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El Blog de Noé Vázquez

viernes, 1 de julio de 2016

Las chambitas y los días. Borges en la biblioteca Miguel Cané.




Por: Noé Vázquez.

Todo empieza con alguien que conoce a alguien. El primo de un amigo, un conocido, un compadre, que no un compadrito, ya que ellos se cuecen aparte. Si te llamas Borges y quieres tener un empleo tal vez sea conveniente un amigo llamado Adolfo Bioy Casares y otro de nombre Francisco Luis Bernárdez, así con ello, Jorge Luis Borges tendrá un medio de subsistencia en la Biblioteca Pública Miguel Cané. Ciertos testimonios dicen que en su primer día se apresuró con el trabajo para terminarlo a tiempo. “Calma che Borges” —habrían de decirle—“Si seguís con ese ritmo de trabajo nos van a despedir a todos”. Borges se lo toma con paciencia. Ya habrá tiempo para todo.

Los días transcurren, anodinos, abyectos, todos iguales, no es posible diferenciarlos, los marca la monotonía, el hartazgo. Sus compañeros de trabajo lo detestan, alguien, cuyo nombre será preciso olvidar lo recordará por su soberbia. Están hartos de él, pero su repulsión les llegará hasta la desesperación en años posteriores. No faltará quien diga: “Estamos hartos de Borges”. Otros pensarán en él como un subalterno mediocre. Alguien más, dicen que fue “El Rufián” Bogdano, se sorprendió de ver escrito en alguna partida enciclopédica de la Espasa de 1931, la foto con su nombre: “Jorge Luis Borges, poeta y literato argentino”. ¿Será posible que existan dos personas el mismo nombre y que se parezcan tanto? Borges trata de aclararlo, no miente, "soy yo", habrá de decir. Desde luego, nadie le cree. Borges no dará después mucha luz sobre el asunto, no le interesa, sabe que eso no es importante. El mundo está lleno de incautos que como polillas se incrustan en la luz de la fama. Tal vez, uno de esos días se presentaron en la biblioteca sus amigas socialités, tan fifís, tan elegantes, tan upper class colmándolo de atenciones, de distinciones, señalándolo como uno de los suyos; después de todo, nadie escapa a un poco de esnobismo. Las empleadas de la biblioteca miran la escena, se cuestionan: “¿Quiénes son? Qué señoritas tan elegantes”, — pensarán ellas—. Tiene razón Proust cuando dice que el esnobismo es el aquel pecado sin remisión que mencionaba San Pablo.

El ambiente es sórdido, vulgar, hay intrigas, maledicencias, Borges se refugia en algún sitio apartado. Imagino sus tardes en esos años, sólo podemos suponer el flujo de su pensamiento que rescata algunos mitos como aquel en el que la creación es producto del caos y que sería la base de uno de sus cuentos más conocidos, cito una parte: “El Universo, algunos lo llaman biblioteca…”. Borges imagina argumentos, como en el Tema del traidor y del héroe donde cree que la imaginación justificará sus “tardes inútiles”. ¿Qué tan “inútiles” para la literatura argentina fueron esas tardes? El ambiente de esa “ilegible biblioteca de los arrabales del sur” que menciona en El Aleph, le dio a Borges la posibilidad de crear los momentos más fascinantes y memorables de la literatura latinoamericana. Borges, que imaginaba el Paraíso como la morada de una biblioteca no fue dichoso ahí, y es fácil adivinar por qué, para él, el ciudadano promedio no tenía más interés que el fútbol y los chistes soeces. Borges les reprocha en silencio su incuria, su falta de ambiciones culturales y espirituales. Pero hay buenos momentos, instantes de reflexión, de cavilaciones que no cesan. Borges piensa en un universo sin Dios, lo notamos en sus historias, lo concibe como ausencia, y también, como personaje. El empleado Borges se sabe ignorado, de alguna forma desairado, humillado por un trabajo para el que se siente sobrado. Casi ciego, con unas gafas estrambóticas, de fondo de botella, acerca la mirada a los textos como si quisiera entrar en la dimensión de sus páginas, la vista ya no da para más. Se conforma, no le gustan las quejas, las demostraciones demasiado efusivas, los exabruptos dramáticos, insiste en guardar siempre la compostura, la caballerosidad, el porte. Sabe de lo heroico que hubo en sus antepasados enterrados en el cementerio de La Recoleta. Parafraseando: no hay lágrimas no hay reproches. Borges se conforma: “Si el amor, la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otro, que el cielo exista aunque mi lugar sea el Infierno, que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que un instante, en un solo ser Tu enorme biblioteca se justifique”. La lotería de Babilonia, La muerte y la brújula, Las ruinas circulares son obras que surgieron en esas distracciones que Borges buscaba en su trabajo. Robando tiempo, aprovechando sus ocios de empleado municipal, sacando subrepticias notas mentales, llevándose textos a su casa. 

Veinte años no es nada, y nueve años son un día, un largo día que un día termina, vaya, un suspiro. Es el tiempo que Borges lleva ahí trabajando. Entonces Juan Domingo Perón sube al poder. En 1946, otro empleado cuyo nombre insistimos en desdeñar, lo acusó de ser un “un anglófilo liberal y un obtuso antinazi”. Borges quiere que lo saquen de ahí a patadas, lo desea desde el primer día. Trabajar es la opción que tomamos para sobrevivir, lo otro es saltar por la ventana, como quería Franz Kafka, empleado de una compañía de seguros, quiero acordarme, Assicurazioni Generali. Perón se lo concede: Borges llega cierto día, y como cualquier día se deja llevar por la gravitación de la rutina pero no lo dejan continuar: Acaba de recibir su nuevo nombramiento: “Inspector de gallinas y conejos del mercado municipal”. Borges declina. Las dictaduras carecen de imaginación, les falta sentido del humor, sus agravios son burdos, nos dicen mucho de quien los confiere, de su nulo sentido del humor, de su intolerancia. Los caminos de la humillación son extraños, tortuosos, intrincados. El gobierno peronista reflejaba esa monotonía que sólo saben dar las dictaduras, los que hablan de un Borges acomodaticio, o poco comprometido se equivocan. 

La Biblioteca Municipal sigue ahí, la mencionan en las guías de turista para que la gente llegue a ver el sitio en donde trabajó Borges, el gobierno hizo algunas remodelaciones para situar los momentos del escritor en cierto espacio. Dicen que en este lugar trabajó y le asignan un cubículo, ponen ahí una máquina de escribir que es casi una chatarra, colocan algunos textos para que se diga que el ahí “estuvo” el literato, claro, los empleados que lo conocieron saben que eso es falso, se trabajaba en toda la biblioteca, ordenando, catalogando, redactando fichas, localizando textos, qué se yo. Uno a uno llegan los dévots incautos que creen sentir la presencia borgeana en ese lugar, la han visitado escritores como Juan Villoro, Jorge Edwards. “Bonita la biblioteca”—podrán decir, casi con amabilidad. Ilegible, discreta diría yo, y no faltará algún vecino despistado que diga que lleva treinta años viviendo ahí y apenas descubrió que había una biblioteca más o menos importante. 

Los cuentos de Borges hablan de Borges leyendo, pocos sospechan que esas lecturas venían de un tiempo en que la revelación lo encontraba trabajando, de las epifanías que llegaban en un interludio del trabajo. Se escribe porque es inevitable, se escribe de cualquier forma, lo sabía Faulkner quien pudo haberlo hecho a la intemperie y en una carreta volteada; se escribe a como dé lugar, incluso sin la pluma en la mano mientras despachas gasolina como lo hacía Raymond Carver; o bien, como un oscuro contador público metido en la bóveda de algún complejo industrial de la Goodrich-Euskadi, como dicen, lo hizo Juan Rulfo, y otros dicen que era agente viajero, habrá que creerle a Arreola; y al escribir este nombre pienso a éste, el Arreola nuestro de cada día trabajando en una sucesión de roles y personalidades como un auténtico Frégoli de las chambas: vendedor ambulante, maestro de trigonometría —de la que no sabía nada, todo estaba en su memoria, dice él—, encuadernador, declamador ocasional, actor de radionovelas, corrector de pruebas, y lo de lo que me vaya acordando cuando abandone esta página; no nos detiene la necesidad de sobrevivir, Henry Miller en su trilogía Plexus, Nexus y Sexus refiere hasta el cansancio una sucesión de empleos ocasionales en los que nunca destacaba. No todos los escritores podían tener su “chambita”, otros eran tan inadaptados que difícilmente lograron encontrarla, todo se fue en trabajos informales, ocasionales, me refiero a H.P. Lovecraft, quien debido a su falta de adaptación al mundo que le rodeaba, vivió hasta el final de sus días frugalmente y murió con lo justo…

Volviendo a Borges, creo que fue una de sus amigas Silvina Ocampo quien, ante los apuros del escritor, que se había quedado sin su medio de subsistencia le mencionó: “Pero, un escritor de su categoría, estoy segura que se puede ganar la vida dando conferencias”. Así, Borges se convirtió en conferencista en algunas provincias argentinas y uruguayas, a pesar de su timidez, su tartamudez. “Anímese Borges, échese unas cañas y verá como todo se resuelve”— pudieron haberlo dicho—. Y aquí empieza la tradición del Borges oral, que para algunos, representa otra parte de su literatura. Para Borges, “cualquier hombre puede leer cualquier libro”, tal y como se menciona en La muerte y la brújula, no puede haber declaración más igualitaria acerca de la cercanía que nos propone el escritor con respecto a su obra; imposible sostener la idea de un Borges soberbio. Para nosotros, lo que un hombre puede hacer lo puede hacer otro. Creo que él lo hubiera dicho mejor: “Somos agradablemente, los otros”, por eso transmigramos e imaginamos las tardes en esa biblioteca de los arrabales del sur. 





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