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El Blog de Noé Vázquez

sábado, 28 de julio de 2012

Ceniza de Tagore. El arte como reinvención del mundo

Por: Noé Vázquez.

Para Gilberta Villegas, por haber llegado y también por haberse quedado.


Mientras Juan Ramón Jimenez contemplaba las olas tremolantes tuvo una revelación: la espuma marina se había convertido en "la ceniza de Tagore". Para Juan Ramón, Tagore se había unido en "ceniza al mundo por medio del mar". De saberlo, el poeta indio hubiera encontrado una feliz explicación de sus ideas respecto al arte en una metáfora creada por el poeta español. Para Tagore, el arte es un fenómeno exclusivo de la personalidad, el cual "dibuja lo externo sólo en la relación que tiene con nosotros mismos", su elemento subjetivo es esencial, imprescindible. El artista puede unirse al mundo a través de la sensibilidad de los demás, su comunión con nosotros es perenne. Que la espuma marina sea la ceniza de Tagore los explica el hecho de que todo arte está dotado de su propia lógica. Para la interioridad de un artista las estrellas pueden ser sempiternas muy a pesar de lo que digan los astrónomos.

Tagore nunca dio una definición del arte pero intentó rastrear sus orígenes: "el hombre posee un fondo de energía emotiva que no es del todo indispensable para su conservación. Éste sobrante busca salida a través de las creación de arte".

El arte es un juego a ir más allá de los límites fijados por lo convencional y jugar sólo es propio de animales superiores. Jugamos a él porque poseemos el excedente físico y emocional para hacerlo. Desde los orígenes hemos buscado dominar la naturaleza y satisfacer nuestras necesidades inmediatas: derrotamos a la Bestia y después la dibujamos en las paredes de la caverna: representamos. Al calor de la hoguera re-creamos un instante pasado y, si queremos, lo mistificamos. El arte aborda la reinvención del mundo, crea una realidad alterna, subvierte el orden positivo y concreto de la realidad (a decir de Herbert Marcuse), nace de lo real y realiza una metamorfosis en la criba de la imaginación poética (no olvidemos que poesía viene la poiesis, que es construcción, edificación), realiza la objetivación de la sensibilidad del creador, trastoca los elementos formales de la realidad o los coloca en un plano distinto, imaginado; a través del arte se entabla un diálogo entre las ideas y las formas; consigna lo existente pero también nos otorga lo "ajeno", lo "otro": la llama mínima y singular que forma el estilo del artista, la comprensión unitaria e individual y solo parcialmente compartida con un lenguaje (siempre imperfecto) y los códigos existentes al momentos del creación; el jardín secreto y vedado, solo entrevisto, que forma el trasfondo poético de las cosas, ese reverso que mas que responder, interroga; aquello que es preciso y urgente trasplantar al mundo para romper el tedio de una realidad formal, de ahí el carácter subversivo y revolucionario del arte.

El arte es una interpretación de la realidad, una realidad imaginada. Preguntas al aire: ¿Quién puede contra la imaginación? ¿Qué recursos tenemos en su contra?

El arte, y en lo particular el arte literario nace de un impulso del espíritu, es la expresión de un dinamismo que que engendra vidas paralelas a la nuestra. Un espectador de los fenómenos literarios sabe que dormir es indeseable en un mundo que se celebra a sí mismo saturándose de universos alternos. Los artistas (esos fabricantes de realidades fabulosas) crean en el lector una soledad ruidosa. Somos inducidos a soñar despiertos. Sabemos que nuestras vidas también son un río consagrado a una memoria que crece por eso no debe extrañarnos que en algún punto de nuestros recuerdos Jean Valjean siga huyendo del inspector Javert; no nos asustemos de que alguien busque un lugar apacible para reunirse a solas con los personajes de La guerra y la paz, esos viejos conocidos; o bien, consideremos parte de lo normal que uno de estos días Aliosha Karamazov toque a nuestras puertas y reclame aquello que Rafael Alberti llamaba "honores de vida".

Se dice que una vez un médico le sugirió a Honoré de Balzac que se prepara para morir ya que le quedaban pocos días de vida, a lo que el genial escritor respondió: "Llamen a Bianchon, él me salvará". Ésto podría ser una escena normal entre un moribundo y su médico si no fuera porque el citado Bianchon no existe ni existió, es un personaje creado por Balzac para su conjunto de obras La comedia humana. También a Óscar Wilde le daba por situar su realidad en otra parte: en una ocasión, al encontrarse con un amigo que acababa de ver morir a su padre y se lamenta en su duelo, Wilde le respondió: "Todo eso está bien...pero volvamos a  la realidad...hablemos de Eugenia Grandet". Volvamos a la realidad nosotros también. Representar a través del arte nos es imprescindible, el espíritu humano "respira" a través de creaciones propias y ajenas en un deseo común de alucinar, lo que a veces nos lleva a ver el arte como parte de la vida y viceversa, o bien, llegar a confundirlos, disolver las fronteras entre lo uno y lo otro.

Rabindranath Tagore afirmaba que todo arte emana de la personalidad, de los singular y lo particular, de lo concreto que solo es posible hallar en la mente del individuo y nunca en manos de una abstracción, llámese Estado o Corporación, es por eso que los esquemas impuestos para la creación nunca llegar a hacer verdadero arte, esto lo ilustra el fracaso de movimientos como el del realismo socialista o la literatura inspirada sólo en elementos funcionales u operacionales. Óscar Wilde aseguraba que todo arte es completamente inútil y Vladimir Nábokov les decía a sus alumnos que la fantasía sólo es fértil cuando es fútil. Es arte por el arte mismo, no como un medio enaltecedor sino como un fin en sí mismo: el encuentro con la emoción estética. Rodeo, periplo sobre nuestra existencia en donde hacemos a un lado la mezquindad, nos olvidamos de los  apetitos inmediatos y perfilamos las características de una utopía no necesariamente funcional. Regresemos a Tagore: "el hombre personal puede vivir en cierto reducto en donde está por encima de lo ventajoso y de lo útil". Esto también lo sabían los filósofos de los "Upanishads": "La literatura es goce y todo goce es desinteresado".

Si Óscar Wilde sentenciaba que es al espectador y no a la vida a quien revela el arte, Nábokov hizo eco de esta afirmación al decir en sus cátedras: "de todos los personajes que crea el artista los mejores son los lectores". Henry Miller, quien supo fundir la literatura con su propia vida sabía que todo creador busca cómplices en sus espectadores, el arte sólo puede realizarse a través de las sensibilidades ajenas: "no es la actuación de un solista; es una sinfonía en la oscuridad con millones de participantes y millones de oyentes". Sólo en la interioridad del lector o espectador es donde la creación puede realizarse, tomar su forma definitiva.

Balzac estaba consciente de la inmortalidad que puede darse a través de la creación: las obras de arte son acciones humanas en la muerte. El artista se sabe transitorio. La vida, a decir de Tomas Segovia, es el sitio "que hay que abandonar a toda costa", es por eso que se hacen obras que puedan convertirse en un diálogo con lo intemporal. Las creaciones humanas son un tentativa de poblar el infinito, de ponerle trampas a la muerte. En el arte literario palabras de fuego y hielo formas las frases adecuadas para la eternidad, por ello el verdadero arte siempre es actual, en la literatura los hechos representados continúan aconteciendo, forman un temporalidad artificiosa que sólo transcurre en términos del creador.

Es común que el artista busque que sus creaciones formen parte del bagaje cultural de las generaciones posteriores, su obra siempre buscará ser parte del espíritu humano. Novalis lo de ve esta manera: "Todo artista es absolutamente trascendental".

jueves, 26 de julio de 2012

Sobre “Los hijos de la medianoche”

Hijos de la medianoche

Por Noé Vázquez

Salman Rushdie, quien se definió alguna vez como “an hybrid creature, an invisible man” es un escritor itinerante y perseguido, protegido por la Scotland Yard desde hace varios años, famoso tal vez injustamente por la fatwa promulgada alguna vez por al ayatollah Jomeini. Son sus obras (las que revelan un arte y lo ocultan a él, precisamente) las que le han permitido superar el estereotipo del escritor víctima de los fundamentalismos para mostrarlo como lo que es: un gran novelista, un artífice que juega con sendas estelas de memoria e imaginación, un narrador que muestra en sus obras una facultad provocadora y contestataria, una reacción contra las falacias sostenidas por gobiernos y estructuras sociales inhumanas y radicalismos religiosos e ideológicos.

Desde febrero de 1989, año del pronunciamiento de la fatwa Salman Rushdie pasó al centro del debate sobro la libertad de expresión tanto en el Occidente como en Medio Oriente con su novela Los versos satánicos (1988), una sátira que parece decirnos que a veces la historia del pensamiento religioso puede ser una discrepancia entre lo flexible y lo inflexible; la duda, que puede llevarnos a los cuestionamientos y la negociación y la fe ciega que es propia de los radicalismos; un divagar entre lo absoluto que no admite réplica y lo relativo que busca un punto de equilibrio. En este caso, un pacto entre lo terrenal y lo divino. Al fantasear sobre los mecanismos de la fe religiosa este autor iconoclasta decide poner el dedo en la llaga de los planteamientos religiosos del Islam y provocar un sacudimiento dentro de las raíces morales de ésta religión. Su actitud es comprensible, el llamado “diablo del Islam” se atrevió a hacer cuestionamientos con herramientas propias de la fantasía para llamar la atención sobre el fenómeno de la intolerancia religiosa. Ya lo decía Maurice Blanchot: “La literatura no es un simple engaño, sino el peligroso poder de ir hacia lo que Es a través de la infinita multiplicidad de lo imaginario”.

Los hijos de la medianoche (1980) es un libro que revela a un Salman Rushdie capaz de hacer una lectura social de su país natal (nació en Bombay en 1947) y un recuento de hechos que le han dado la fisionomía actual a La India. Si como dijo Octavio Paz “la historia tiene la realidad atroz de una pesadilla”, a esa urdimbre de errores y fatalidades nuestro autor responde con un venganza de la fantasía contra la tiranía de los hechos. Circular por sus páginas es inmiscuirse en una red de teléfonos descompuestos en donde la imaginación se abre paso por los caminos clausurados por las verdades oficiales, la cancelación de la historia y la manipulación de la información. Ahí, donde está el recuadro negro que censura una página radica el campo de pruebas del escritor, su laboratorio de juegos pirotécnicos; esa maquinaria de representación que es el ejercicio literario que, a falta de información convincente y exceso de rumores y filtraciones de datos de divulgación no autorizada, decide crear sus propias verdades como si la Literatura y la Historia compitieran en un certamen internacional de falacias. No creer en la información que divulgan las plutocracias puede suponer la creación del rumor, el cual, para Salman Rushdie, muchas veces es más que convincente.

Los hijos de la medianoche muestra una realidad cuya complejidad puede abatirnos: La India, con más de mil doscientos millones de habitantes a la fecha y contando, con una pluralidad lingüistica y religiosa capaz de dar a escalofríos a cualquiera (aunque se llame Salman Rushdie). A través de uno de sus personajes, Saleem Sinai busca apurar de un sorbo (o una lectura) esa serie de problemáticas que forman un país, entenderlo, mostrarlo en sus distintas aristas. Como el personaje Zufiya Zenobia de otra de sus novela Vergüenza, Saleem Sinai es un personaje-espejo, es decir, refleja su circunstancia, en este caso, lo multitudinario de su entorno; se convierte en vértice de eventos, agente divulgador de la Historia, catalizador de conflictos, conciencia personal sobre la que desfilan los sucesos de una nación. Podría decirse que el personaje “es” la historia de La India y nace en el momento justo de su independencia: la medianoche del 12 de septiembre de 1947.

Como en Cristobal Nonato de Carlos Fuentes donde el personaje principal se encuentra irremediablemente fundido a su “ser” universal, el conjunto de paradigmas que serán parte de la formación de Saleem Sinai lo definen y lo nombran; el personaje y el país nevegan en una cosmogonía paralela, no se comprenden el uno sin el otro. Se logra un equillibrio de enfoques entre una conciencia individual que es caja de resonancia de un despliegue sísmico de eventos que lo afectan y un devenir histórico capaz de ser influenciado por el personaje aun con actos mínimos como si tratara de un “efecto mariposa”. Si en Cristobal Nonato se persigue el origen de una persona a través de un árbol genealógico cultural e intelectual, en la novela de Rushdie Saleem Sinai desdobla su carga de culpas y responsabilidades en los mass media y los titulares de los periódicos. Él lo expresa de la siguiente manera:

…para comprender una vida, tienes que tragarte al mundo.

Porque nuestra realidad se vuelve inasible y el peso de los hechos nos disminuye y nos convierte en cifras; porque los acontecimientos adoptan la forma de vegetación expansiva y cada vez es más difícil sustraerse a ellos, estamos engarzados a la Historia. Somos hijos del tiempo. Así lo interpreta nuestro personaje:

De hecho, por toda la nueva India, de ese sueño que todos compartíamos, estaban naciendo hijos que sólo parcialmente eran hijos de sus padres, los hijos de la medianoche eran también hijos de su tiempo: engendrados por la Historia.

Puede ocurrir. Especialmente en un país que es por sí mismo una especie de sueño.

En un escenario en donde conviven personajes reales e imaginarios, sucesos políticos, movimientos sociales, golpes y autogolpes de Estado, guerras, genocidio, manifestaciones, luchas étnicas y religiosas, conflictos lingüisticos, secesiones, sobrepoblación, “multitudes hormigueantes”; Saleem Sinai concibe su propia vida como una posibilidad de transmigración extenuante; un acto de amor que lo lleva a fundirse con los demás, a ponerse en lugar del otro. Desde su nacimiento se revela ese juego de correspondencias a través de lo que el autor llama “conexión activo-metafórico” (es decir, un acto que es efectivo y relevante y al mismo tiempo posee apariencia de llevarse a cabo en sentido figurado”). Verbigratia: al momento de nacer, Saleem Sinai recibe un telegrama de Jawarharlal Nehru:

“Querido bebé Saleem (…) Seguiremos tu vida con la mayor atención; será, en cierto modo, el espejo de la nuestra”.

Nadie se lo imagina pero (en sentido positivo y metafórico), así sucede. Por otra parte, cada acto del personaje tiene un enorme peso como se ve en el capítulo “Movimientos realizados por pimenteros (1958)”: el personaje confiesa su responsabilidad en un golpe de estado en Pakistán:

…el general Zulfikar describía los movimientos de las tropas; yo movía simbólicamente pimenteros mientras él hablaba. Dominado por el modo de conexión activo-metafórico, desplazaba saleros y cuencos.

…con el destino de la nación en mis manos, desplazaba condimentos y cubiertos.

Los hijos de la medianoche se ha lee en La India como si fuera un libro de Historia, no me extraña, la literatura sabe poner las cosas enfrente y a partir de ahí empezar a llamarlas por su nombre. Entre la vaguedad de la fantasía del autor o la imaginación popular y la pretendida concreción de los portavoces de las verdades oficiales, los lectores le apuestan a la disolución en lo fantástico que no necesariamente entraña el olvido sino la búsqueda de sus propias verdades en medio de la desinformación y el caos. Una sola frase parece resumir esa actitud:

…en esta guerra se tiraron bombas reales e imaginarias.

Los hijos de la medianoche no sólo fueron los niños nacidos aquel inolvidable 12 de septiembre de 1947 sino también los demonios con los que tendrían que vivir:

La medianoche tiene muchos hijos; la descendencia de la independencia no fue toda humana. Violencia, corrupción, pobreza, generales, caos, codicia, pimenteros…Tuve que ir al exilio para aprender que los hijos de la medianoche eran más variados de lo que yo  –incluso yo— había soñado.

martes, 24 de julio de 2012

Y en nuestro espejo: Alicia

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Por: Noé Vázquez.

Nada más opuesto a la disciplina victoriana que ese afán, absurdo si se quiere, de vagar, romper una brújula o seguir un impulso ilógico, sin sentido, de periplos sin ningún tipo de fin o fondo sustancial. Alicia perseguirá al conejo blanco hasta conocer el fondo de ese precipicio onírico por el que habrán de atreverse los lectores de las generaciones siguientes que verán en la obra The Adventures of Alice in Wonderland y sus secuelas un camino soterrado pero liberador donde un túnel horizontal puede ser trastocado en un pozo vertical solo para enseñarnos que también es posible traspasar la apariencias y ver el trasfondo de las cosas ¿Qué está arriba y qué está abajo?. Nada es lo que parece. Un gato no es un gato, es una sonrisa burlona, llena de sorna que desaparece en la bruma dejándonos atónitos y helados por la curiosidad de un mundo subterráneo donde es posible trastocar la lógica conocida; un segundo es una eternidad, una eternidad es un segundo como si se tratara de un viaje ácido; una distancia larga está a la vuelta de la esquina y dejan de tener sentido las nociones de forma y tamaño; no es preciso llegar a un lugar en concreto porque cualquier lugar es importante, necesario; no hay direcciones definidas ni destinos porque, en una de esas, ya hemos llegado; las apariencias se corrompen para sorprender nuestro entendimiento demasiado estructurado por la lógica racional, la moral, las buenas costumbres, las prohibiciones sistemáticas y constantes que nos atan; cosas que Alicia y nosotros aprendemos en la casa y la escuela. En su interminable caída en este pozo sin fondo Alicia piensa en lo aprendido: ¿Será necesario olvidarlo nuevamente? Después de todo, estamos lejos de la reina Victoria y sus nobles, hemos escapado de los tutores autoritarios y del rostro agrio de nuestros aburridos maestros, rectos como una vara, verticales y puritanos. El fondo del túnel no nos llevará a las Antípodas, eso sería muy sobrio, propio de gente demasiado despierta; mejor decir, con nuestra mejor y absurda glosolalia que llegamos a las “antipáticas” donde Alicia se encoje o se desborda haciendo de las nociones espacio-temporales una vil convención aritmética entre dos correctos caballeros de pipa y guante. 

No perdamos nuestra “muchosidad” tal y como nos aconseja alguno de sus personajes, estamos tras el espejo de la geometría euclidiana; tal vez las aventuras de Alicia prefiguren un orden nuevo en donde ciertas nociones convencionales habrán de cambiar: saben que me refiero a la relatividad de Einstein, otro niño como Alicia, quien con la su lentitud característica tardo mucho tiempo en dejar de pensar en términos de tiempo y espacio y en esa brújula loca que insistía en fijarse siempre en el mismo punto como si fuera atraída por una fuerza misteriosa. Al soñar, nuestras brújulas, relojes y posicionadores GPS terminan por desvariar y nos conducen al mismo mundo de Alicia donde una reina loca insiste en decapitar a diestra y siniestra con cualquier pretexto, por menor que sea; o bien, participar en carreras circulares sin duración o reglas definidas en donde todos son ganadores. A todo lo gobierna una necesidad un tanto vana y al mismo tiempo necesaria de jugar dentro de una incertidumbre sin visos de solución aparente porque el sueño se desplaza siempre sin ningún equipaje lógico o moral, sin ningun ordenamiento coherente. Arriba sobre el adoquinado y las candilejas de gas impera un orden estricto del que es necesario escapar, un mundo lleno de deberes y responsabilidades con un estratificación social inflexible, sin espacio para la espontaneidad y que condena la libertad y el libre pensamiento, la risa loca y el divertimento. Este fue el mundo que vio nacer a Charles Lutwidge Dodgson quien tuvo una excelente educación hasta que según se dice, ésta fue interrumpida por el colegio. A lo largo de su vida se interesó por temas tan dispares como el ideal de belleza en la fotografía, la geometría, las paradojas y toda forma de matemática recreativa. The Adventures of Alice in Wonderland habría de ser un libro para niños, es decir, para todo ser humano capaz participar en juegos. Los diálogos y aforismos de la obra darán de que hablar hasta nuestros días; sus construcciones verbales desafían la razón, son un reto para el sentido común y rescatan la visión del paraíso perdido de nuestra infancia donde es posible convivir con seres fantásticos y darnos, a nosotros mismo buenos consejos a pesar de que rara vez podamos seguirlos; o bien, fantasear con la idea de que es posible pintar las rosas con un pincel o divagar sobre comparaciones extralógicas: “¿En que se parece un cuervo a un escritorio”… La vitalidad de una obra así radica en situarse como un signo de interrogación y aludir a la perplejidad y el asombro del lector quien ve con agrado la destrucción de los muros de un reino represor y convencional, el destronamiento necesario de todo rey o reina decapitante. En el constante fluir de sucesos de este reino de las maravillas se adivina el susurro discreto de nuestra conciencia libre, pero soterrada; la corriente constante de nuestra pensamiento sin restricciones. Esta vez la “sonrisa sin el gato Cheshire” no será de sorna sino de complicidad.

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