a fuego lento, un sujeto amargo que abunda en frases lapidarias y repletas de cinismo, un outsider que necesita tomar cualquier empleo por trivial y mezquino que parezca (pero ya sabemos que no hay trabajo trivial). Cuando leo los detalles de su vida no puedo evitar pensar en el sustrato autobiográfico y anecdótico que hay en sus historias; y también en sus infiernos personales, en sus hábitos y vicios. Pero ser escritor y al mismo tiempo alcohólico es un cliché tan gastado que los dos términos terminarán por parecer sinónimos como en aquellas felices épocas cuando se presentaba el afinador de órganos y decían: "Ya llegó el bach", y es que eran muchos los de la familia Bach que se dedicaban a lo mismo. La lista que vincula el alcohol con el oficio de la escritura es larga: Lowry, Hemingway, Poe, Chandler, Kerouac...Pero esa asociación tampoco es una regla. Hay escritores particulares; más que géneros, escuelas o estereotipos, hay singularidades, Carver es una de tantas.
Cuando leí los cuentos de Carver que están en De qué hablamos cuando hablamos de amor no pude evitar pensar en las distintas formas de soledad que parecen enfrentar sus personajes, la soledad conforme y atemperada, hasta podría decirse feliz, y la soledad neurótica, grabada con huellas de las personas que no quieren estar con nosotros, o bien, la soledad con la impronta imborrable de las personas que nos dejaron; imaginaba la tristeza de cualquier forma de mudanza y el irremediable cambio de aires que trae aparejado el desencuentro con las personas queridas; reflexionaba sobre las casas que se derrumban (literal y metafóricamente); meditaba sobre las relaciones que mueren poco a poco al compás de gritos constantes de "¡te odio!" y "¡ojalá y te mueras, solo y podrido!". Imaginaba ese silencio que queda después de una relación rota, hecha de afinidades que gradualmente se vuelven mínimas para pasar al territorio de las diferencias irreconciliables, para luego, quedarnos con los dedos helados y las manos sudorosas de tanto vacío imposible ya de llenar. La costumbre de las ventas de garage sólo es un efecto colateral de nuestras rupturas constantes e infelices: la partida de un ser querido, el rompimiento de una relación, el abandono de una casa. Pero también, es posible observar en esos cuentos, la remembranza y el afán obsesivo por una felicidad apenas entrevista y esbozada. La prosa frugal de Carver señala lo grandioso y complejo de las aspiraciones individuales desde la presunta insignificancia de sus personajes. Con Carver pasamos de lo duro y directo a la compasión y la simpatía que como lectores podemos aprehender de las vidas ajenas, por aquellas parejas que no pudieron seguir adelante y, cuando nos enfocamos en los detalles, no podemos olvidar los efectos personales que se quedan como sobrevivientes de un naufragio, intervenidos con historias de tiempos más dichosos. Esos cuentos saben referir dramas de una forma muy cruda en donde no falta el asomo del horror y del misterio, muchos con finales abiertos como interrogantes, casi preguntando al viento sobre el misterio que a todos nos toca, y es que el final de cualquiera de sus historias sólo parece ser el comienzo de otra, la de nosotros como lectores que rumiamos un poco el sentido de la misma, en silencio, casi escuchando el ruido blanco que queda después de una conversación acalorada.
Tal vez los cuentos de Carver sean una introducción mínima y simple a nuestros silencio de lectores meditabundos y tristes, inventos al fin, de un escritor de aspecto meditabundo y triste, que como cualquiera de nosotros, tuvo que aprender a sobrevivir precariamente, como sus personajes.
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