De lo fugaz y otros fantasmas
Esther Seligson (1941-2010). Fotografía: Rogelio Cuéllar. |
Por: Noé Vázquez
Toda escritura es una aproximación a lo que vimos fugazmente, a lo que llegamos alguna vez a intuir. El asombro de estar vivos crea la filosofía, todo parece tan antinatural que es preciso averiguar las causas últimas de todo. Hacer poesía es una forma llegar también al descubrimiento de estas causas. Es fugaz el deseo de lanzarnos en viaje de reconocimiento cuando descubrimos por primera vez que el mundo es completamente nuevo, que lo vemos por primera vez luego de tenerlo enfrente por tantos años cuando nuestro estado normal y cotidiano es el sonambulismo; vagamos en círculos, de nuestra casa a nuestro trabajo y viceversa, sin preguntas a flor de labios, sin cuestionamientos ni indagaciones. Pero hay momentos de revelación y extrañeza, flotamos ante lo cotidiano, lo trascendemos y todo alrededor adquiere una consistencia unitaria. Es fugaz el éxtasis del místico; es fugaz el erotismo en la revelación de la carne, dulce ruptura, balbuceo, extrañeza ante un cuerpo hecho de silencios; es fugaz un beso que sabe a instantes furtivos, a pequeñas eternidades, a incredulidades. Un soñador es perturbado por un relámpago: una manzana cae de un árbol con el peso descomunal de su misterio y golpea al naturalista y su leyenda (la suerte favorece una mente preparada). Alguien ha gritado eureka en la página de algún libro de Historia sólo porque hubo una explosión infinitesimal en su cerebro y yo aprovecho el medio segundo del paso de un meteorito para pedir deseos a lo grande mientras el ciclista de algún cuento de Arreola piensa en la forma de sacar ventaja sobre la décima de segundo que tiene sobre su adversario. Es fugaz ese flash back cinematográfico donde desfila nuestra vida si estamos a punto de estrellarnos en un helicóptero...
Esta idea de escribir sobre lo fugaz me la inspiró alguna vez Esther Seligson cuando leí su colección de ensayos La fugacidad como método de escritura, en este libro ella concibe el arte de literario la forma de restituir esa fugacidad, de recrearla, de tratar de mostrarla tal y como sucede en la mente del artista. La literatura es una obsesión por capturar un fantasma equívoco, no es posible conocer la sustancia real de lo que el escritor pretende verbalizar, el sustento de su estro, la raíz del misterio sobre el que pretende dar luz a través de las palabras. Toda escritura es una simple tentativa, una especie de balbuceo. ¿Qué mensaje escucha el artista en la zarza ardiente? Desde esa zona sagrada donde el creador recibe la revelación se hace un intento infructuoso de aprehender lo Otro, extendernos con el verbo prensil de una mirada, conocer y comprender las cosas cuya naturaleza se nos escapa, ese fue el trabajo obsesivo de los poetas, el mundo no llega a comprenderse sino a través de los subjetivo, pero hay algo que se nos escapa, una especie de lost in translation. La inspiración del poeta propone una solución al eterno divorcio entre lo objetivo y lo subjetivo. La inspiración (como la felicidad) nunca propone una solución definitiva o permanente. No es posible "ver" esta solución, tal vez "entreverla". José Lezama Lima, al hablar de las influencias sobre las que se plantaba como un invocador de la luz mencionaba "lo entrevisto, lo entreoído, lo extrasensorial, el relámpago", al ser la poesía desde su raíz griega poiesis, ésta es realización, construcción, edificación, creación. La poesía permite detener el tumulto para observar, detener el relámpago para distenderlo; extender el brazo para capturar peces con consistencia de sueños fluidos, fantasmales; cometas que se alejan y nos dejan fragmentos de su estela; libertad negada, arrebatada por el tedio, por la obligaciones y los trabajos cotidianos, libertad que nos es despojada y nos deja las manos heladas (como pretendían los surrealistas). Las cosas se mueven, tienen inteligencia, los griegos tenían otra palabra para eso: froneesis.
Más allá o más acá del discurso racional, "sentimos" como una forma más de "entender": iluminación súbita de frases y palabras que palpitan en nuestras sienes y estallan con resonancias de fuego y espacio. Marcel Proust como un físico cuántico dilettante se encamina a la caza de momentos-partícula (té y magdalenas, invocación total de una ciudad, confección de tiempo artificial); solicita la complicidad de los sentidos hacia la evocación escurridiza, pasos perdidos que contienen una felicidad alejada. Proust, también solicita en la mirada la aprehensión de la fugacidad:
"...mirada que quería tocar, capturar, llevar el cuerpo que está mirando, y con él, el alma."
Tal vez Proust sea el escritor que más lejos ha llevado la obsesión por restituir lo inalcanzable, lo "ya ido", el pasto en el que, como bestias rumiantes, hurgamos para escapar y superar la náusea en un mundo cuya presentaneidad se nos presenta anodina y sin fisuras. Recordar, y con el recuerdo devolvernos algo que creemos que nos pertenece, hurgar en los sedimentos de nuestro recuerdo, escuchar ese mar anciano contenido, suspendido en la espiral de un caracol soñador. Se trata de anclarnos en una memoria que redunde en posesión. Memorizamos para poseer, un fallo en el recuerdo y ya no somos, nos perdemos; somos fantasmas con la mirada perdida en la pantalla del tedio. La memoria es identidad, es el sitio al que retornamos siempre y abanderamos como verdadera patria, sin ella somos unos pobres diablos.
Los artificios del escritor, sus alardes de prestidigitador le permiten (solo a medias) dar cuenta del misterio que lo habita y que nuestro lenguaje (simple solución germinal y convencional) no lo agota por completo. La obra muchas veces supera al artista, es un nudo con tres puntas y su concreción resulta imposible, las tentativas del creador fracasan y todo redunda en impotencia. A Gógol en Roma, obsesivo, perfeccionista, mal educado, irritable, le resulta difícil aprehender lo inaprehensible: la segunda parte de Almas muertas, cuya gestación es un obsesivo viento consorte de sus noches y por años aplazará una versión definitiva a la espera de una revelación que le permita garabatear unas páginas muchas veces nefastas. Kafka, ese escritor imposible, no concluye algunas de sus obras (de cualquier forma, no es posible pensar en Kafka como un autor concluyente, la misma atmósfera de sus novelas nos impide pensar en una especia de "solución", en un mundo cíclico, cerrado, asfixiante como el de El proceso esa palabra parece estar negada por el argumento mismo) y casi al final de su vida pide quemar esos papeles malditos. Si Malcolm Lowry viviera, seguiría haciendo correcciones a Bajo el volcán; siempre hay algo que modificar, que mejorar, siempre subyacen ciertas urdimbres que busquen salir de las sombras y encontrar el habitáculo definitivo que se consolida en el lector. Hemingway, casi al final de su vida e incapaz de una magia verdadera con su arte, se dedica a dar manotazos de impotencia en la oscuridad, lejos de ser el joven maestro que deslumbraba en París, se convierte en el viejo charlatán y dipsómano que tiene su hacienda en Cuba; el mago ha olvidado las palabras mágicas, ya nada vale la pena después de eso, él lo sabe y comprendo su escape. Juan Rulfo, como el zorro del cuento de Augusto Monterroso, nunca dará a conocer su tan esperado tercer libro, La cordillera, hoy sabemos que fue mejor así. Los recursos formales de una obra siempre representan un problema: Gustave Flaubert llegó a tardar hasta cinco días en la elaboración de una sola página de su Madame Bovary.
También imaginamos las noches en vela de un perpetuum mobile de la escritura como Balzac, incluso él pudo haber enfrentado el problema de unas palabras que parecen ascender lentas y pesadas del fondo de una mina, noches de vigilancia a la espera de algo que se condense en su mano y haga chispear la página en blanco. El lenguaje busca proveer los mecanismos que acoten ciertas realidades volátiles, en dispersión; se buscan las palabras que tornen esa otredad difusa en anclaje definitivo; la última palabra es del lector, de él dependerá que esas imágenes verbales dejen de ser fugaces, que no sean sólo un castillo de naipes suspendido al filo del silencio y de la nada.
Etiquetas: Ernest Hemingway, Honoré de Balzac, Malcolm Lowry, Marcel Proust, Nicolai Gógol
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