Celebridad, esnobismo y luto.
Por:
Noé Vázquez.
No
me gustan las plañideras que van tras el féretro del personaje ilustre (llámese
jefe de Estado, líder religioso, escritor de renombre y relumbrón, figurón del cine o del teatro, o lo que sea),
me parece de mal gusto hablar de la buena y no tan merecida fama del muerto, me
desagrada el esnobismo de los cuantiosos deudos que afirman categóricamente lo
bien que conocían al finado alegando una amistad entrañable de tantos años en
los que compartieron tales o cuales vivencias inolvidables. No me gustan los
homenajes gratuitos de quienes, con marcada necrofilia, afirma “extrañar” al
fallecido, echarlo de menos y recordarlo por la herencia cultural de la cual se
sienten merecedores, de los libros que el augusto muerto publicó en vida y que
lo convertirán en una referencia cultural. Aún así existe una categoría peor de
homenajeantes: aquellos que desde su mutismo y su falta de agilidad cultural
salen de su inercia una vez que las malas nuevas los distraen del sopor
intelectual en el que habitan para referirse al muerto con toda clase que
términos laudatorios, su cursilería se parece a la de una Salomé pidiendo para
sí la cabeza de Juan El Bautista como si ello le otorgara prestigio ante sus
iguales.
Pensemos
en esa actitud tan predecible de recordar al fallecido siempre con los
remanentes de su buena fama, sus logros intelectuales, los cuantiosos premios
que le dieron nombradía en tierras latinoamericanas y europeas, de los
merecidos reconocimientos como el Rómulo Gallegos, el Nóbel o la Legión de
Honor; o bien, de los Emmys, Tonys y Oscares obtenidos. Cómo es imaginable, abundan
los que se cuelgan a esa procesión funeraria que explota en las agencias
informativas de todo el mundo para postear alguna nota luctuosa que nos
recuerde al fallecido, o bien, algún artículo presumiblemente de mucha garra
que les hará parecer bastante imparciales y objetivos, quizá tomando una
prudente distancia crítica del personaje en cuestión (como si tal cosa fuera posible).
Habrá ahora un pretexto para recordarlo y regodearse con el conocimiento de las
obras del difundo, del trato con su persona y de esa amistad de tantos años, y
para muestra, parecen decir, “aquí está la foto en donde estoy acompañado de la
ilustre gloria” eso sí, colgada en Twitter, o presumida en el muro de Facebook
para envidia de aquellos que ni siquiera conocen una celebridad de medio pelo.
La
memoria mercantilista se regodea con la muerte, la parafernalia virtual expresa
el homenaje porque la muerte en sí misma (con todo su aparato de dolientes),
como las procesiones, como los exvotos, como los desfiles, también es un
ejercicio de mnemotecnia. Se vende la
despedida al querido autor y personaje famoso porque se conoce el morbo que se
despierta el rey que se destrona, el árbol que cae o el ídolo que parte. Hay
algo de perverso en esta convulsión que nos provoca el fallecimiento de alguien
conocido. Para muchos, la nota necrológica es un recordatorio de la vida del
personaje como si se dijera: “mueres para que todos recordemos que alguna vez
estuviste con nosotros, mueres para recapitular tu propia vida, mueres para que
te des a notar por última vez”. Si los muertos célebres pudieran hablar no dudo
que, ante la avalancha de homenajes que parece darles una segunda defunción,
dirían cosas como “de haberlo sabido, juro que me muero antes”. La muerte física
restablece la memoria del homenajeado, rescata su presencia espiritual, pero
también se regodea con su ausencia material y le otorga un nuevo valor a
su presencia, ahora, irremediable
mistificada por una fama que nunca es merecida; a su persona (limitada y
humilde por la enfermedad, por los malos entendidos, el abandono, las
depresiones, la falta de comprensión del medio en que se desenvuelve y en
algunas ocasiones tristes, el olvido del establishment
cultural) la rodeará una fama estilo “rey muerto por un día” que es una
burbuja que termina por reventar desplazada por noticias nuevas, y si son
necrológicas, mejor.
Me
parece sumamente descortés esperar la muerte de un escritor famoso para empezar
a leerlo o notarlo; es de pésimo gusto no estar al tanto de la fama del
personaje en cuestión sino hasta que aparece en primera plana como noticia
mortuoria; considero el colmo de la afectación suponer que nuestro dolor moral
por la muerte del citado personaje tenga algún tipo de repercusión o
importancia. Parecería que nuestro afán de pertenencia social opacara muchas
veces nuestra independencia crítica. A todos nos pasa, creo que no podemos
evitarlo. Nos desagrada la idea de estar fuera del trending topic de tal forma que, para no quedarse en la
marginalidad, debamos incluir en nuestro muro de Facebook las noticias más
recientes sobre la partida de algún protagonista del mundo de las letras o la
farándula del cual, todos sabemos, el resto está hablando. Comentar es
importante, es una manera de no quedarse fuera de ese Zeitgeist tan cambiante que define las frases y palabras en los
motores de búsqueda.
Somos
seres gregarios y nos interesa ser notados, “existir” es ser percibido de
alguna manera, pero siempre desde el ámbito de la normalidad, de lo correcto,
de lo aceptable para nuestros congéneres. Si nos dolemos por algo particular,
también podemos condolernos por los demás, el sufrimiento también demanda ser
compartido. No basta llorar desde nuestro fuero interno, es necesario que
nuestro dolor sea público. Compartimos el dolor como compartimos el goce, la
alegría, el conocimiento de un tema y la indignación por algo, pero hay algo un
tanto vulgar en agregarse sumisamente a una manifestación de dolor colectivo,
tal vez sea la impresión que me causa el hecho de que muchos de los
homenajeantes parecen creer en la importancia de sus condolencias, como si
pensaran que sí no suman a las exequias virtuales con el consabido moño negro,
la fotografía oscura y el meme laudatorio y encomiástico, no podrán ser
notados, no tendrán la presencia necesaria en las plataformas de redes
sociales y dejarán de existir de manera
social. Lo privado es menospreciado. Facebook es el nuevo esnobismo, el
promotor principal de la necesidad de reafirmación y el sonsacador de las
egolatrías.
Pero
hay algo de engañoso en el dolor colectivo, yo lo relaciono más con una fascinación
mórbida que con un proceso natural de tristeza. Lo asocio con una sensación de
alivio al saber que es otra la persona que se va de este mundo y no nosotros.
Esta fascinación por la muerte nos distrae de una vida si se quiere,
insignificante, anodina. La muerte es un fenómeno que los medios han convertido
en un evento sensacionalista capaz de congregar a multitudes ansiosas de
compartir ese embeleso por el ser que parte. Recuerdo a algún líder
religioso global cuyo nombre no quisiera
recordar que, ante la inminencia de su sueño eterno, provocó tal vez conscientemente,
el despliegue de todo un aparato de comunicación y propaganda entre sus fieles
de todo el mundo. Su proceso de agonía se estaba volviendo demasiado público, percibíamos
el progreso degenerativo de su enfermedad terminal en tiempo real. Su declive
físico derivaba en espectáculo. Lo que me sorprendía entonces (y me sigue
sorprendiendo) era la falta de pudor ante un desenlace inminente. Iban y venían
informaciones que ya le daban determinadas horas de vida, o daban explicaciones
sobre sus afecciones terminales, o explicaban los preparativos del tan esperado
funeral. Entre tanto, los fieles de todo el mundo se congregaban a orar por su
partida. Se acercaban poco a poco y gradualmente llenaban la plaza para darle
una despedida multitudinaria y pública, ruidosa, si se quiere, ansiosa por el
desenlace previsto, que era lo más probable. Al final, ante en final esperado,
colocaron al ilustre fiambre en una especie de túmulo a la vista de todos,
vestido con toda la dignidad y la pompa necesaria, tocado con una mitra y
rematando su atuendo con unos zapatones que parecían no ser de su talla. La
multitud, reunida en la plaza, que para entonces ya era una turbamulta vulgar e
inoportuna, estaba extasiada. Mientras tanto, dignatarios de todo el orbe se
reunieron a dar el pésame necesario y políticamente correcto, no asistir
hubiera sido una descortesía. Para mí todo esto era vulgar esnobismo
diplomático. El ilustre eclesiástico, en vida santo padre, rey del mundo y
delegado de alguna entidad ultraterrena cuya naturaleza desconozco, devenía
gradualmente en reliquia cuyo contacto (sigue creyendo la masa inoportuna y
vulgar) tendría propiedades terapéuticas. Luego de eso viene el cinismo facineroso,
manipulador y farsante de sus deudos principales que se sacan un as bajo la
manga declarando lo que todos ya imaginaban: “el hombre era un santo”. Después
vino un proceso de canonización fast
track demasiado taimado y cínico. El resto es parte de la historia de la
desfachatez humana.
Los
esnobs no me sorprenden nunca. Si son capaces de tomar fotografías de sus
alimentos para que todos sepan que el bistec que comieron es término medio y el
vinillo de su mesa es de la mejor fruta qué más da que pongan en Facebook fotos
con difuntos ilustres como Juan Gelman, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes,
José Emilio Pachecho, Salvador Elizondo y ese largo etcétera que irá para los
panteones. Creo más en el silencio y la reserva, en el homenaje en vida, en un
saludo cercano y discreto a nuestros conocidos, en la preocupación honesta por
el bienestar de nuestros seres queridos, en
la distancia respetuosa pero no
fría hacia las personas tocadas por la fama. La admiración no necesita
presumirse, las amistades no requieren de un escaparate. Apoyarse en el conocimiento de una persona
famosa es una manera de decir que no creemos en el valor que tenemos por nosotros mismos.
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