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El Blog de Noé Vázquez

jueves, 30 de mayo de 2019

Este es, indudablemente, Franco Félix. Una aproximación a «Mil monos muertos»

Franco Félix. La ficción dentro de la ficción.

Así como en esas amistades inglesas que menciona Borges, confieso que, dada mi torpeza social, he tratado poco a Franco Félix (Hermosillo, 1981). Lo mío consiste en omitir saludos, intercambiar silencios, encriptar mensajes que luego lanzo con la condición del alfil al que hay mirar de sesgo y con desconfianza, y al final, pretender que todo ello forma un lenguaje, quizás sí lo sea. También es posible que esto no sea una reseña sino otro correo cifrado. Pero, ¿quién podría saberlo? Conocí al autor de Los gatos de Schrödinger (Tierra Adentro, 2015) en Hermosillo, luego de la presentación de un adelanto de Todos me llaman pelmazo. Aquella noche, al terminar dicha exposición, caminamos hacia un bar que se encontraba cerca mientras cruzábamos algunas frases cortas. Quienes conocen a Franco Félix no me dejarán mentir: Franco tiene una voz pausada que se suspende en sus afirmaciones, como si las pensara dos veces, es muy cuidadoso con sus preguntas, se detiene en alguna respuesta para abundar en ella; no oculta la preocupación por los hechos de su entorno, siempre está alerta, piensa como un detective, o lo que es casi lo mismo, un sinólogo; le interesan las teorías sobre la metonimia, las metáforas, las ciencias biológicas, la robótica. Lo podemos imaginar caminando por una calle de Hermosillo en alguna noche mientras hace alguna observación por algún hecho que le parezca intrigante: el nombre de una calle, la clasificación taxonómica de un árbol, las urdes posibles de quienes ponen la música ambiental de algún parque.

Recuerdo poco de lo que hablamos aquella noche, pero tengo presente que, de manera natural nuestra conversación fluyó hacia a mito de Orfeo, no me pareció extraño, siendo Franco del autor de Los gatos Schrödinger y considerando que asocio la mitología científica de ese experimento imaginario con esto: Orfeo decide volver la vista hacia Eurídice antes de que la toquen los rayos del sol, el héroe incide con su mirada, concreta el dato de una Eurídice que se desvanece para siempre. Me di cuenta de que le intrigaban los estados superpuestos de una realidad que puede ser lo uno o lo otro mientras no la congelemos con la mirada, o no terminemos nosotros mismos convertidos en columnas de sal como la mujer de Lot del relato bíblico. Hay algo sensual en la observación derivada de la curiosidad que enriquece nuestra inteligencia y confirma nuestra humanidad y que también, nos libera de la tutela de los dioses. Descubrí que Franco es como una máquina de fraguar hipótesis, de encontrar correspondencias ocultas, detalles que a veces pasamos por alto, entonces pensé que si Franco no hubiera sido escritor, podríamos ubicarlo en algún campo científico como el de la física o la medicina.

A Franco le gustan los misterios, lo ha recalcado algunas veces, le preocupan las ciencias; sus cuentos y relatos lo demuestran, también abunda en él cierta fascinación por los hechos raros, por ciertos detalles grotescos, singulares y poco clasificables que parecen perturbar nuestra noción de la realidad. Estoy seguro de que le interesarían historias curiosas como aquella de Julia Pastrana, la mujer barbuda sinaloense, atracción circense del siglo XIX, o que disfrutaría de libros de rarezas médicas con enfermedades de uno o dos pacientes en el mundo. Tal vez piensa con frecuencia en el misterio de la Dalia Negra, aquella mujer de la que James Ellroy haría una novela. Hay en sus comentarios y en sus historias, la idea obsesiva de que no es posible volatilizar el misterio del Castillo kafkiano en donde K. buscará por siempre encontrarse con su empleador, la certeza de que observamos el mundo a partir de un modelo de «función de onda» en donde aquel hipotético gato permanece suspendido en ambos estados (ahora los físicos creen que no es necesario observarlo, basta con agitar un poco la caja). No creo que Franco Félix pudiera sentirse cómodo en un mundo con respuestas dadas porque la explicación de un fenómeno, cualquiera, sea social o de la naturaleza, sólo es la forma definida que adopta el encanto por el misterio que le precede. Su literatura está construida en la revisión de esas etapas intermedias entre la enunciación de la pregunta y la perplejidad por la explicación ofrecida. Gracias a la formulación de la incógnita se trama la ficción. Imagino sus insomnios mientras revisa una y otra vez la documentación que ubique a otra de sus obsesiones, Thomas Pynchon, dentro de una cronología definida y comprensible. Recuerdo que alguna vez mencionó sus dudas sobre la existencia de este mítico escritor. Qué tal si se tratara de algún colectivo, nos dijo. No creo que lo haya dicho en serio. Tuve mis dudas, no imaginé que pudiera ser como uno de esos eventos inclasificables como Luther Blisset, autor de la novela Q. Tal vez para algunos, el mundo pueda ser un evento inerte que cruzamos anestesiados, no para Franco, quien distingue en todo momento un encadenamiento de efectos y causas.

En su nuevo libro de relatos Mil monos muertos (BUAP, 2017) Franco Félix ratifica sus obsesiones constantes y notorias. Al libro lo conforman los siguientes cuentos: «La inutilidad de volar», «Chicas suicidas», «Anotaciones de un salto al vacío», «Muertes falsas», «Esto es, innegablemente, una pipa», «49 flatulencias», «Este pueblo es propiedad de Irán Castillo» y «Objeto A goza la muerte». Los títulos revelan tramas en las que algunos de sus personajes son conducidos a situaciones límite: un hombre que recibe el don de volar, una artista-fotógrafa conceptual que convierte su propia muerte en un espectáculo, una joven hermosa con un extraño tatuaje que un día decide suicidarse, un fraguador de notas falsas cuyos escritos rompen los límites entre lo real y lo imaginario, un diálogo que sucede en un intervalo de tiempo cuántico, una situación estilo «efecto mariposa» en la que un mosquito define la vida y la muerte de los personajes. Hay algo, al mismo tiempo chacotero y fúnebre en esas historias, también, una serie de referencias y símbolos como en el caso de los cráneos. En Mil monos muertos, esos relatos conducen a finales abiertos, pausas congeladas previas a la desgracia, a sugerencias que conducen al lector a imaginar posibles finales, a la fracción de segundo desdoblada en tramas imposibles que anteceden a la muerte. Esas historias transcurren en la brecha límite entre lo objetivo y verificable, contra lo alucinatorio que, en algunos de sus cuentos no parece resolverse. En esa brecha notaremos la convulsión de una realidad detonada por una comprensión cáustica que indaga y señala la polisemia de los signos del mundo.

Hablando de los símbolos y pensando en el acto de fumar, en uno de sus cuentos, «Esto es, innegablemente, una pipa», un cráneo humano es usado como una pipa y no puedo evitar asociarlo con Alberto Laiseca, uno de los autores de cabecera de Franco. En El jardín de las máquinas parlantes hay muchos diálogos que nos hacen desternillarnos de risa por la locura y la exageración de sus invenciones, por esas conversaciones emanadas de la exaltación. Esas charlas corresponden a locos que ríen, locos exagerados que dicen tener más mujeres que el rey Salomón, o de buscar a sus posibles amantes incluso en el futuro y el pasado. Si hablamos de fumar, el medio puede ser una pipa en forma de cráneo, un húmero, unas falanges, o un gigantesco bosque de cannabis que pudiéramos incendiar para aspirar el humo y darnos el golpe, imagen parecida a las perpetradas por Laiseca. Seguro que si Franco Félix hubiera escrito los argumentos shakesperianos, sus diálogos hubieran sonado así mientras alguien sostiene un cráneo: «Oh, Yorick, pobrecito de ti. Horacio, yo conocí a este hombre, era un ser sumamente gracioso…ahora es, indudablemente, una pipa de mota». Y hablando de objetos singulares para fumar, qué tal un gordo ejemplar de La broma infinita de David Foster Wallace usado como pipa para redondear la experiencia de las lecturas espesas y fumables que son parte del bagaje de Franco Félix y de paso, para sentirnos artistas conceptuales. Lo delirante del humor de estos cuentos también se contagia.

Ahora pensemos en la imaginería derivada de símbolos como el de la calavera, éste signo no es ajeno a ninguna cultura: los memento mori de algunos cuadros antiguos, la pared de cabezas sanguinolentas del Tzompantli, la iconografía de los grupos de rock, o bien, de los cigarrillos marca Death, los ejemplos son abundantes pero, lo que en la mayoría es tabú y fascinación, incluso empleada en la publicidad subliminal de algunas campañas comerciales, en Franco Félix revela la intención de enriquecer ese signo, de reinterpretarlo hacia otros significados, como si se tratara de construir nuevos códigos. La muerte es una y la misma siempre pero este símbolo es cargado con nuestra manera personalísima de morir.

Humorismo llevado a los límites del delirio. Algo hay de esto en los cuentos de Franco, como en «Este pueblo es propiedad de Irán Castillo», episodio de sexualidad arrebatada en donde el mismísimo doctor Kafka será un taimado ángel tutelar. Así, frente a una edición de la revista H que contiene fotos de Irán Castillo en cueros, le dirá a su protegido: «Es intolerable que a estas alturas, la censura tenga tentáculos tan largos. Arranca el plástico amiguito, yo también quiero verla». Franco Félix sabe reír para reírnos con él. Su humorismo está hecho de sobrevuelos sobre cualquier orden lógico como en esas conversaciones del cuento «La inutilidad de volar» en donde puede incluir datos científicos, combinarlos con los equívocos y quid pro quos de una conversación filosófica al mismo tiempo que nos golpea la mirada con la aparición súbita de un demonio que nos dice que habrá de concedernos un deseo, como el de volar, así como los djins del Corán y los íncubos de la imaginación medieval. La ciencia, la pseudociencia, las teorías de conspiración y la invención no están peleadas en absoluto, al contrario, contribuyen con nuestro entendimiento del mundo, nos acorralan para cortocircuitar la comodidad de nuestras certezas. Esas tramas transcurren en líneas paralelas en las que serán importantes los pies de página y las constantes notas aclaratorias, como en el caso de «Muertes falsas». Estos cuentos pueden congelarnos y llevarnos al silencio que antecede la reflexión. Son relatos que los caracteriza lo imprevisto, la súbita sensación de caída vertical que forma en nosotros la sensación de perplejidad.

Los absurdo como comprensión.

El ánimo para el relajo que es propio de sus historias, también lo expresa en su vida privada. El autor es de aquellos que pueden pedir un café en un Starbucks y decir que su nombre es William Williamson para que, como es de esperarse, la barista puede incurrir en la feliz equivocación de decirle: «Señor Stephen Stephenson, su café está listo». O bien, llegar a un hotel y registrase con el nombre de Samuel Beckett, tal vez con la idea de que el verdadero Beckett (o su fantasma) se presente, borre su ese nombre y diga: «Hola, soy James Joyce». La risa en Franco Félix revela la noción de que el mundo que le rodea es sorprendente, una ensalada de secretos que le divierte escudriñar y verificar. Su nuevo libro confirma lo que de él ya sabemos y nos enriquece el vocabulario para nombrar muchas de nuestras obsesiones, para pensarlas. Estos cuentos funcionan como un mecanismo en el que somos abducidos hacia lo macabro desde una perspectiva festiva y al mismo filosófica. Mil monos muertos es un detonante del desconcierto, un pistoletazo sobre muchas de nuestras convicciones, sus tramas nos sirven tender un puente hacia un mundo en el que siempre prevalecerá la incógnita y la duda, hacia eso pasajes misteriosos de la realidad que entretienen los insomnios del autor.

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miércoles, 23 de noviembre de 2016

David Foster Wallace o la ficción con esteroides




Por: Noé Vázquez.

En 1996, cuando apareció La broma infinita de David Foster Wallace, la editorial Little, Brown, and Company ya tenía una campaña de marketing en la que se retaría al lector posible, se habrían de dirigir al ego de los entusiastas, se les invitaría a la escalada, al esfuerzo intelectual (recordamos que Wallace veía incluso a las matemáticas como una forma de experiencia estética). Si partimos del lector, se necesita cierto nivel de irresponsabilidad para una lectura de 1079 páginas y 96 páginas de notas al pie; pero la editorial quería apostar en grande. Al final, pensamos que el lector de una obra de esas dimensiones es un insensato, un lector del tipo proustien que no se intimida con facilidad, un loco conradiano que no cesa de descubrir recovecos en algo como Nostromo; alguien capaz de soportar el esfuerzo muscular de la escalada, o simplemente, que no le importa abrirse paso a machetazos. La broma infinita es un tour de force, un ritual de iniciación si se quiere. Y lo dicho parece no decir nada.

Si pensamos en novelar como una reproducción y re-creación de un mundo no debe extrañar que el paisaje y la escalada resulten tan arduos; se somete al lector a un torrente de datos abrumador; en este sentido La broma infinita resulta monstruosa debido a su minuciosidad; en su desmesura, se asegura de que se evite toda simplificación, de tal forma que parece inabarcable para una descripción: así, si pensamos que La broma infinita es una novela sobre la academia Enfield de tenis, las distintas formas de adicción, un tratado sobre la depresión y sus consecuencias, y una mítica cinta capaz de desarticular la consciencia del desafortunado espectador; entonces, seguimos equivocados y hemos entendido poco.

Entonces, ¿cómo describir esta obra? Me pregunto y me respondo que parece complicado, tal vez una manera de aproximarnos antes de leerla sea otro libro, el volumen, compilado y editado por Stephen J. Burns Conversaciones con David Foster Wallace (2012), que nos otorga una visión íntima a las motivaciones de este autor, quien inicia su obra literaria luego de obtener dos licenciaturas en la Amherst College en 1985, una en inglés y otra en filosofía. Su tesis en inglés fue con la novela La escoba del sistema, la cual desde un principio llamó la atención de las editoriales quienes vieron a Wallace como un niño prodigio. El volumen de Burns lo humaniza, lo vuelve cercano al lector, lo presenta en su complejidad y sensibilidad. Wallace se nota flexible en los entornos presentados por los entrevistadores: erudito cuando la pregunta lo demanda, sarcástico si la ocasión lo amerita, frívolo si se presenta la oportunidad; no oculta sus molestias, se concibe como un producto de la cultura pop, se reconoce a sí mismo como un genio de la narrativa, asume y reconoce sus problemas con la fama y éxito. Wallace presume sus influencias: Gaddis, por ejemplo; pero también están Don DeLillo, Manuel Puig, Thomas Pynchon, John Updike, Julio Cortázar…Su carrera como escritor (si lo comparamos con otros de trayectorias más largas) resulta meteórica: un autor precoz con un grupo de obras muy importantes y valoradas por la crítica que se suicida en el 2008 luego de una depresión crónica que no fue tratada adecuadamente. Wallace nos recuerda a Ramanuyán, una supernova que iluminó los entornos para desaparecer demasiado pronto. Y aun así, seguimos sin comprender del todo la obra mencionada.

Si nos atenemos a esa definición gratuita y apresurada que afirma que toda literatura no es más que una colección de «chismes» (y aquí se vuelve necesario reconocer la importancia antropológica del mismo, sin «chisme» o la posibilidad de hablar a espaldas del otro, no existe la civilización y sus mitos), entonces podríamos considerar que La broma infinita tiene (en ocasiones y con toda proporción guardada) mucho parecido con la literatura sensacionalista y de reportaje amarillista, su comprensión de la realidad es histérica, abunda de tanto en tanto la exageración morbosa, es notorio el sensacionalismo de sus imágenes, nos atrae la crudeza de sus descripciones y lo explícito de su lenguaje; pero toda esta fórmula novelística tiene un propósito, desde luego, la novela, género de géneros en el que entra casi todo como en un cajón de sastre (incluyendo la posibilidad de decir: «esto no es una novela») animará o moverá al lector a un deslumbramiento constante por una obra que ya, desde su campaña de comercialización se presume como colosal y prodigiosa, una suerte de metástasis cancerígena o proliferación de líneas ficcionales; y el lector, como el supremo fisgón, habrá de escuchar con los ojos la marejada de esta realidad multitudinaria, de esa gigantesca ficción con esteroides y, atónito, como uno de los asistentes a las reuniones de la AA de Boston mencionadas en la novela, habrá de, usando las palabras del autor, «reconocer conscientemente que tiene que parpadear».



Y mientras tanto, ya entrados en la navegación, el lector ya cayó en la necesaria y dichosa trampa de la obra que para ese momento resulta ser un caudal gigantesco hecho de flujos y reflujos, entradas y salidas, ceses, avances, digresiones, interrupciones; esas corrientes pasan de los rápidos a los remansos, habrá momentos de pausas, de estancamientos, paisajes que habrán de prescindir del elemento narrativo y detener ese flujo, cuan aparatoso es, en elementos discursivos, argumentativos, disquisiciones muy detalladas: trivialidades sobre los tatuajes, o acerca la forma de «colocarse»; enumeración de monstruosidades físicas, rumores sobre drogas mitológicas, o sobre la morbosidad de ciertas enfermedades; la novela presenta muchas veces densas acumulaciones de sabiduría práctica y sucesiones de datos curiosos y anécdotas insólitas. David Foster Wallace no solamente «mueve montañas», como es la premisa de todo gran autor, sino que nos convence de que la realidad en la que vivimos puede resultar bastante extraña,  su premisa, como lo mencionó alguna vez, es de-familiarizarnos de lo cotidiano. Muchas veces parecería que no existe tema que esté fuera del foco del narrador y que nada le resulta extraño o prescindible para una explicación detallada. 

En La broma infinita, muchos de los personajes parecen confortables, satisfechos, bien asimilados y parasitarios en los vicios de un sistema súper capitalista de producción-consumo-producción, en una sociedad distópica que no parece tener ese freno que otorga la crítica y la posibilidad de una utopía como respuesta. Esta distopía presenta al mundo como un gobierno plutócrata, corporativista, totalitario, hegemónico. La flecha de la Historia avanza, pero en un despeñadero en el que solo cabe el suicidio, la inmovilidad del placer extremo y el cansancio, esta inercia supone la muerte por agotamiento de la postmodernidad. No existe una posibilidad distinta al hedonismo y al goce perpetuo. La humanidad de sus personajes es funcional en el sentido en el que son útiles a un esquema económico que supera los parámetros del capitalismo tradicional. Incluso los años llevan nombres de productos comerciales: Año de la Ropa Interior para Adultos Depend, por ejemplo. Como se ve continuamente aun en nuestra realidad, las corporaciones tienen la intención de volver al individuo uniforme, pasivo, asimilable a la experiencia del producto o servicio; quieren controlar cada aspecto de nuestras vidas, vigilarnos como la hace Facebook y Google, patentar el ADN de cualquier ser vivo (con excepción de los seres humanos) como fue el caso de General Electric, Nestlé se roba el agua, Monsanto y Grupo México la contaminan, compañías como Bechtel privatizan el servicio de suministro de agua al nivel de impedir la captación de las precipitaciones (como sucedió en Cochabamba, Bolivia), los ejemplos abundan. En la obra de Wallace, el tiempo se entiende como una cronología subsidiada, patrocinada cada año por una empresa o corporación distinta.

La humanidad descrita en la obra de Wallace parece un cultivo de gusanos sobrealimentados, pero, esa forma de exagerar sus características, de «sobreactuarlas» en su descripción al mismo nivel de la sátira tiene la función de llevarnos a las demarcaciones de la distopía, como reacción, como visión del mundo y como crítica: En Brave new world de Huxley, el soma conduce al individuo a un sistema continuo de satisfacciones y recompensas sin ningún espacio para el sufrimiento, el drama existencial, el dolor, la angustia o la neurosis. En el caso de La broma infinita, sus hipérboles se centran en todas formas de adicción posible y en la búsqueda del placer como una forma de suicidio.

El frenesí de una humanidad en busca de su orgasmatrón, y sedada por el consumo y el placer, es descrita en un ámbito como los grupos AA de Boston, o el Hospital Ennet House, centro para adicciones y otras enfermedades mentales. Las líneas narrativas que se desprenden de ahí forman la descripción de una resaca universal que a todos nos vuelve bondadosos y humildes. Los vicios del sistema tienen como consecuencia la muerte. La idea de una cinta avant-garde que pueda otorgar un nivel de placer tan intenso y un caudal de satisfacciones tan aparatoso que termina por inmovilizar al desafortunado espectador hasta conducirlo a la muerte por inanición es una metáfora sobre el suicidio de nuestra civilización. Si vemos la metaficción como una forma en la que la obra habla de sí misma, se refiere a sí misma, y es, como menciona Wallace «un reflejo del arte sobre sí mismo», comprenderemos entonces otra vez al lector, henchido por su vigorexia, asimilado por la editorial que le pide volver a su aparato ejercitador en el placer del lenguaje y el retrato de sí mismo y de su sociedad, en la espera de no morir en el intento tratando de dilucidar el misterio de un libro de semejantes dimensiones.

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