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El Blog de Noé Vázquez

miércoles, 5 de agosto de 2020

Kafka y lo kafkiano


La pequeñez del individuo

Considero que Franz Kafka (1883-1924), desde ese caldo de cultivo de ideas por venir que se dio en las ciudades de Viena y Praga ya nos estaba prefigurando. Kafka se adelantaba a nuestra angustia, pero no buscando predecir el futuro, sencillamente señalándola desde su propia tradición. Esa angustia y sentimiento de culpa social que prevaleció en los proyectos de ingeniería social del siglo vigésimo ya tenía una profunda imbricación entre los grandes temas de la literatura judía. El llamado Pueblo del Libro arrastraba a través de su tradición escrita una serie de temas que aparecen en su literatura como un leitmotiv: un profundo sentimiento de vergüenza, la necesidad de expiación, la idea tan marcada de la afrenta —recordemos esa frase destinada a uno de sus personajes: «Es como si la vergüenza pudiera sobrevivirle»—, la presencia tan marcada del exilio como una amenaza sobre la felicidad, una visión mística sobre el destino. Se advierte en sus textos una sensación de abandono, de vivir en la incertidumbre y a la intemperie en donde prevalece la incomunicación y una atmósfera asfixiante y absurda.

A Kafka lo podemos ubicar geográfica e temporalmente en Praga a principios del siglo vigésimo, pero también, en medio del clima intelectual del Imperio Perdido, tal vez escuchando fragmentos de ideas escapadas de alguna conversación; quizá distinguiendo, en el polvorín del Zeitgeist europeo tan divergente y politizado, la espera y la llegada de Hitler. ¿Qué pudo ver o escuchar Kafka en ese Imperio Austrohúngaro que vio llegar a  Karl Kraus, Sigmund Freud, Joseph Roth, Hermann Broch, Robert Musil? Los cafés de Viena y de Praga, y sus interminables charlas ya intuían los gobiernos totalitarios. La obra kafkiana, incluso dando la apariencia de observar el mundo personal del autor y el temperamento del judaísmo, ya estaba dando la interpretación de un entorno futuro y posible.
Como en la idea del individuo creada por el «limo de las burocracias», Kafka se hace pequeño, se reduce a sí mismo. Lo advertimos en su vida personal. Pero también lo notamos en sus personajes: se presentan ante nosotros de una manera ínfima, casi minimalista, en un estado perpetuo de indefensión, sin un pasado o antecedentes personales. Observamos en Kafka y su obra el empequeñecimiento subjetivo frente a las circunstancias, la humillación del yo frente a lo imprevisible, la incomprensión hacia el entorno, la ausencia de verdades concretas, de coordenadas para ubicar un espíritu siempre a la deriva, en lo inasible. Su literatura reconoce un Misterio supremo reconocido por cada ser en lo particular, el gobierno de una forma de azar de cuya lotería siniestra nadie puede escaparse.

Lo inefable gobierna este mundo, el ogro en forma de Estado policíaco, de organización secreta. Kafka prefigura las purgas estalinistas y el holocausto nazi, la burocracia eternizada y sus tentáculos, los gobiernos totalitarios, la estupidez gubernamental que muchas veces supone la cancelación de toda iniciativa personal. El individuo se disuelve frente a las formas inefables del mundo y nos señala con su incertidumbre el sitio inmenso donde se da cita la incomprensión y la tendencia del poder estatal a invisibilizarnos. Cada hombre, se dice, está sólo frente al Universo, pero nunca más solo que en esos mundos de Kafka, quien pudo haber heredado ese sentimiento de soledad como una tradición o atavismo del pueblo judaico. Un sentimiento de abandono frente a un Dios que los dejó morir de hambre en el gueto, o permitió que fueran aislados y segregados como esos perros de Constantinopla desterrados en la isla de Sivriada. Esa divinidad que una y otra vez no los rescató de los pogroms constantes o de la expulsión de los países donde habían logrado medrar. En Kafka está bien marcada la idea de la precariedad del judío eterno quien, también en la soledad, le levanta un proceso constante a su propio dios que lo olvida siempre en un país extraño hasta el fin de los tiempos.

En esa serie de simbolismos tan presente en su obra, el Estado megalómano y macrocefálico es el señor del Castillo, invisible e impasible como esfinge, amo sin rostro y sin nombre, sordo ante cualquier dolor o suplica. En este mundo distinguimos leyes no escritas, vagas, no expresadas y mudables. Notamos una voluntad impenetrable y siempre impersonal. Si algo gobierna la sordidez y el absurdo de la vida kafkiana es imposible conocerlo o predecirlo. Lo indestructible de cada individuo es la esperanza para no aceptar la derrota ni dejarse seducir por el cinismo, ser fiel a sí mismo. Este individuo empequeñecido que se concibe desesperado, solitario y hambriento fue el héroe que después pobló las páginas de Primo Levi y  Aleksandr Solzhenitsyn.

La soledad trae aparejada la imposibilidad de comunicarse, o de ser escuchado. Hay cierto mutismo expresado por los señores del Castillo que se refleja en esos edificios públicos de construcción maximalista y de brutalismo arquitectónico que tanto predominaron en los países del bloque soviético, como bestias gigantes destinadas a mostrarnos qué tan pequeños somos. Carentes de vida, intimidantes, son construcciones absurdas que parecen haber sido planeadas por una entidad demente. Lo terrible de una edificación así es que se trata de una obra humana que nos dice que algo se nos quedó en el camino mientras perseguíamos un ideal de progreso. Goya diría que el sueño de la razón engendra monstruos, y mientras caminamos por los pasillos de esas edificaciones grises y frías —hospitales u oficinas de gobierno— y atisbamos nuestro interior —que nos recuerda que nuestra soledad y miedo son lo único que cuenta—, somos en ese momento Josef K., Gregorio Samsa, Karl Rossmann, K.,  cualquier alter ego o trasunto de esa conciencia personal y luego universal que se sabe insignificante ante un mundo que no comprende. Desde nuestro centro imaginamos que todo lenguaje exterior es un ruido metálico, carente de espíritu humano, y cada acción, código y estructura obedecen a un designio misterioso o ajeno que es obra de una maquinación en la oscuridad o de un azar perverso.

Imposible saber de qué se nos juzga, si alguien nos juzga, si seremos juzgados o si el juez que lleva nuestro proceso mostrará alguna vez un rostro que lo haga humano. Nunca sabremos si en la sucesión de nuestros actos hemos violentado una ley desconocida o no escrita. Si el mundo es gobernado por una autoridad anónima entonces todo puede esperarse, incluso el olvido hacia nuestra persona, los viajes en tren hacia los campos de concentración, la destrucción del gueto, el asesinato de nuestra familia…todo empieza con el ruido de un elevador o unos misteriosos toques a la nuestra puerta que anuncian un par de agentes que viene por nosotros. Si al mundo lo gobierna una autoridad siniestra e implacable debemos esperar lo peor: la marcha en trenes hacia Auschwitz, el Holocausto.

La conciencia universal del hombre de principios del siglo XX se vio alterada por los gobiernos totalitarios, pero Kafka, al percibir los cambios originados en este siglo sin quererlo se remonta hacia ese sentimiento judío de soledad e incomunicación. El personaje kafkiano parece entender el comportamiento de su entorno de manera estoica, atribuye causas lógicas al silencio que lo rodea. Josef K. le concede bondad al señor del Castillo y Gregorio Samsa, a pesar de su condición de insecto gigante, persiste en las preocupaciones sobre su familia o la economía del hogar. La circunstancia es un gigante egoísta que no habrá de perdonarnos el pecado de haber nacido. Al mundo Kafkiano no lo habita ni Dios ni una lógica que vuelva comprensible y justificable cada acto y le dé una explicación racional. No existe una entidad deus ex machina que resuelva los conflictos y restablezca la piedad, la misericordia o imperio del sentido común. El mundo kafkiano es el de un hombre que visualiza obsesivamente la existencia de un Canaán personal pero que no entiende por qué se le ha arrebatado incluso la esperanza de alcanzarlo. Se vive el aquí y el ahora sin escapatoria, sólo hay que esperar. El sufrimiento del personaje kafkiano inicia con la discrepancia con el mundo exterior dueño de una lógica inhumana y desconocida, es imposible entenderla. Lo kafkiano es definido como lo opresivo, lo misterioso y lo inefable: aplazamientos incesantes, silencio ante preguntas concretas, falta de explicaciones satisfactorias, situaciones entre absurdas y ridículas, imposible distinguir una manera de romper ese esquema donde no existe una entidad que disuelva la tensión de nuestra angustia.

Los estados represivos y totalitarios son los regímenes kafkianos por excelencia: sometieron a sus habitantes a procesos incomprensibles, asesinatos, manipulación, explotación, detenciones, interrogaciones y a una burocracia interminable. La idea era reducir la dignidad y los atributos de una persona a la categoría de hormiga, de insecto aversivo entregado a una individualidad vergonzosa y mal vista por la colectividad. Particularmente en la época de Stalin en la Unión Soviética, el gobierno fue kafkianamente sordo. El personaje kafkiano no puede distinguir símbolos que le den coherencia o sentido a su existencia: una confirmación, un norte dentro del laberinto, una serie de coordenadas que formen un anclaje definitivo. Kafka se anticipó el caos de la desinformación y el engaño estatal, la manipulación mediática y la falta de certezas jurídicas y al final, se convirtió en uno de los escritores más actuales.


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