El vértigo horizontal de Juan Villoro
Reseña
El vértigo horizontal de Juan Villoro
Ed. Anagrama
2019
Por: Noé Vázquez
A través de las páginas de El vértigo horizontal Juan Villoro describe su ciudad a partir de la crónica, la remembranza, el anecdotario, la vivencia, la nota periodística, la autoficción, el ensayo. Desde una de una serie de estampas y aproximaciones a esa turbamulta que representa la ciudad de México, Villoro abordará, a través de una serie de capítulos que son como estaciones del metro, la experiencia de la ciudad a partir de su historia. El autor saber que cada ciudad desprende otras, que hay ciudades escondidas, una debajo de la otra. Tampoco le son ajenas las ciudades invisibles de las que hablaba Italo Calvino, ni esas ciudades que se quedan en nuestra memoria, las fantasmagóricas que refería Patrick Modiano en una serie de novelas que reflejaban ese París brumoso de la posguerra luego de 1945. Para Villoro, hay vínculos afectivos que conectan las luces de la ciudad con las sombras que se proyectan. Villoro nos hace caminar las calles de esa ciudad como una operación de remembranza, una evocación que dinamiza los lugares y les otorga humanidad. La obra convierte la lectura en un paseo con aquellos lugares señeros.
Villoro hace una operación de rastreo, de arqueología. En el autor coinciden la visión del sociólogo y del cronista, pero también, del habitante de la ciudad, del hombre que sabe darle una lectura de primera mano, incluso desde sus circunstancia de escritor privilegiado. El libro es la visión del sujeto sentimental que ha padecido la ciudad en la lentitud de sus procesos, en la indiferencia de sus burocracias, en el extrañamiento que le provocan algunas actitudes. Los clásicos hablan de un «peregrino en su patria», de ese ciudadano que no sabe entender ni siquiera su propia sociedad y el autor sabe que, para cualquier mexicano, la mexicanidad ya supone un choque cultural: las costumbres, los protocolos, las usanzas tienen un dejo intrínsicamente kafkiano. Lo supo ver André Bretón, pero también, el infinito Ibargüengoitia en sus muchas crónicas: una de tantas, Instrucciones para vivir en México. La ciudad se convierte, en la obra de Villoro, en ese sitio separado y privilegiado en donde confluye las idiosincrasias, la estratificación social, los prejuicios de clases, las increíbles distancias sociales, los innumerables contrastes. Esa ciudad que nos seduce y nos abruma, también nos desgasta y parece tragarnos en un vértigo que lleva sus trenes metropolitanos de un lado hacia el otro. Un tráfico infinito que nos embrutece las ganas de vivir.
Notamos que por momentos el ensayo villoriano se convierte en narración, y esta, en crónica: lo personal, que arrastra y se remonta a la memoria, deviene en lo anecdótico, lo excéntrico y lo curioso. Villoro decide remontarse a su niñez para contextualizar un evento, una calle, un suceso histórico, un recuerdo que ha cubierto el polvo y la noción incesante de que algo se pierde en el intento de rescatar las sombras de lo que fue una ciudad. Algo se quedó en el camino y no habrá de ser rescatado porque los protagonistas tienen la mala costumbre de morir o de no acordarse. El cronista recorre las calles como lo haría un Carlos Monsiváis al recuperar los visos de la cultura popular y crear estampas o pequeñas semblanzas. La ciudad «perra y famélica» que quiere ver Carlos Fuentes se abre como un horizonte de vivencias y personajes típicos que vibran en su momento como fantasmas y luego desaparecen porque la ciudad ser reinventa a cada momento y da lugar a lo nuevo. El autor aproxima su memoria a los lugares: las paradas del metro, los barrios como Tepito, Lagunilla; sitios como Parque Hundido, el mercado de El Chopo, el parque de Chapultepec; las distintas parades del metro.
El vértigo horizontal quiere ser una respuesta a la sensación de estupor y desorden que nos inspira la macrocefalia de una urbe en la que es tan fácil perderse. Una distopia bien amada por sus habitantes que en la que solo cabe la resignación. «Aquí nos tocó vivir», se dice en La región más transparente de Carlos Fuentes. CDMX es una cifra inmensa y abrumadora capaz de desalentar a cualquiera, menos a sus estoicos habitantes. El narrador se adentra en las calles como observador, solo como eso. Mantiene una distancia disciplinada y prudente porque sabe que no se puede ser juez y parte, porque, por más que la ciudad nos indique la necesidad de participar de ella y confundirnos como la carne en la hostia, existen las distancias y no es posible conocerlo todo. La ciudad intriga, pero sabemos que no podemos ir más allá de las murallas que nos imponen. La ciudad es un misterio que se nos agolpa. CDMX también es la invitación de participar de ella y con ella en sus rituales, en la invitación a sus largas marchas en identidad caótica.
El texto no desprecia la sabiduría del barrio, las mitologías del pancracio, la vida y obra de los luchadores enmascarados, el comic, la radionovela, los bazares y tiendas de viejo, las cafeterías y sus pláticas en donde se ventilan asuntos políticos importantes. Se relacionan los lugares obligados o musts que en toda ciudad deben visitarse: el parque, la plaza, la estación, el estanquillo, el puesto de memelas y tacos, las fruterías; los lugares sagrados de la casa como la cocina o la zotehuela; los sitios emblemáticos y problemáticos como el Ministerio Público y sus procesos laberínticos y desesperantes que ponen a prueba nuestra fe en la humanidad. Se viven las ceremonias impuestas o autoimpuestas como el grito de desahogo de la mexicanidad que empieza con un «Ay, mis hijos» y continúa con un «Hay tamales calientitos, tamales oaxaqueños» para concluir con un «Viva México, cabrones». También visitaremos el café del Vips o del Sanborns, lugar de reunión de los poetas y en donde Ulises Lima y Arturo Belano de Los detectives salvajes fueron a amenazar a Carlos Monsiváis.
Escribir crónica supone ser un transeúnte con ciertas dotes de observación y de suspicacia. Me gusta el hecho de que El vértigo horizontal sea un libro personal y apasionado. Un texto que le incumbe al autor como una espina clavada. Algunos libros no tienen más remedio que ser personales. La ciudad, su noción de ella, su forma de gozarla y sufrirla, es íntima pero también, esa intimidad revela sus vastas extensiones, su excentricidad hacia los barrios más marginales, hacia las ciudades perdidas y los niños de la calle. Las ciudades, concebidas por los griegos como un juego de sinergias, codependencias y formas de subsistencias fueron concebidas como un sitio en donde es posible ejercer la vida pública. Política viene de polis, que es ciudad. En ese juego de sinergias, los habitantes encuentran confort y acomodo a través de los otros: alguien hace nuestro pan, alguien más, nuestro vestido y otro, construye un lecho para nosotros. Es por eso que, para los ciudadanos de la Hélade, el destierro era un castigo terrible porque tenían que vivir aislados, o bien, en comunidad con aquellos a quienes llamaban bárbaros y cuyas costumbres no entendían.
Villoro habla del chilango desde su unicidad, esa particularidad que tiene, tan hermética pero también tan estoica. El cuerpo como un cerco de púas que nos hace desconfiados y taimados. El chilango es ese personaje a las vivas de cualquier circunstancia: un posible asaltante, una bronca en el metro, un agente de tránsito mordelón. Desde las aglomeraciones, vemos al chilango, según Villoro, «como alguien que sobra». Para Gabriel Zaid, «chilango» viene de xilaan que significa «desgreñado». Así, tendremos a esos newcomers que vinieron para Acatlán desde Allatlán bajando de camiones atestados desde la comunidad rural y sin tiempo de haberse peinado. Para Villoro «Nuestro trato con la realidad es fácilmente esotérico». Un chilango vive la ciudad desde un naufragio de cosas. Los chilangos hacen la oda de su propia destrucción con un espíritu de sorna. Vivir esa mexicanidad chilanga requiere mitos fundacionales que la vuelvan soportable. Si Carlos Fuentes quiere que México sea «una nación de niños alegres y hombres tristes», y Octavio Paz nos ve como «hijos de una madre ultrajada». Para Villoro, México es «deficiente pero magnífico». No me extraña, la mexicanidad como vivencia entraña disciplinas ocultas que muchos de nosotros ni siquiera entendemos.
En El vértigo horizontal convergen un solo plano, distintos estratos temporales, distintas edades que parten desde el México prehispánico con templos enterrados y con el México moderno. Villoro nos habla del metro subterráneo de la ciudad a condición de saber que también hay un reino de las profundidades en donde habitan los muertos. La zona sepulcral del Mictlán donde van las almas. Si hay un vértigo horizontal, debe haber también una agitación vertical de edificios modernos que se yerguen como moles gigantescas. Si hay un Polanco y Santa Fe, hay una Bondojito y una Lagunilla. CDMX, Chilangolandia, El Defectuoso, Chilangópolis es la urbe que no te dejará fallar porque de todos modos llegaste ahí bien fregado: «En Chilangópolis no hay pecados de origen. Todos tienen derecho a fallar en el presente».