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El Blog de Noé Vázquez

martes, 19 de junio de 2018

La respiración intelectual de Ricardo Piglia


Piglia. La respiración intelectual

Por: Noé Vázquez

En la crónica de un partido de soccer narrado en El jardín de las máquinas parlantes (1993) de Alberto Laiseca, con ese lenguaje hecho de elementos del slang de los compadritos acompañado de exageraciones delirantes, uno de los jugadores recibe un golpe bajo que lo deja sin aire para reconocer después lo bueno de que en aquel momento pasara por ahí Ricardo Piglia quien, le da entonces, respiración artificial. Laiseca reconoce en esa pequeña frase la importancia de una novela cuyo oxígeno parece recuperarnos cuando se nos aplasta la dignidad y los árbitros comprados no nos hacen la justicia necesaria. Cuando esto sucede, a la gente le queda la palabra tras el sello de la puerta cerrada en la necesidad de conspirar para el realizar, desde lo vital, es decir, desde lo literario, el peligroso acto de ser personas. 

Llegué a Ricardo Piglia leyendo de manera distraída, y tal vez en la forma equivocada dos textos: Formas breves (1999) y La ciudad ausente (1992). La primera me explicó alguna de las motivaciones del escritor: anecdotario, reflexión, revisión del tema literario, discusión; la segunda me dio para escribir un ensayo bastante entusiasta que lo vinculaba con los escritores de novelas paródicas como Sterne y Rebeláis, y de ahí, saltando a ese filósofo argentino singularísimo, Macedonio Fernández, para después, hacer una comparación con Carlos Fuentes. Pero, tal vez la obra que me desconcertó más fue Respiración artificial, tema que quiero retomar aquí un poco para corregir mis errores como lector. 

Respiración artificial apareció en 1980, en plena dictadura argentina impuesta por el detestable Proceso de Reorganización Nacional que era una junta gobernada por tres militares que asumieron el poder entre 1976 y 1981. Esa junta designó sucesivamente cuatro «presidentes de facto»: Videla, Viola, Galtieri, y Bignone. Lo que debemos entender sobre esta obra radica en el hecho de que fue concebida para ser escrita y leída en silencio, con el peligro de la censura. Cualquier tema resultaba tabú, se vivía en un mundo instaurado por una forma de terrorismo de Estado que veía conspiraciones comunistas por todas partes. Pero, hablar de dictaduras en Argentina por aquel tiempo parecía de lo más natural. Fue Julio Cortázar quien dijo alguna vez: «en la época de la dictadura, es decir, cuando usted guste y mande». Aunque tal vez lo dicho sea una exageración, también se intercalaban gobiernos populares no necesariamente dictatoriales, la ley del péndulo en la historia de cualquier país. Lo que pasó a partir de 1976 se recuerda como una especie de «solución final» que acabaría con toda forma de disidencia, aunque fuera mínima. Esos fueron los años amargos del autor, el golpe bajo de cualquier partido de soccer. Fue esta idea fija, constante sobre la represión vivida (lo que condujo a la desaparición forzada de miles de ciudadanos argentinos) la que se quedó fosilizada en muchos textos piglianos donde abundan la enunciación del misterio, la paranoia y la sospecha constante, en esas obras, la presencia del detective se vuelve fundamental. 

Para describir un laberinto (la inquietud y confusión ante lo real, y la fascinación ante el trasfondo que tiene todo acto), a veces es necesario enunciar otro, y este consiste en una novela hecha como un conjunto de cajas chinas, una superposición de planos espacio temporales. Se cruza la perspectiva de los personajes desde sus distintos emplazamientos y sus tiempos particulares. La novela tiene dos partes, una que es epistolar, y otra que está construida con digresiones de los personajes. En Respiración artificial, Piglia imagina a un protagonista, Emilio Renzi, historiador, investigador, detective, crítico, agente infiltrado ante el autor, trasunto del novelista y todos los anteriores; que intercambia misivas con otro investigador, que también es su tío, Marcelo Maggi, que reconstruye con cierta documentación la vida de un personaje histórico durante la dictadura de Rosas, Enrique Ossorio, que proyecta una autobiografía y una novela donde existirá documentación del futuro 1979. Ossorio dice en sus cartas que recibe correspondencia del porvenir. Maggi imagina a Ossorio desde otro exilio en Nueva York, piensa en sus cartas. Renzi ha escrito una novela bastante modesta e inexacta sobre Ossorio y recibe noticia de las equivocaciones de su obra, es necesario revisarla. Así empieza el intercambio epistolar entre Renzi y su tío que vive en Concordia, y es amigo de Tardevsky un polaco inmigrante y discípulo de Wittgenstein. 

La segunda parte de la novela está hecha con un esquema de novela de pensamiento. Se debate constantemente, abunda el anecdotario y los diálogos. Estos refieren a un personaje narrando que conduce a otro y éste, a uno más. Otra vez, el andamiaje de cajas chinas o muñecas rusas en un sistema de desviaciones constantes. Así, un diálogo modelo sería con un esquema parecido a este: Dice Renzi que le contó Tardevsky que le mencionó Marconi que aquella mujer le confesó que alguien le dijo que…El hilo de las historias parece una carrera de relevos que va de un relato a otro. 

La novela propone un lenguaje como un código, un disfraz, pero también, la obstrucción de un signo ominoso: las ficciones privadas contra las ficciones públicas; el lenguaje delirante, estrambótico, a veces desaliñado y otras veces intelectual como un sistema de oposición hacia las monotonías del lenguaje acartonado y patriotero del orden dominante. Los diálogos entre Renzi y Tardevsky son simbólicos. Tardevsky hablará de su teoría sobre Kafka y el nazismo: El discípulo de Wittgenstein, a través de un trabajo de investigación ubica a Hitler saliendo misteriosamente de Viena, en esta teoría se sitúa a Kafka y Hitler en una conversación en el café Arcos, en Praga en 1910. Los símbolos son importantes: Tardevsky, influenciado por el Tractatus, que concibe la relación entre el lenguaje y las tramas de la realidad, habla con Emilio Renzi sobre Kafka, el escritor obsesionado con la incomprensibilidad del mundo y que anticipó la burocracia laberíntica e interminable del estado soviético, el silencio del gobierno frente al individuo, la impotencia y la soledad individual frente a cualquier entorno que parece aplastarnos y reducirnos. Kafka, como escritor se hace pequeño, indeseable, insignificante al igual que sus personajes, pero es él es quien anticipa el nazismo y la condición de desamparo de un pueblo entero. No lo sabe, intuye la noche de esos tiempos en las calles de Praga. Es debido a Kafka que el vendedor de castañas de la Plaza de San Wenceslao tiene para nosotros, esa figura tan triste, y que parezca vivir en una ciudad oscura, fría y cubierta del hollín de los crematorios de Auschwitz, humo de chimeneas reales viajando al ficticio mundo kafkiano. El pasado y la anticipación en un escritor que percibe, como un soplo gélido, la malignidad del estado totalitario, alemán, argentino. 

El castigo a la palabra, la ruptura y conversión en metáfora lo vemos, por tomar uno de los momentos de la novela, en esta frase: 

«Los tiempos han cambiado, las palabras se pierden cada vez con mayor facilidad, uno puede verlas flotar en el agua de la historia, hundirse, volver a aparecer, entreveradas en los camalotes de la corriente». 

Inconfundible la referencia borgeana sobre los «camalotes de la corriente zaina» que leemos en «Fundación mítica de Buenos Aires». La apropiación de estos elementos en un lenguaje paródico que le hace decir a uno de los personajes: «Nos tocaron, como todos los hombres, malos tiempos en qué vivir». Pero estas apropiaciones tienen su sustento y su lógica. En la primera parte de la novela se rescatan los paradigmas de la cultura literaria argentina a través del recurso de reciclar ciertos temas comunes. La segunda parte, en sus diálogos, será, entre otras cosas, una recapitulación: la genealogía literaria e intelectual que Piglia propone en sus diálogos entre Renzi, Maggi, Tardevsky y Marconi también opera como un ensayo que da cuenta de un linaje marcado por nombres, rupturas, revisiones y estaciones de paso: Hernández, Sarmiento, Lugones, Martínez Estrada, Fernández, Borges, Güiraldes, Arlt, Marechal, Mallea, Mújica Láinez. La misma novela de Piglia, en el momento de su escritura, ya se sabe heredera y continuadora de este viaje, de este debate. 

Piglia, heredero de Borges, se da cuenta de que los laberintos son más inmediatos de lo que pensamos y en estos, es necesario, primero, saber que estamos perdidos y en su caso, no sofocarse. La historia de las naciones es un thriller intelectual, la inteligencia del filósofo es una herramienta para aprehender los símbolos ocultos de la trama policíaca de la historia, la ficción es una forma poner en evidencia la novela negra de nuestro entorno, la novela es un medio de trenzar esa urdimbre que vincula el pasado con la utopía del individuo frente a la tensión de la realidad, el detective es un filósofo y un historiador, a veces ambos. Narrar, para Piglia, es «narrar en un ritmo, en una respiración del lenguaje». La historia es un laberinto borgeano, la novela, es otro, y al final, la idea es no quedarnos sin aire. 



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miércoles, 13 de junio de 2018

Ibargüengoitia y la risa


Jorge Ibargüengoitia. Narrar la mexicanidad.

Lo que me animó a leer a Jorge Ibargüengoitia fue una ráfaga de invitaciones constantes: «Abrace usted a Ibargüengoitia…». En su narrativa encontré de inmediato sus aspectos festivos y cómicos. Las situaciones que plantea parecen volar por encima de la mesura que muchos le acostumbran poner a la narración. En sus obras hay cierto temperamento que nos es muy típico y también muy profundo, se respira su mexicanidad, su amado localismo, pero no hablamos de un nacionalismo forzado hecho de poemas cursis de autores decimonónicos fracasados, o el de las estatuas de bronce y mármoles de cuando hacemos los honores patrios, es algo más caluroso y entrañable; es un autor con el que uno se siente en el terruño, compartiendo cierta identidad y ciertos hábitos, y también, cierto humor que muchas veces es delirante, otras, un tanto cruel y despiadado. Juan Villoro habló alguna vez del oído finísimo del que disponía el autor para captar el valor literario de las conversaciones cotidianas, este gesto le supo imprimir tal naturalidad a sus diálogos que la mayoría de los lectores lo encuentra entrañable. 

Jorge Ibargüengoitia nació en 1928 en la mera mata de la mochez mexicana, esa zona minera del Bajío de donde surge la gesta independentista y cristera que en sus obras llamó Cuévano y que nosotros llamamos Guanajuato. Provincia que es como la Disneylandia de las mujeres beatas y rezanderas (tal y como en Puebla), curas impertinentes, moralidad hipócrita, reprimida y timorata. Así como en todo México pero con gestos provinciales más notorios. En el país de la peladez decente y la decencia ladrona, Jorge Ibargüengoitia supo encontrar, a través del humor negro y de la risa franca, un cauce que nos libera de ciertas tensiones: la sofocación de una sociedad corrupta, el corsé de la moralidad religiosa, o la profunda y acendrada mezquindad de nuestra sociedad. 

Como se sabe, el boom ubicó un centro de gravedad que le dio relevancia a ciertos nombres: Fuentes, Asturias, Márquez, Donoso y un etcétera cuyas expresiones son bien sabidas. La narrativa de Ibargüengoitia dimensionaba espacios más modestos y cercanos, pero no por ello menos importantes. En medio de los grandes logros de la literatura latinoamericana, donde imperaba el tour de force que acaparaba espacio y entusiasmo, y fijaba la atención en lo mayestático de los volúmenes gordos, la totalidad, el barroquismo y la experimentación, Ibargüengoitia se colocó en un plano que al parecer, es menos ambicioso: la sátira, la desmitificación, la crítica aguda al sistema político imperante, o bien, a situaciones más mundanas, aquello que Perec denominaba: «lo infra ordinario». Y también, hacia lo chusco, lo anecdótico, lo procaz y lo idiosincrático, sin olvidar las minucias de lo cotidiano. Ibargüengoitia se lee con cierta facilidad, una desenvoltura que parece no decir nada acerca de sus esforzados procesos de escritura; se lee con la sonrisa en los labios, hay que detenerse de vez en cuando para disfrutar de la increíble malicia y pirotecnia de sus frases, del regocijo y la locura impuesta en ciertas situaciones. 

No imaginamos a Ibargüengoitia como un autor de largo aliento, sabemos que no es necesario porque no siempre lo grande es lo mejor. Así como en Cuévano (que nunca fue cabeza de la diócesis por ser «hervidero de liberales» y por causa de ello el obispo está en Pedrones), en donde dirán que «los de Pedrones confunden lo grandioso con lo grandote», la narrativa del autor nunca será «grandota», podrá ser ponderable, pero no aparatosa; cuanto mucho cien a ciento cincuenta páginas por volumen. Como a cada capillita le va llegando su fiestecita, Ibargüengoitia fue ganando lectores poco a poco. Así, se fue colando con lentitud en la preferencia de muchos. 

Cuando leemos algunas de sus novelas y relatos, es fácil advertir que en algunas de sus frases y situaciones existe cierta acumulación de despropósitos que parecen rozar la frontera del absurdo, otorgan una sensación de irrealidad como tejida en un entresueño que luego se desborda en una frase de remate o punchline que nos sorprende. Muchas de sus situaciones se enriquecen con lo inesperado, como en esta imagen de cuento «La mujer que no» incluido en La ley de Herodes (1967): «Le puse la mano en la garganta y la besé […] Me dirigí hacia la mamá, le puse la mano en la garganta y la besé también» 

Su humor es fácil de reconocer pero muy difícil de describir e imposible de igualar. Sí, así como el estilo arquitectónico de Cuévano. Hay cierta osadía en sus frases. Dichos como: «Me levanté y traté de violarla, pero no pude», o bien, «Habíamos nacido el uno para el otro: entre los dos pesábamos ciento sesenta kilos» revelan una socarronería bastante cáustica y de malas intenciones. Hay algo de infantil en la pulla que parece regocijarse con la crueldad en el humor. Esas «frases de remate» tienen una mecánica que parece liberar las acumulaciones y las tensiones que se entretejen en el relato. La risa sabe encontrar sus vertientes para sacudirnos el peso del enigma y de su drama. Muchas de sus imágenes rondan con el disparate, lo rodean pero no lo habitan, coquetean con él, pero no lo visitan. Ese humorismo transcurre por esa zona limítrofe en donde se da cita lo feliz con lo desatinado pero que, al situarlo en cierto contexto, gana visos de credibilidad. 

Tal vez el lector piense: « ¿Por qué no? Tal vez podría darse». En las sugerencias de lo cómico, lo increíble también es festivo. Un ejemplo de esto viene en el volumen de cuentos La ley de Herodes: Una mujer se acerca a un grupo de hombres desconocidos para tratar de convencerlos de que transformen sus ideas y ya no «vivan en el error». La matemática de la anécdota balancea las situaciones: en una imagen posterior, son ellos los que tratan de convencerla de cambiar sus creencias. La estampa ronda lo ingenuo y en ello radica su encanto: en la poca probabilidad de que en una sociedad pacata y puritana se pueda privilegiar el diálogo. 

La humorada es un corto circuito en el orden del mundo. Tuerce la rigidez de cualquier protocolo, irrumpe como elemento de dispersión, de relajación. Pone un explosivo en toda ceremonia. No es extraño que la humorada o la chanza en México tengan el nombre de «relajo». Entendemos que ciertos supuestos son inalterables: la grave lógica de la autoridad, la severidad de las formas sociales, las rígidas posturas del pensamiento racional, el rigor de un destino que tiene que cumplirse (y que es uno de los elementos de todo drama). El humor convoca a una inversión de esos supuestos y la ruptura espontánea de la expectativa. De ahí que la culminación del chiste siempre recurra a lo impredecible. Un humorista cuyas frases pueden anticiparse está condenado al fracaso. 

Nadie espera la sorna luego de lo grave o lo trágico. La risa viene de romper ese continuum sentimental y dramático. Rescato una estampa de Arreola, que algo sabía de lo malicioso y mordaz que debe existir en todo relato: «Y fuera de todo esto, señora Lincoln, ¿qué le pareció la obra?». Y este chiste rescatado por Bergson en uno de sus ensayos: «El asesino, luego de haber rematado a su víctima, debió de apearse a contravía, violando el reglamento de tránsito». Estas frases recurren a la conmoción al trastocar la categoría de las prioridades y con ello, sorprender. Algo parecido sucede con Julio Torri cuando habla de los fusilamientos sólo en términos del escándalo que provoca el mal gusto de realizarlos usando criterios que privilegian la educación, la decencia y las formas sociales: lo reprobable de los fusilamientos es que hay que levantarse a las cinco de la mañana. Lo grave impuesto por lo autoritario se degrada hacia las fases de lo ridículo. En los relatos de Ibargüengoitia, hay giros súbitos en la intención de las frases, volantazos hacia lo cómico, cambios inesperados en el tono, pasa de lo grave a lo chacotero, como vemos en Los relámpagos de agosto (1965): «Como se comprenderá, me desprendí inmediatamente de los brazos de mi señora esposa, dije adiós a la prole, dejé la paz hogareña y me dirigí al Casino a festejar». El tono de la frase indica el duelo por la despedida, para luego, cambiarlo por el del festejo. Que conste que, en el caso de Ibargüengoitia, se trata de un relato revolucionario. La crónica seria deviene en sátira, imposible imaginar esto en Martín Luis Guzmán. 

En ocasiones, la narración ronda con lo kafkiano: en «Manos muertas», incluido en La ley de Herodes, hay una serie de eventos relacionados con la burocracia laberíntica relacionada con la compra de propiedades en México: La adquisición ilegal de un terreno que un prestanombres de los franciscanos le había vendido, es decir permutado, a un testaferro de los jesuitas que se lo vendía al narrador del relato; todo es turbio y enredado, y los giros de la historia sólo complican la situación. Se entiende que nada se resuelve. Estamos en México, tenemos el hábito de respirar la incertidumbre como el aspirante a agrimensor de El Castillo de Kafka. Hay una frase casi al final: «Se nos advirtió que el “Licenciado no quería oír hablar más del asunto”». Acostumbrados a las arenas movedizas de nuestra realidad mexicana, nuestra idiosincrasia nos permite olvidar lo grave de la situación para distinguir lo hilarante. 

Reír supone la distracción del dolor y el sentimentalismo para entablar un diálogo fluido con la inteligencia. Por eso el chiste no requiere explicación, su estructura y sus tiempos son la forma de «explicarlo». El momento del humor se entrega en el cuerpo verbal de la frase. Su narrativa demanda cierta precisión de la sintaxis, se parece a la poesía y a las matemáticas. En Dos crímenes (1979), Don Ramón insiste en contar una y otra vez el «chiste de la hiena», siempre lo habrá de narrar de la misma manera, con sus pausas, sus modulaciones y sus interrupciones necesarias; su narrativa demanda cierta precisión del lenguaje, y por lo regular, no admite variación. Al lector le toca imaginar el tono, el ritmo y la cadencia de las conversaciones. 

Como resultado de una columna aparecida en el diario Excélsior, su labor como cronista quedó registrada en sus Instrucciones para vivir en México (1969-1976) en donde se alude a la mexicanidad y sus modos, el temperamento que parece nombrarnos: nuestra vaguedad y hermetismo, nuestra procastinación, los defectos incorregibles de la clase política que no ha cambiado mucho desde la década de los setenta del siglo pasado. Al autor le gustaba la historia de su propio país, pero no la historia como una acumulación de fechas y de nombres, su atención radica en la humanidad del prócer, en aquello que lo vincula con cualquiera de nosotros, en sus recursos anecdóticos, y no el oficialismo. Usa la historia como un medio, como un mecanismo de explicación de ciertas situaciones personales que puntualmente destaca en su columna. Su descripción de nosotros es brutal, nos conoce: «Nomás que tiene sus defectos. El principal de ellos es el estar poblado de mexicanos, muchos de los cuales son acomplejados, metiches, avorazados, desconsiderados e intolerantes». Los griegos hablaban de la catarsis como purificación, es el hecho de resolver la tensión dramática a través de la emoción estética. El efecto que nos provocan las obras de Ibargüengoitia tiene que ver con la resolución y la comprensión de muchas de nuestras problemáticas a través de lo cómico, se recurre al sarcasmo para señalar la llaga y romper esa tensión y sobriedad que muchas veces son propias de nuestro carácter, de ahí la importancia de poder visitar y revisitar sus obras. 

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sábado, 9 de junio de 2018

«My Own Private Marcel»



Las referencias de una obra llegan por casualidad, se cuelan y se presentan como un remanente vulgarizado y asimilable, imbricado en la cultura popular, como esos sonidos inventados por Louis Armstrong que se quedaron como un lugar común de la música de las masas. Pudo ser ahí cuando supe de Marcel Proust (1871-1922). O tal vez fue cuando leía a Juan José Arreola mientras lo mencionaba en uno de su relatos y yo lo intuía como una de sus «sombras clásicas» que según él, protegían su sueños de escritor (o sus insomnios, debió decir). O pudo ser antes, cuando de niño pronunciaba mal su nombre, leyendo «Praust» al mismo tiempo que los chismes de los tabloides, entre una cantidad obscena de tebeos que en su conjunto forman la «Vulgata» tradicional de la perrada, que traduce los signos de las clases educadas, para descafeinarlos, digamos. Entonces, sabría que el pedantesco Arthur Miller humillaba a Marilyn Monroe citando frases enteras de En busca del tiempo perdido (1913-1927), o de los diálogos platónicos, y se burlaba de las lecturas vanas de la actriz. Sí, pudo ser en ese momento. Así empieza todo, de oídas, de intuidas sugerencias, de indirectas y entredichos. Algún ensayo de Esther Seligson me animó a leerlo, se llamaba Proust. El espesor de lo vivido. En algún otro texto ella mencionaba que toda literatura es una forma de apresar el rayo, de distender lo breve y hacerlo durable, de estar ahí, atento a cualquier contingencia memorable (La fugacidad como método de escritura, 1988). A la relación literaria la conforma lo entrevisto, lo entredicho, lo entreoído. Seligson lo veía así: la breve revelación de la zarza ardiente, la madelaine en el té, la epifanía de los santos. Y ahí estaba esa obra, como la idea de una felicidad obligada para alguien como yo que ni siquiera tenía la disposición para la misma. Ahí, en el título de la obra, se hallaba una forma artificial y secreta de tiempo personal, que también sería recuperación, encuentro y vindicación. Aquella idea de alegría posible que se resume en la frase: «Algún día, en algún lugar». 

Tiempo es distención, eso quiere San Agustín, de algo, no sabemos de qué, y nos dice que puede ser al alma, en el supuesto de que podamos saber la naturaleza de ésta. Luego, la ciencia nos diría que el tiempo es una realidad física, pero esto ya es meterse en complicaciones que debemos evitar en la medida de lo posible. Entonces (hablo de mi veintena) el tiempo era el único valor del que disponía y el tiempo era la ausencia del dinero (cuando el dinero era la ausencia de tiempo: mis empleos infames, absorbentes y deplorables). Por aquella época me gustaba pasar mis días en la biblioteca. Ahí estaba el primer tomo de lo que sería mi gran amor como lector. Veía el título: Swann suena como swan, que es cisne, pensaba al ver el tomo, aunque también se parecía a Chuan, lo que me remitía a alguna novela de Balzac, un name dropper y totalizador decimonónico. Pero era Swann, que era pronunciado «Svan» por M. Norpois, quien era un personaje que, como Legrandin, era una visita obligada a la casa del Narrador en Combray. Swann, aquel enamorado de su propia esposa, Odette de Crécy, una mujer que parecía despreciarlo y aprovecharse de él, mientras lo engañaba con un tal Charlus (ya sabríamos de él después). Aquel Swann entrañable que visitaba al Narrador quien, con indirectas, trataba de sacar de sus labios el nombre o la referencia de su cielo personal en ese entonces: Gilberta. Era Swann à la mode, conocedor de toda forma de expresión artística y cultural, exquisito en su trato, escritor frustrado, conocido como un socialité y amigo del Príncipe de Gales. Swann era también la contraparte del autor, su trasunto, aquel espejo de virtudes en el que el mismo autor se veía reflejado. No hay que olvidar que Proust tenía una marcada delicadeza, ingenio y dotes sociales, era un conversador deslumbrante con una cultura oceánica que también sabía halagar y encontrar virtudes en los demás, en lo particular, en mujeres como Mme. Straus, de joven, Geneviève Halévy, quien también era viuda del compositor George Bizet. El ingenio y la gracia de Mme. Straus serían la fuente de inspiración para Odette de Crécy y la duquesa de Guermantes. La obra proustiana está hecha de arquetipos y entrecruzamientos de idiosincrasias, en su novela hay un amasijo de presencias que formarían personalidades bien definidas. En el caso de Swann, este pudo haber sido inspirado en Charles Haas o en Reynaldo Hahn, o tal vez en ambos. 



Volviendo a la biblioteca. Borges pudo haber dicho que entraba en la «gravitación de los libros», frase que dicha por su servidor se escucha pretensiosa, surreal y mamona. Me pasaba algo distinto, lo mío era el miedo: Por el camino de Swann era tan considerable que me sentía intimidado de verlo en la biblioteca. Luego vendrían las primeras setenta páginas que te hacen cuestionarte sobre tu propia y vida y preguntarte acerca de qué demonios haces ahí como un tarado leyendo el monólogo interior de un chaval atormentado por un beso que no le ha dado su madre. Sería testigo de esas intermitencias y vaivenes de la corriente de conciencia del Narrador en donde éste pensaría en temas tan variopintos como Genoveva de Brabante y el malvado Golo, o bien, sobre los lugares cool de los que leía en la obra de John Ruskin, y en ocasiones, en las iglesias medievales que le gustaría visitar cuando estuviera mejor de salud; mientras, se hipnotizaba con una linterna mágica, que era como el Netflix de aquella época. Pero ahí, en ese entonces era yo, tal vez pensando que podría estar haciendo algo más útil con mi vida, como vender seguros o contratos de televisión por cable. Mi premisa por leer era insensata. Esto me hace recordar el tomo del Curso de literatura europea que Vladimir Nábokov había dictado en Cornell, en ese libro, el autor menciona que el mal lector de Proust no existe: si ya te tomaste la molestia (la gran alegría debería decir) de llegar al primer campamento de montañistas, qué más da continuar hacia arriba siguiendo las constantes cimas que propone esa lectura para esforzados. Por aquel entonces me deslumbraba otro libro de aire fresco y respirable, La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, y leer a este autor, es ponerse encima de un pedestal. Leer es respirar, escuchar el mar anciano contenido en la espiral de un caracol en su sueño de ruidos constantes. 

A partir de Por el camino de Swann me propuse continuar con los tomos siguientes: el de las jeunes filles en fleurs que señala el deseo de participación en la belleza del mundo, la desesperación juvenil por ser parte de todo, esa estación pasada en Balbec, en su loop infinito de playas en las que nos asoleamos aquellos despistados que, demasiado tímidos en nuestra juventud, pensamos que nos hizo falta «sólo un poco más» de un verano que el mismo destino personal nos quedó a deber; ese laberinto de chismografías y complicados rituales que forman el último monumento a la cultura social que sería sepultada por la Gran Guerra, aquel mundo de Guermantes cuyas señales provienen de los condes de Greffulhe…y lo que viniera después: la variedad de temáticas, lo abigarrado de la narrativa, lo suntuoso del lenguaje, la totalidad de una obra que es una celebración de la cultura occidental. Para esto busqué otra biblioteca. Ésta se encontraba (o se encuentra) en la cuatro poniente de la ciudad poblana. La biblioteca era regenteada con puño de hierro por los militares de la zona, quienes, al verme llegar me miraron de arriba hacia abajo como diciendo «qué necesita, soldado». Yo trataba de disimular la gracia que me hacía el hecho de ver ese lugar vigilado por personal castrense y armado, supongo que la lectura era tan importante que se necesitaba, para su protección, de al menos un poco de infantería y caballería. Más tarde sabría, por la monumental biografía de George D. Painter (quien parece haber sido diseñado, ensamblado y programado en exclusiva para biografiarlo), de los muchos intentos de Proust, luego de su servicio militar, por evadir las subsecuentes llamadas de la milicia, esforzándose por demostrar su incapacidad y su enfermedad, esfuerzos que parecían enfermarlo más. El Ejército Francés decidió perder la pelea contra Proust un poco por aburrimiento y un poco por cansancio. Hubiera sido una lástima que nuestro autor perdiera la vida en ese estúpido «matadero internacional» (Céline dixit) que fue la Primera Guerra Mundial. Hay lectores ensimismados, casi autistas, en la búsqueda de la sabiduría se parecen a ese ibis egipcio que agacha la cabeza, para indagar, supongo; mi caso era distinto, leía un poco y levantaba la cabeza para recuperarme por la vista de ese paisaje denso, selvático, casi barroco, o retomando el resuello producto de la impresión de un pasaje memorable o de alguna anécdota que me hacía desternillarme de risa, para después ver frente a mí a una guardia armada y con su atuendo tipo «boinas verdes» que parecía decirme con la mirada: cien páginas para hoy, y mañana te esperamos a la misma hora, es una orden, soldado. A veces extraño a ese lector que fui, tan constante, tan disciplinado. 

Se podría decir que soy un hombre feliz, con sus reservas, como en todo; pero no siempre fue así, mi sufrimiento pasado ahora es una memoria de contornos borrosos, una especie de fosilización que observo con compresión y ternura, como si le hubiera pasado a otro. Sé que alguna forma de dolor emocional estuvo ahí, pero también recuerdo las palabras que sabían nombrarlo, que me vendían la idea agradable de que la experiencia humana, al ser «verbalizable», resultaba menos dolorosa. Fui otro, en la medida que el yo de cada uno es capaz de dividirse y dejar que algo de mí entrara en esa «gravitación», cuyo rumor y tormenta silenciosa de vidas secretas imaginaba. En aquel dolor emocional buscaba la contraparte que sufriera en mi lugar, el mal de muchos que pudiera ser el consuelo de pocos. Al fin y al cabo, me afianzaba en los personajes de ese cuento de hadas proustiano para que mi sufrimiento pasara a estar acompañado. Los ricos también lloran, como en esa legendaria telenovela mexicana. Que me perdonen ellos, los personajes, si reincido en su herida para acompañar, en medio de tragos de café, la propia: Swann cacheteando la banqueta, borracho de celos y angustias por las infidelidades y la sexualidad salvaje de Odette; el Narrador entrando en un laberinto de celotipias y culpas al secuestrar a Albertina, la mujer que amaba; el sufrimiento de Charlus por la leperadas y desplantes de Morel, o por la incomprensión hacia su persona de parte del mundo social, o por la necesidad de aguantar las necedades de gentuza como Mme. Verdurin; el telegrama casi incomprensible que nos dice que Albertina ha muerto, sin sentirla, apenas como una presencia diáfana del pasado; la partida de Bergotte, el querido y entrañable maestro inspirado, unos dicen que en Henri Bergson, otros, que en Anatole France; los últimos momentos de Elstir, aquel pintor cuyo modelo, dicen que fue Whistler, quien se desploma frente a un cuadro mientras piensa: «Debí haber pintado así, con ese tipo de colores»; la narración del fin del mundo al morir la abuela del Narrador (más Sévigné que la misma Sévigné, según lo que decía Proust de su abuela real)…Hay algo de terapéutico en esta especie de biblia de la sabiduría práctica, en este cuento de hadas para adultos, que es, entre otras muchas cosas, la contraparte literaria de las teorías freudianas. 

En En busca del tiempo perdido los lectores se convierten en los grandes personajes. Al final de la obra serán necesarios porque van a operar como «testigos de descargo» del Narrador (la impresión que tengo es que mira hacia nosotros para encontrar cierta absolución) y de la génesis de un libro que podría ser, que podría escribirse (sabemos que existe, lo tenemos en las manos, es real), si tan sólo, si tan sólo…, y aquí empieza una cadena de especulaciones acerca de lo «posible». Pero no sabemos si el Narrador tendrá la disciplina para escribir lo que justo ahora acabamos de «recobrar» y que nos ha dejado con un nivel de perplejidad del que no nos recuperaremos jamás. Qué cicatriz tan honda es Proust, palabra. Con Proust, los lectores somos gente importante. Viajamos en un crucero de lujo como rock stars y boleto de primera clase, con badge de all access, y hasta parecemos más inteligentes de lo que somos. Hay algo de glamoroso en ser un lector proustiano, quien asume que es «escrito» dentro de la obra. Me explico: Los autores nos plagian, se meten en nuestras vidas para husmear, ahí estamos nosotros como en un espejo propio, porque yo, damas y caballeros, empecé a leer a Proust un poco para saber de mí mismo. El arquetipo del lector proustien fanático será aquel que se pague su viaje a Illiers, o que visite los jardines del Liceo Condorcet en donde el Proust niño se destacaba en filosofía e historia del arte, habrá otros que visiten su tumba para llorarle y no faltarán los cursis que coman la madelaine en el té pensando en revelaciones súbitas que nunca llegarán, o los nerds que pueden leerlo en tres o cuatro lenguas, y por último, aquel loco que puede realizar todas las actividades anteriores, ninguna de las cuales es necesaria, debo aclarar. 



Qué gandallas y voraces somos los lectores. Con Proust, «más» está muy bien, y si le añadimos «otro poco», mucho mejor. Y de ahí, los lectores buscaríamos el plus. Más metáforas épicas y divagantes que se pierden en alegorías y comparaciones, y que parecen perder el hilo de la idea central, no hay prisa para concretar un concepto que luego es retomado al final de la frase, párrafos como hechos para narrar un combate entre tirios y troyanos (esta vez, sería la crónica del esnobismo y la cultura social). La prosa proustiana es lenta porque parece detenerse mucho en su realidad «externa» (que es también un perspectivismo, como en toda obra pictórica y literaria). Esa escritura se parece a cualquier capítulo de anime japonés en donde un combate (o un tiro a gol) puede extenderse por varios episodios, o bien, como si fuera captada en phantom camera, muy al modo del Discovery Channel (y dicho sea de paso, los conocimientos botánicos y entomológicos del autor eran tan vastos como para poner en ridículo a cualquier especialista). Los lectores buscaríamos más aforismos y anécdotas, más detalles escabrosos acerca de las transgresora sexualidad de algún personaje, o sus obsesiones, parafilias, desviaciones, neurastenias; más imágenes que se combinen en sinestesia: un color (los diseños de los vestidos Fortuny, el casi comestible vestido rosa), una idea profunda, una sucesión de recuerdos, el aroma de los cerezos en flor; y todo ello formaría una experiencia sensorial en bloque en la que, por ejemplo, la música de Vinteuil (cuya contraparte real podría ser Debussy), estaría asociada a ciertas imágenes visuales que detonarían un recuerdo y que a su vez, señalarían una situación sentimental o una opinión estética. Buscaríamos más de esas vívidas remembranzas, reflexiones filosóficas, larguísimas digresiones, maratónicos diálogos. Los lectores, los voraces lectores, queremos también más sentimentalismo, más histrionismo a lo Sarah Bernhardt (o Berma, su contraparte ficcional). En fin, más mamarrachada sentimental. Ficción al fin y al cabo, es decir, fingimiento por los cuatro costados. Como cuando te recuestas en el chaise longe y le dices a tu madre que estás por tener un ataque de ansiedad o un infarto. Pobres de nosotros. Próxima parada, el camposanto. Así, justo así, pero grand literature

Hay algo en nosotros que yo me atrevería a llamar «morbo cultural». Y desgraciadamente, a la obra proustiana le tocó la de ser la Cueva de Alí Baba de la cultura occidental en donde todos quisieran asomarse, una mina de Potosí de donde el lector extraería, con la pura fuerza bruta de sus cinceladas, su ignorancia y la mala leche de sus interpretaciones, el sustrato lírico que nombraría su circunstancia (y aquí hablo de mí, estoy seguro que existen mejores exegetas de la obra proustiana). Así que en nuestras demandas de más tomos, no imaginamos que el volumen final de esta copiosa obra fue escrito con la premura de un hombre con los días contados por una enfermedad que poco a poco reducía sus fuerzas. Proust se despide de nosotros apresurando la redacción de Tiempo recobrado (uno de sus tomos póstumos), con todas las inconsistencias y lagunas, pasajes sin completar, dudas sin despejar y que a nosotros solo nos queda imaginar. Me pregunto si la madrugada tiene capítulos inéditos no advertidos de manera consciente y que señalan agujeros Einstein-Rosen en donde entramos en la contigüidad de los otros lectores con quienes compartimos esta cofradía de entusiastas, de aquellos que en su pensamiento siguen haciendo antesala en aquel mundo para revisitar a sus personajes. Al menos para mí, todos ellos siguen ahí, como viejos conocidos: Swann, Odette, la reina de Nápoles, la duquesa de Guermantes, Elstir, la tía Leonie, Albertina, Bergotte, Legrandin, Gilberta, Morel, Charlus, Saint-Loup, Bloch, Morel, Cottard… Pienso en ellos muy seguido. Los imagino como presencias de un mundo privado que de alguna manera convirtieron mi soledad en un espacio más habitable y humano, que volvieron soportable cualquier forma de sufrimiento que hubiera experimentado dándome la idea de que todo es transitorio. Habrá otros días, otras presencias, otros lugares, otros milagros cotidianos y mi desesperación encontraría sus resoluciones, sus cauces naturales. Lo ajeno que hay en ellos me haría entrever los contornos de una felicidad posible. ¿Qué podría decir? Gracias, supongo. 





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Kazuo Ishiguro o el estilo de la memoria


Ishiguro. Tener un Nóbel

Por: Noé Vázquez

Desde hace algún tiempo se ha vuelto tradición que cada año, en vísperas del anuncio del nuevo Premio Nobel de Literatura, se hagan comentarios del tipo: de seguro se lo darán a un poeta africano desconocido y de nombre impronunciable; o bien, cabe la posibilidad de que le sea otorgado a un vetusto escritor de Europa del Este que fue prisionero de los rusos durante la Primavera de Praga; los más politizados pensarán en el posible sesgo ideológico del premio, demasiado izquierdoso para algunos, demasiado neutral para otros; la mayoría va a recalcar el hermetismo de aquellos que otorgan este prestigioso galardón. No faltarán los pesimistas y nostálgicos hablando del premio o Isaac Bashevis Singer o a Aleksandr Solzhenitsyn, todo depende de los gustos. Un grupo de desencantados nombrará a los ausentes que nunca lo recibieron, una suerte de resentimiento comunitario en las redes sociales; otros harán el top de escritores que, pese a que nos encantan a todos, nunca lo recibirán (léase Philip Roth y compañía). Se advierte que los académicos parecen recordar sus errores, casi no lo entregan a escritores principiantes (como en aquel caso desastroso y decepcionante de Pearl S. Buck, esa escritora casi olvidada, autora de Viento del este, viento del Oeste, su novela más conocida). Esas decisiones siempre son misteriosas y bastante controversiales y también conducen a discusiones bastante ociosas. 

Los premios literarios tienen, no solo la virtud de reconocer la excelencia y la importancia de cierto escritor, sino que también, desatan el movimiento de nuestra memoria y señalan las obras olvidadas que anticipaban la gloria del autor laureado. El Premio Nobel de Literatura concedido a Kazuo Ishiguro me hizo recordar algo de lo que había leído de él, de lo cual, lo más entrañable sin duda es Nunca me abandones (2005), de la que con frecuencia evoco esa parte en donde Kathy H., quien narra la historia (casi todos los personajes ishigurianos se recuerdan a sí mismos, hacen la narrativa de su memoria, diálogos y descripciones incluidas), se ve como una niña arrullando una muñeca mientas es observada con preocupación por miss Emily, la directora del internado de Hailsham. La escena tiene la función de ser una especie de núcleo de la trama y refiere una serie de especulaciones acerca de lo que Kathy H. considera que la directora piensa de ella, busca adivinar el curso de sus pensamientos no expresados. Se trata de una confusión y un autoengaño en el que caen muchos de los personajes del autor. Luego, muchos años después, la confusión queda aclarada. Será un discurso del tipo: «Yo consideré que tú creías que yo pensaba...» Ishiguro parece decirnos que nuestra relación con los demás está basada en ciertas confusiones, en una serie de suposiciones y malos entendidos con respecto a lo que creemos que los demás piensan de nosotros, todo esto, confrontado con lo que en realidad es y que, al combinarlo dentro de nuestra memoria, nos dará un panorama completo de nuestra persona. 

Se habla de Ishiguro como un poeta de la memoria, dicen que hay algo de Kafka en él, se descubre en sus relatos un sustrato misterioso, se insiste en sus orígenes orientales como la fuente de su sensibilidad personal. La evocación constante busca la conquista íntima de un reino perdido y al mismo tiempo, inmediato. Pero, ¿qué literatura no es memoria? Es innegable que ésta es rescate y vindicación, afán de recuperación, aunque esta restitución es, en Ishiguro, íntima y en la primera persona del personaje que narra, y también, mucho más silenciosa. Esto nos lleva a los modos o formas de presentar un relato, es decir, el estilo, que no es otra cosa que unidad de expresión, una especie de consistencia en el discurso o forma de presentar, en este caso, un hecho literario. En Ishiguro hay cierta divergencia en las temáticas: distopía con elementos de sci-fi con sesgos románticos y sentimentales (Nunca me abandones), novela detectivesca en la que se conducirá a un personaje a los laberintos de una ciudad como Shanghái (Cuando fuimos huérfanos, 2006), relato de aventuras que combina la mitología medieval de Inglaterra con un viaje iniciático (El gigante enterrado, 2016), reflexiones sobre el choque de culturas en el Japón de la postguerra, memoria del terrible trauma de la bomba atómica (Pálida luz en las colinas, 1982), evocación personal que incluye la reflexión acerca los errores del pasado (como en Un artista del mundo flotante, 1998; y Lo que queda del día, 2006); en esta variedad de escenarios, es posible distinguir un estilo inalterable, éste será entonces, aquella «cosa» personalísima, singular y unitaria formada por ciertas señas y repeticiones, marcas de clase, que nos indicarán la identidad de un escritor. Esos modos se conjugan también dentro de una limitación, lo forman una serie de demarcaciones que consideramos nuestro espacio, y en el cual, respiramos, es algunos, es una zona de confort de la que no se apartan. 

En el estilo del relato ishiguriano hay una suerte de elocuencia discreta y a veces callada, en esos diálogos y evocaciones hay cierta delicadeza y suavidad en el tono, una respiración tranquila entre los espacios alterados por los actos, un ritmo pausado. Se parece a esos dibujos minimalistas japoneses de pintores decimonónicos, en donde todo es fluidez y disposición, así como sencillez en el tono. Ese modo es austero y directo, pero no es parco o cortante; es natural y orgánico, nunca excesivo o agotador, no se concibe en su obra el delirio o la exaltación, mucho menos los excesos totalizadores, se intuye que no es necesario. Lo de Ishiguro parece salir de las conversaciones que escuchamos a diario, pero que también, esconden cierta poesía inesperada, insospechada. 

Sus frases, aún en su traducción al castellano, no dejan de señalar la cadencia y el ritmo en el que fueron pensadas. Esto se advierte en novelas como Pálida luz en las colinas, en donde el contexto de la obra, combinado con nuestra formación lectora nos permite adivinar un poco la sonoridad de una lengua como la japonesa. Este equilibrio y naturalidad se parece al ruido que hace el afluente tranquilo y cristalino de algún remanso que cruce por algún jardín zen. Pero también, esa aparente tranquilidad de sus diálogos y descripciones, esas frases simples que parecen dichas de manera coloquial en una conversación entre mujeres que lavan ropa en algún regato, parecen tener un trasfondo que insinúa segundas intenciones. 

Se entiende que nunca debe haber nada inocente cuando se habla de narrar por eso hay algo dentro del relato ishiguriano que siempre nos invita a estar atentos a cualquier detalle, por más insignificante que sea: esas contenciones de algunos personajes que parecen reprimirse para no desatar un exceso de lirismo (como en el caso del mayordomo Stevens en Lo que queda del día); esas frases como dichas en código, que parecen esconder tanto, forman un tranquilo rumor en donde se dan cita las culpas históricas y personales, nuestra forma de lidiar con el pasado, la conflictivas relaciones con nuestra memoria, la comprensión misteriosa y mitológica con la que a veces poblamos la realidad que nos rodea. De todo ello se asoma la excelencia, profundidad y naturalidad de su prosa. De ahí que se nos haga fácil comprender las razones por las cuales le fue otorgado el Premio Nobel y en esta explosión mediática luego del anuncio del premio, tampoco falten los optimistas que mencionen que por fin, un Nobel a un autor que hemos leído, tan actual y presente en nosotros, casi como un artista pop que no desdeña participar como guionista en películas o series de televisión. Algo nos dice que hay criterios distintos para este tipo de premiaciones.

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jueves, 7 de junio de 2018

Emmanuel Carrère, un corte transversal



La ficción de sí mismo

Cuando nos acostumbramos a ciertas formas de relato ya probadas dentro del mundo editorial, adentrarnos en la obra de Emmanuel Carrère (París, 1957) ya supone un cambio de perspectiva y una modificación de nuestras expectativas respecto a lo que creemos que vamos a encontrar en sus obras. Emmanuel Carrère resulta un escritor atípico en medio de tanta literatura juvenil con temáticas de reinos perdidos y dragones, o de ficción relacionada con thrillers históricos, o bien toda esa literatura barata y poco ambiciosa hecha de frases manidas y lugares comunes que es del gusto de las mayorías. Lo que abunda en los escritos de Carrère es algo distinto que, como es un muy sabido y repetido ad náuseam en los medios, tiene su prosapia en el inventor del ensayo literario, hablamos de Michel de Montaigne, escritor y humanista del siglo XVI. La fórmula que nos heredó Montaigne señala sus intenciones: «Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, pues yo soy el objeto de mi libro». Montaigne es el objeto de Montaigne, su material, su instrumental y su mesa de trabajo. Hay algo de confesional y de reflexión filosófica en Montaigne que también se encuentra en San Agustín y en Jean-Jacques Rousseau. A partir de ahí, de ese escudriñamiento que convierte al sujeto en laboratorio de sí mismo a través del recurso de la experiencia se puede entender la obra de Carrère. En sus textos abunda lo intimista mezclado con lo periodístico, lo anecdótico entrecruzado con lo histórico, la crónica referida con elementos biográficos, lo personal visitando lo argumentativo que será el soporte de sus especulaciones, la autoficción acompañada del rigor bibliográfico, la relación verídica de los procesos de su escritura mientras se interviene como sujeto de análisis, de reflexión; la descripción del milagro de lo ajeno con cierto nivel de penetración psicológica desde la criba de su perspectivismo. 

Lo que hace Carrère en sus libros es la auto disección. La obra de Carrère habla de Carrère escribiendo, del momento vivencial en el que se encuentra mientras escribe, de lo que sucede en el proceso de su escritura, de aquello que lo condujo a escribir el libro que ahora leemos y de sus posibles repercusiones. Su obra se asemeja a un corte transversal de sí misma, como quien observa un mecanismo de relojería suiza en donde, tras el cristal de zafiro, es posible ver desde afuera los resortes y engranajes que hacen funcionar el artefacto. Abrir un libro de Carrère es penetrar en las antesalas y andamiajes de la obra que leemos. Leerlo es visitar una personalidad en su movilidad, en sus transformaciones. En muchos de sus escritos se observa la gestación del mismo texto, los anteriores de los que fue resultado y los futuros de los que algún día será la excusa. Me doy cuenta que, podemos tomar cualquiera de sus obras y ver en ella las raíces de sus motivaciones y los vasos comunicantes con otras. Una suerte de mirador desde donde atisbamos recintos varios. Textos que son pretextos de sí mismos, asomo intertextual. Un libro de Carrère no se entiende o justifica por sí solo, se apila junto con otros para tender hilos y combinar sus códigos. Podemos tomar un ensayo, El reino (2015), por poner sólo un ejemplo, el cual nos habla de sus experiencias religiosas, sus contradicciones, la tensión existencial en su acercamiento al cristianismo, y ahí, en esa radiografía biográfica de su «yo» cristiano estarán algunas claves que explicarían la gestación de El adversario (1999). O bien, iremos a la biografía de Philip K. Dick en Yo estoy vivo, vosotros estáis muertos (1993) para encontrar un paralelismo entre las hondísimas preocupaciones religiosas y el misticismo del escritor de ciencia ficción (Dick) para entender las lecturas adolescentes del biógrafo (Carrère) que se fascinaba con Ubik (1969) mientras estudiaba a los evangelistas. O bien, en De vidas ajenas (2009) podemos encontrarnos con una escena en donde Carrère regala un ejemplar de El adversario, mientras que, en este mismo libro menciona las justificaciones para escribir Una semana en la nieve (1995) que fue leída por el personaje principal de aquel (Jean-Claude Roman). A partir de este libro, confiesa, un tanto horrorizado por la trama que acaba de escribir, saltará hacia la investigación sobre su abuelo paterno. La exhumación de estas memorias tendrá como resultado la investigación que lo condujo a una obra muy posterior, Una novela rusa (2007). En sentido figurado, el autor escribe sobre su propia epidermis, así como cuando mudamos de piel y reescribimos para ser palimpsestos de nosotros mismos, una epopeya de Gilgamesh que va cambiando en la medida que se adquieren nuevas experiencias. Esto es muy notorio en obras como El reino, en donde podemos advertir sus fases y procesos, sus volantazos de opinión, sus cambios de perspectiva. Puede otorgar una aseveración en la página noventa y cinco, matizarla en la página ciento tres y refutarla en la doscientos cuatro. Pero no nos engañemos pensando que esto implica una falta de rigor o contradicción, al contrario, lo que observamos es una relación dinámica de la escritura en sus procesos. Cuando leí El reino me di cuenta que, sin importar mi falta de religiosidad (me siento más seguro en un mundo de certezas científicas) podía recuperar un poco la sorpresa por un sistema de creencias, al principio marginal, que trastocó completamente los valores de la Antigüedad, una especie de impostura que creó nuevos mitos y que definiría el humanismo en siglos posteriores. Carrère hace una recapitulación de la historia del cristianismo a partir de los apóstoles Pablo y Lucas, no desde un punto de vista moralista, aleccionador y pontifical, sino desde su experiencia personal usando un tono íntimo y confesional. Carrère explica su religiosidad pero no desde el dogma, sino a través del rigor de la investigación histórica. Lo que leemos es historia pero también es autobiografía y de alguna manera nos ayuda a recuperar la extrañeza y a reivindicar la sorpresa que debemos encontrar en el mundo. 

El biografiado

Alguna vez, al hablar de lo meta literario que descubría en una obra como HHhH (2010) de Laurent Binet, me daba cuenta que parecía una literatura hecha «en tiempo real», como en algún reality show de los que abundan. En este tipo de obras, el autor no cesa de explicar lo que escribe, de justificarse a cada momento, de voltear a ver al lector. Entonces, lo que leemos forma la imagen de una obra siempre inacabada o en proceso, experimental, si se quiere. Los pasos de concreción se dan en la medida que leemos, el lector es el as en la manga del autor y éste participa del dinamismo del autor, la obra es esa exposición de motivos que la explican y le dan sentido, el lector otorga la fase final, el acomodo definitivo. El autor no será el mismo después de terminar de escribir lo que leemos. El escritor utiliza sus libros como un confesionario cristiano desde donde van a emerger nuevas motivaciones y temáticas; o bien, el arrepentimiento, la penitencia, la expiación; es lo apologético que descubrimos en San Agustín, en Montaigne, en Rousseau. ¿Se expía el escritor con otros libros? ¿Se castiga al dejar de escribirlos? ¿Se redime el escritor a partir de su arte? Escribir es una experiencia de transformación. Escritor en vivo y en directo, a la vista y al portador, Emanuel Carrère es visto como un autor cuyo temperamento es imposible de desprender de la obra que escribe. No se puede entender sin adentrarnos en sus pulsiones. Toda imagen del mundo está imbricada en nuestra subjetividad, desde este punto de vista, todo será subjetivo o no lo será. Afrontamos la realidad y la juzgamos partir de la historia que contamos de nosotros mismos. Mientras los platónicos buscaban el logos o la idea pura y sin mácula, no contaminada por las creencias falsas, la mayoría de nosotros practicamos aquello que los griegos llamaban doxa, que era propia de los sofistas, es decir, opinión, el hombre es la medida del hombre y lo que es bueno para unos, puede no serlo para otros, relativismo al fin y al cabo; pero también, aparte de la opinión, está la historia que nos justifica, nuestro background. Cada persona se asume a sí misma como un relato o conjunto de relatos. Este relato estaría formado por su educación, sus rituales de iniciación o las sacudidas que dan forma a la experiencia, sus creencias religiosas o políticas, ese anecdotario que le constituye, y esas poses y muletillas del lenguaje que forman el estilo de cada uno. Cada persona entraña una lectura en sí misma, con esa historia o conjunto de historias se explica y se presenta a otros. Las crisis personales y sociales inician cuando nuestros respectivos relatos entran en conflicto con la realidad palpable o con los números fríos con los que medimos la objetividad. Un discurso político o religioso puede infundir un relato social que se derrumba cuando cambian los paradigmas históricos o ciertos valores dejan de tener relevancia para ser cambiados por otros. Sin importar las crisis, nos relatamos. Al autoficcionarse en algunos de sus relatos, Carrère rescata y pone en relieve la importancia del «yo» en la narración. En ese conjunto de relatos personales y sociales se traduce la realidad pero no como una manifestación de narcisismo o deseo de protagonismo; el autor está «ahí» en el texto porque refiere hechos que afirma, le incumben, le sucedieron a él, o estuvo ahí para verlos, como es el caso del tsunami del que fue testigo mientras se encontraba en Sri Lanka en el 2004 y que fue el detonante de De vidas ajenas. 

Capote. La ficción del reportaje


En obras como El adversario y Limónov (2011) el estilo de Carrère tiene mucho que ver con la novela de no-ficción, la novela-periodismo, la investigación novelada, la crónica personal, la novela-documento, el periodismo literario y la autoficción; y al hablar de estas formas híbridas de novela, de inmediato salta a la memoria, de manera natural, Truman Capote cuando escribió A sangre fría (1966). Capote experimentó con un género para abordar el tratamiento de unos hechos que conmocionaron la opinión pública como fue el asesinato de la familia Clutter a manos de dos vagabundos, Dick Hickock y Perry Smith, lo que lo condujo a una fórmula narrativa que para ese momento era innovadora y que, le atrajo a no pocos detractores. Su novela-testimonio tuvo también en Norman Mailer, a uno de sus grandes defensores. Y hablando de Mailer, fue éste, quien, tomando un poco la estafeta, escribió La canción del verdugo (1979), que trata acerca de la historia de Gary Gilmore, un joven perturbado que termina convirtiéndose en asesino, y sobre su lucha porque le apliquen la pena de muerte. Recuerdo haber leído A sangre fría a la edad de dieciséis años, lo que me conmovió en ese entonces, y lo sigue haciendo, es la profunda humanidad de los personajes. Truman Capote entra en la cabeza de estos dos asesinos para ofrecernos un panorama brutal y descarnado, pero también, repleto de humanidad, de patetismo. El retrato de los dos personajes los vuelve cercanos al lector, y ya no se trata de un par de hienas fotografiadas por la literatura sensacionalista y maniquea, ahora, a partir de la ficción de Capote, estos individuos son humanizados, también pueden tener virtudes, pueden condolerse por los demás o inspirar simpatías. La investigación de Capote entra hasta los momentos más recónditos de la historia de los personajes, no los justifica, pero sí los explica. Tiene el fenómeno literario el poder de crear memorias perdurables y tengo muy presente ciertas escenas de la novela que hasta la fecha sigo recordando. Para escribir, A sangre fría, el autor de Desayuno en Tiffany’s fue más allá del periodismo, o pensándolo bien, condujo el ejercicio periodístico hacia los niveles de un gran arte. Capote, quien poseía una memoria prodigiosa, supo capturar una gran cantidad de detalles para crear la atmósfera de su novela, procurando que ésta no se apartara de lo real. El autor afirmaba que su relación sería verídica, supo hacer una investigación que abarcó toda clase de facetas: la historia personal de cada uno de los personajes, sus gustos, sus motivaciones. Se combina lo psicológico con lo anecdótico, lo histórico con lo biográfico. Y además, entra en la novela como un orquestador y personaje. En A sangre fría leemos a Capote como el escritor que elabora una ardua investigación que le tomaría muchos años, la elaboración de una ficción de la cual, según sus propias palabras, jamás pudo desprenderse. Capote sale de las demarcaciones de su imaginación para ponerse en contacto con lo escabroso del mundo del hampa llegando al límite de relacionarse con los biografiados. Dos películas de la década del dos mil se aproximan a esa relación extrema con la realidad, una es Capote (2005) en donde vemos a un Philip Seymour Hoffman brutal y consagradísimo, y otra, Infamous (2006) con la no menos memorable actuación de Toby Jones. Ambos actores capturan el genio y la personalidad del célebre escritor y conforman sendos homenajes a su memoria. Tal vez la novela de Capote sea uno de esos mitos literarios que se quedaron para siempre en la imaginación de los lectores y de la crítica. Regresando a Carrère, El adversario (así como en A sangre fría) es la relación de un suceso verídico. En enero de 1993, un hombre llamado Jean-Claude Roman asesina a su mujer y a sus hijos, luego, mata a sus padres. A partir de ese suceso que impactó a los medios y a la opinión pública, Carrère decidió reconstruir los hechos de toda esa cadena de eventos que condujeron a un hombre a cometer semejante crimen. Este proceso de reconstrucción narra una historia acerca de cómo una acumulación de mentiras cada vez más elaboradas y sofisticadas conlleva la creación de otras, para sostener las anteriores llevando al personaje a una situación extrema en la que la única solución es el asesinato y el suicidio, la imágenes planteadas en esta relación verídica son brutales, sus lecturas conllevan lo psicológico y lo social. La vida de Jean-Claude Roman se convierte en una estafa en la que los secretos se acumulan y en donde se atisba un desenlace fatal. 

Para Carrère, su estilo no forma parte de la novela. Considera que los materiales con los que escribe sus libros tienen que ver con la vida misma y así, como en Montaigne, decide imprimir ésta sin artificios de ninguna clase. Afirma que no sabe escribir ficción porque ésta entraña otro nivel de imaginación. También dice que le interesa la vida de la gente que no tiene que ver con él pero que, al retratarla, lo debemos hacer desde un espacio personal, reafirmando el mismo. Más arriba hablaba del lector como el as en la manga del escritor y esto se explica mucho mejor cuando Carrère menciona que le cuesta terminar sus libros, tal vez porque los imagina interminables, entonces seguirán dando vueltas en la imaginación de quien los lee. Que sirva este apresurado corte transversal de un lector para dar una idea, aunque sea aproximada, de lo que representa este autor.


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miércoles, 6 de junio de 2018

George Perec, algunas instrucciones de uso





Por: Noé Vázquez

Ahora que usted ha decidido comenzar a leer a George Perec (1936-1982), permítame felicitarlo, ha tomado una excelente decisión. Antes de empezar, déjeme hacerle algunas recomendaciones que estoy seguro, enriquecerán la comprensión de los textos que usted ya dispone que juntos, formarán un total de cerca de cuarenta obras. Tiene usted en su poder las páginas de uno de los más importantes escritores del siglo XX, su obra, leída por muy pocas personas, se caracteriza por ser única. Se ha dicho que Perec es uno de los autores más originales que ha dado Francia. Ítalo Calvino lo describía como «una de las personalidades literarias más singulares del mundo, al punto de que no se parece a nadie en absoluto», su influencia se extiende hacia autores como Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Paul Auster. Y hay algo que conecta a Bolaño con Perec, veamos, está en el uso de las listas y las enumeraciones como un medio narrativo, en los inventarios, como si quisiera agotar la exploración de ciertos hechos, en un constante acopio de fechas, nombres, datos circunstanciales (esto es muy notorio en 2666, 2004); y también lo vemos en la correspondencia entre historias, lo cual podemos notar en Los detectives salvajes (1998). Una trama que conduce a otra, y esta a su vez, a una más y así sucesivamente, esto también se encuentra en Piglia en Respiración artificial (1980). Pues bien, todo esto ya se encuentra en Perec. Pero ya no lo distraigo con estas elucubraciones que son tema de otro escrito. El amable lector se debe de preguntar para este momento acerca de donde comenzar. Déjeme hacerle una pregunta, ¿acaso importa? Lo crucial es comenzar por alguna parte. Me tomaré la libertad de referir una experiencia personal: inicié su lectura hace algunos años con La vida instrucciones de uso, que es considerada su novela más ambiciosa, y para muchos, su obra maestra. Por mucho tiempo, esta novela ha provocado un debate que parece no cesar. Aunque pocos, desde su aparición en 1975, se han sumado nuevos lectores, además, ha sido un tema de estudio muy socorrido para académicos y especialistas, o bien, simples diletantes como quien escribe estas líneas. El lector debe saber que una primera lectura no puede aprovechar una obra de ese calibre, debe haber otras sucesivas. Imposible agotar una obra con tantas facetas, pero no se desespere, ahí radica el encanto de una novela como esta, en la posibilidad de revisitarla una y otra vez y convertirla en un perpetuo descubrimiento. 

Antes de que afronte esta formidable empresa (y yo estoy seguro que el lector ya se vio blandiendo lanza, con yelmo y espada al cinto, en agotadoras jornadas de caballería para guerrear con monstruos y gigantes en territorios ignotos y salvajes), déjeme hacer algunas precisiones que tal vez sean de utilidad para que mejore comprensión de los textos. Imagine el lector que es otro. Sí, que es otro, que usted no es usted mismo. Vamos a disociar nuestra personalidad, a desprenderla un poco. Porque estará usted de acuerdo conmigo en que ni usted ni yo somos lectores ideales, platónicos, engendrados como un modelo en el elevado mundo de las ideas y ensamblados para un escritor en particular, una forma precisa y soñada como un molde o transparencia perfecta que se sobrepone ante una obra. ¿Verdad que no? Para serlo necesitaríamos saberlo e intuirlo todo. Y en esto, Perec tiene algo en común con Joyce porque ambos abordan la creación del lector como personaje. Entonces, así es como George Perec nos imagina, como lectores perfectos a quienes puede lanzar una indirecta, un guiño, una pequeña trampa, abrumarnos con datos exhaustivos, chistes privados, juegos de palabras, con enlistados agotadores de apariencia superflua como el inventario de una cava o de una bodega de comestibles. Luego, Perec imagina que el lector conoce el valor literario de las enumeraciones, de las colecciones de recuerdos que muchas veces son tan personales que requieren el pie de página para aclararlos (tal y como en Me acuerdo, 1978); el lector entiende la relación verídica de los sueños que Perec ve como textos, y como expresión de un movimiento artístico que rescata la libre asociación de ideas, que señala la importancia de lo onírico en la literatura (tal y como en La cámara oscura, 1973); de una relación de obras pictóricas inexistentes en donde el autor fuerza las palabras hacia la intimidad de la imagen (nos damos cuenta de que no existe un escritor que sea tan visual como Perec, es como un pintor frustrado que tuviera que escribir por necesidad, esto lo vemos en Gabinete de un aficionado, 1979). El autor piensa que el lector está construido a su imagen y semejanza y que es partícipe de su abrumador afán de coleccionismo y acaparamiento. Lo que hace Perec es una brutal autopsia de su realidad, conduce su mirada hacia los mínimos detalles. Precaución, se le advierte, procure no marearse. 


Y tratándose de La vida instrucciones de uso, al igual que yo, usted deberá estar preparado para el incesante tráfago de las influencias del autor. La obra es una novela total que, como es la tendencia de muchas obras de ese estilo, busca agotar la exploración de la realidad. Perec enumeraba cuatro polos o vertientes de su escritura, que, de alguna manera se encuentran reunidos y entremezclados ahí: «el mundo que me rodea, mi propia historia, el lenguaje, la ficción». Se invocará el apetito textual de ese lector ideal para asomarse a una gran cantidad de referencias históricas y culturales, a la saturación de personajes, al incesante número de sus líneas dramáticas (su obra se antoja caleidoscópica, un pequeño empuje mueve las tramas de cada capítulo, muchas de ellas con un enfoque detectivesco), hacia la pirotecnia del lenguaje en donde abundarán los juegos de palabras, los palíndromos, los rompecabezas, los anagramas. La misma novela es un puzzle que usted, irá armando y desarmando a medida que lee. La vida instrucciones de uso es el resultado (como toda gran obra) de todo un cúmulo de experiencias y lecturas del autor en el que será importante destacar los elementos visuales, proyectando esa intimidad de vértigo que hay entre lo pictórico, lo escultórico y lo artesanal que a su vez tienden líneas hacia lo verbal. Vinculación sellada con un lenguaje detallado en el que abundan descripciones vívidas y precisas de lecturas (constantes referencias del autor hacia escritores existentes e inexistentes), de viajes (cada personaje tiene un background que lo ubica en momentos y lugares distintos). Esta summa tendrá un ordenamiento matemático bien preciso en el que nada está dado al azar. 

Es posible que usted se encuentre familiarizado con Rayuela (1963) de Julio Cortázar, una novela a saltos que propone diversas lecturas. Imagine entonces otra rayuela, otra novela de saltos. Si conoce el movimiento del caballo en el ajedrez, téngalo en consideración porque necesitará visualizar esos saltos en forma de ele. Para esto, a petición el mismo autor, imagine una casa grande, un inmueble parisino de varios pisos. La idea de todo esto es elevar las formas geométricas, los espacios, los personajes, las historias que llevaran consigo otras historias y las asociaciones libres y automáticas a la n potencia. En el viaje, este lector ideal tendrá contacto con cerca de mil quinientos personajes, de los cuales, más de un centenar serán personajes principales. Ahora, con el recurso de su imaginación, retire la fachada. ¿Qué observa? Correcto. Ve las habitaciones de todos los huéspedes, como un voyeur observa lo que hacen, sus objetos, sus diálogos, pero también, a través de la narrativa perecquiana verá su presente, su pasado y su futuro, verá su relación con otros personajes, verá sus desenlaces. Así es como se vería el edificio sin la fachada:


Fig. 1

Piense luego en términos geométricos, encima de este frontis del edificio sobreponga un cuadro, divídalo en casillas, que sean 10x10 que multiplicadas lado por lado darán cien. Ese es nuestro tablero imaginario que colocaremos encima de la casa sin fachada. La vida instrucciones de uso es la solución matemática-narrativa de un problema antiguo en el que se pide que, teniendo una cuadrícula con n x n casillas y un caballo de ajedrez colocado en una posición cualquiera (x, y), el caballo tendrá que pasar por todas las casillas sin repetir ninguna. La novela de Perec es una de tantas soluciones. La idea de crear una obra que obedezca a un orden matemático bien preciso se encuentra en muchas obras literarias. Tal vez el ejemplo más conocido sea la Commedia de Dante: 3 partes, 1+33 cantos en 9 círculos del Infierno, 33 cantos en 9 partes del Purgatorio, 33 cantos en 9 cielos del Paraíso. La obra de Perec tiene una marcada influencia del grupo literario al que pertenecía, el Oulipo, el taller de literatura de la restricción, littérature à contraintes. Raymond Quenau, el creador de este movimiento, y a quien está dedicada esta novela, pensó que sería buena idea unir la literatura con las matemáticas. Pongo abajo el movimiento del caballo a lo largo de los noventa y nueve capítulos de la obra: 


Fig. 2

Este es el rompecabezas que propone Perec. Como usted ve, el caballo pasa por todas las casillas sin repetir ninguna. Eso es lo que usted hará como lector, ir de casilla en casilla, visitando historias y personajes. Toque a sus puertas, ándele, no sea tímido. Es posible que se encuentre con tal cantidad de enumeraciones e inventarios que piense que la obra es una especie de pastiche o collage en los que cabe todo, esa es la idea, el movimiento literario engendrado por Raymond Quenau defendía como uno de sus postulados la experimentación como un juego de permutaciones en el que se sumarían toda clase de elementos: historias, vocablos, referencias. Hay mucho de sobreposición cubista en el que es bien importante la mirada hacia todos los espacios posibles. El cubismo puede desarticular los objetos y luego, volver a exhibirlos de otra forma. Usted participará en la recomposición de una serie de tramas hasta completar la obra tal y como el autor lo dispone. Perec expresa de esta manera su intención: «el compendio de una serie de saberes que dan forma a una imagen del mundo, el sentido del hoy que está también hecho de acumulación del pasado y de vértigo del vacío». 

No desdeñe los detalles, deléitese en las enumeraciones y a las prodigalidades. Le advierto que en todas sus novelas habrá acercamientos hacia ciertas minucias: el instructivo de la caja de herramientas de algún pintor o artesano, la descripción medida de los mismos, los inventarios de existencias de alguna bodega o almacén, las listas de compras. Perec habla de acercamientos hacia lo cotidiano, es muy notorio en Lo infraordinario (1989) en donde nos recomienda confrontar lo que vemos en el día a día, más acá de las notas de la prensa, más acá de la espectacularidad. «Interrogar lo habitual» para repensarlo, para acorralarlo y también, la búsqueda de la recuperación del asombro por lo más cercano a nosotros. Perec se parece a un acumulador compulsivo, lo refiere de esta manera en Especies y espacios (1974): «mi Historia deposita residuos que van apilándose: fotos, dibujos, carpetas, […] cajas, gomas, postales, libros, polvo y chucherías: lo que yo llamo mi fortuna». Lo que hace Perec con los objetos está relacionado con los ready mades, en este aspecto es un heredero de los surrealistas, de los dadaístas, de artistas como Marcel Duchamp. Usted mismo será capaz de verlo, sólo acérquese a Las cosas (1965) , obra en el que los objetos se vuelven personajes casi vivos que acaparan la imaginación de los dos protagonistas, los objetos llevan esa carga que les atribuyó un window shopping previo, sistemático y casi religioso, ese agotamiento del espíritu en aras de la posesión, la cosificación del mundo llevada a sus últimas consecuencias y de ahí, la concreción de cualquier forma da felicidad en gasto (tal y como se quejan los críticos del liberalismo económico y del libre mercado), en compras innecesarias para contrarrestar un horror vacui en donde la adquisición, el placer de comprar será lo único que otorgue sentido a nuestras vidas. A los objetos los carga cierta electricidad que les imbuye haber sido deseados, de ahí su carácter de fetiche. La preocupación por la dignidad de los objetos cotidianos se encuentra en casi toda la obra perecquiana. 



Hay en La vida instrucciones de uso un personaje, Bartlebooth, quien de alguna manera influencia la vida de los demás personajes. Bartlebooth es un millonario sin ningún tipo de motivación. No busca la fama, el conocimiento, la riqueza, las mujeres. Él se propone a que toda su existencia «quede organizada en torno a un proyecto cuya necesidad arbitraria tuviera en sí misma su propia finalidad» y esto nos recuerda que hay un Bartleby en Un hombre que duerme (1967) en donde veremos el despojo gradual de las actividades asociadas con la existencia diaria para convertir la vida en pura contemplación. Contemplar, enumerar, clasificar, realizar una actividad estéril una y otra vez, también es una de tantas formas de vouyerismo, y también, éste nos lleva a la desaparición. Lo sabía Melville y también Kafka, de quién Perec es un heredero. Y ahora que menciono a Kafka, creo que es pertinente mencionar una de sus frases más conocidas, porque abre como un epígrafe la novela mencionada: «No es necesario que salgas de casa. Quédate en tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate completamente solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies». La contemplación es una especie de suicidio gradual, una operación de disolución del yo. Perec se propone recomponer el vértigo de la realidad en sus objetos, espacios, movimientos, llevando ese realismo hasta sus últimas consecuencias como cuando decide hacer una relación pormenorizada del tráfago de un sitio en particular con Tentativa para agotar un lugar parisino (1975), ahí hay algo de contemplación pasiva. Con el personaje de Bartlebooth, la elaboración de acuarelas que se convertirán en puzzles es una de tantas formas de responder a la pregunta qué hacer. La respuesta sigue siendo «nada». Partir de cero para llegar a otro cero, como lo menciona Perec. Morir, después de todo, y la muerte, como un virus, también tiene sus formas de contagio, una especie de «lepra de la espera», como en algún verso que alguna vez leí. Melville lo veía en las misivas que nunca llegan, en el anillo puesto en la carta de amor que nunca llegará a su destinataria, en el dinero que enviamos a nuestra madre que ya no estará ahí para recibirlo, en esa rosa puesta en la tumba de la amada que, dice Keller y de acuerdo con Borges, nunca sabrá si es blanca o roja. El personaje de Bartleby se relaciona con la intuición del reverso oscuro de las palabras dichas en el vacío. La muerte puesta en la rutina de una actividad estéril que es un fin en sí misma es la esencia del personaje perecquiano. Muertos en vida, estos personajes nos invitan a la inactividad total, a la contemplación pasiva, a la lectura como ejercicio de voyeurismo, como cuando, en la mesa de un café observamos el movimiento de las calles. Entonces, el amable lector habrá de hacerse la misma pregunta cuando quiere leer una obra de semejantes dimensiones. Entre tazas y tazas de café, entre sorbo y sorbo, dese cuenta, de la forma en la que usted va desapareciendo. Le propongo que al leer estas obras se adentre en sus los procesos, las elaboraciones, los materiales, las herramientas, la acumulación de experiencias para lograr la perfección técnica (como el esbozo del lector ideal que no somos). Léase a Perec sin segundas intenciones. Invocando sólo el insensato deseo de participación. Así nomás, porque sí. 

Por último, y para terminar con esto y no se vaya usted a aburrir, lleve su lectura al siguiente nivel. Imite a Perec, propóngase lecturas experimentales y alternativas, siga los hilos conductores de las tramas, asocie, investigue, encuentre correspondencias entre sus obras, diferencias y semejanzas; haga un inventario de sus recuerdos, a ver qué encuentra, a ver qué pasa; registre sus sueños y proponga alguna tipografía para relatarlos, como cuando esbozamos una nueva notación musical experimental. Ya que está frente a sus obras, aproveche el tiempo, recuerde que tiempo de vida también es tiempo de lectura. Podemos comenzar, entonces. 



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martes, 5 de junio de 2018

Rafael Villegas, ucronías y espirales de tiempo

Rafael Villegas



Hay formas de entender las ucronías, ese espacio sesgado y ficticio que hace sobrevuelos sobre ciertos eventos en el que se crea un mundo muy parecido al real, alimentado con situaciones posibles. Una ucronía es una realidad alterna encorsetada en ciertos parámetros lógicos, pero, al fin y al cabo apócrifa, es decir, falsa. Y hay algo que me resulta atractivo y un tanto poético que viene relacionado con la etimología de la palabra. Apócrifo es «ocultar lejos» en su acepción más antigua. Hay varios sentidos en el uso de la palabra: se habla de Evangelios Apócrifos a ciertos textos no canónicos que narran un hecho conocido, en este caso, un evangelio o buena nueva, pero desde un punto de vista alternativo, controversial y no autorizado —y tal vez ahí radica el encanto y la fascinación que ejercen— que también es expresado con un lenguaje, en ocasiones, esotérico. La segunda acepción de apócrifo viene de «oculto». Y lo apócrifo que le atribuimos a ciertos hechos viene con una actitud que privilegia el fingimiento y la exageración. Pienso que toda la literatura está hecha de supuestos, más o menos cercanos, más o menos alejados de una realidad conocida, en este sentido, la ucronía no se aleja mucho del resto de la literatura. Si pensamos en un poema como La Ilíada nos damos cuenta de que es una especie de glosa, comentario, falseamiento, enumeración de hipótesis, exageraciones y mistificaciones alrededor de un conjunto de eventos más o menos verificables. Entonces, es necesario ese falseamiento de los hechos para resaltarlos, otorgarles más espectacularidad, poner el contorno a ciertos hechos para revelarlos como una realidad imaginada, sí, pero también sugerente y atractiva; pero en el caso de las ucronías, estás crean una versión alterna de la realidad para pervertir y el desarrollo o desenlace de ciertos hechos, entregar una visión supuesta, pero también posible. La ucronía se disfraza de verdad alimentándose de ella, pero entrega algo más, una visión, una sensibilidad, un mensaje —aunque el término suene un tanto cursi—. El marco real de cualquier relato es necesario como referencia o asidero por lo que son necesarios ciertos referentes que puedan ser familiares y verificables al lector. 

Historia virtual o alternativa

Respecto al relato de lo que pudo ser y no fue —es decir, la ucronía, la historia virtual— puedo mencionar el primer ejemplo que me llega a la cabeza, el de Philip Roth cuando imagina un mundo alterno donde Charles Lindbergh, primer hombre el cruzar el Atlántico en un aeroplano, ultraderechista, pronazi, racista, completamente nacionalista y aislacionista, gana las elecciones presidenciales de 1940 en Estados Unidos en contra de Franklin D. Roosevelt y se instaura en Estados Unidos un régimen fascista —el pre-fascista ya se vive de una u otra forma— en el que la CIA y el FBI hacen las mismas labores de persecución y encarcelamiento que la Gestapo en Alemania. Se trata de la novela La conjura contra América (2004). Roth, como un escritor judío, nos contagia la paranoia de una distopía terrorífica donde el pueblo hebreo es perseguido en un país que debía ser su refugio; otro caso de ucronías, el de Philip K. Dick en su novela El hombre en el castillo (1962) cuando aborda un tema semejante: Asesinan al presidente Roosevelt, los Estados Unidos nunca se recuperan de la Depresión, las Fuerzas del Eje han ganado la Segunda Guerra Mundial y el territorio estadounidense se encuentra dividido entre áreas de influencia japonesas y alemanas. Pensando en una realidad alterna como esta, no es tan descabellado concebir una posible influencia del régimen hitleriano en la sociedad actual, de hecho, se podría decir que esta influencia es real, pensemos en la innovación en la tecnología de cohetes que terminaron por llevar al ser humano a la Luna, el desarrollo de los motores de reacción y el predominio en la industria automotriz, todo ello viene de la forma en la que los nazis concebían su tecnología de guerra. Otra forma literaria de preguntarse «qué hubiera pasado si» viene de Stephen King, en su novela 22/11/63 (2011) el autor imagina un mundo en el que es posible viajar en el tiempo para evitar el asesinato de John F. Kennedy y el tipo de consecuencias que tuvo la supervivencia de este presidente. Para Oscar de la Borbolla la ucronía «es un montón de mentiras disfrazadas de verdades con las trampas de la verosimilitud», y en este sentido, se puede concebir también como un reportaje falso o mockumentary, un ejemplo, el de la cinta Zelig (1984) de Woody Allen, que habla de un personaje posible, pero inexistente, un verdadero camaleón humano cuya vida es conocida por personajes como Susan Sontag, Saul Bellow o Bruno Bettleheim quienes hablan de él en una serie de entrevistas falsas que rememoran los roaring twenties; o bien, algunos documentales apócrifos de la televisión de paga que hablan sobre encuentros posibles con Big Foot, la existencia de las sirenas, o las conspiraciones de los Illuminati. Si revisamos la red, nos encontramos con un cúmulo de ejemplos parecidos de perversión de lo real. Los perpetradores de estos engendros se parecen mucho a los cartógrafos medievales, a quienes no les importaba mucho la verosimilitud, el rigor histórico, el razonamiento cartesiano; éstos plagaban sus ilustraciones de toda clase de monstruos y lugares legendarios. No se trataba de ilustrar los lugares «reales» por descubrir o conquistar, sino los lugares posibles invocando la estimulante peripecia de visitarlos: Las Antípodas, los territorios de Preste Juan, los reinos de Gog y de Magog, el destino incierto de Enoch y Elías. Y existe mucho de este afán de invención en Internet, de versiones de una misma historia que se alejan, se contraponen o llegan a coincidir en ciertos puntos. 

Hay en la colección de cuentos de Rafael Villegas, Apócrifa. Libro negro (Paraíso Perdido, 2017) mucho de este tipo de ucronías. Abre el volumen el relato «Permafrost» que nos habla de una posible misión de investigación científica a la zona de Yakutia en Siberia. A partir de las primeras líneas se advierte un tono entre confidencial y reservado, como si el narrador estuviera a punto de revelar un secreto. Muchas veces, durante la lectura del libro, llegué a escribir en Google la palabra «Yakutia» para encontrarme con tremendos artículos seudo-periodísticos muchas veces mal escritos y poco fundamentados con descripciones de misterios antiquísimos, avistamientos de ovnis, grutas que dan al centro de la Tierra o que son la puerta al Infierno. El cuento de Rafael Villegas aprovecha esa fascinación por los lugares remotos, tal vez sabiendo que nos es atractiva la idea de que en este mundo globalizado, donde es posible acceder a la información por medio de un clic podemos aún fascinarnos ante lo desconocido, distinguir misterios y recuperar el extrañamiento que nos produce la realidad —que también era una de las máximas de David Foster Wallace: «La recuperación del asombro»—. Pongo un ejemplo conocido acerca de la fascinación que los hechos no explicados pueden ejercer. El algún documental sobre la Antártida se narra que algunos pingüinos, siendo aves que habitan exclusivamente las costas, tienen comportamientos extraños como este: imaginemos un pingüino en su hábitat natural, se nota tranquilo, nada parece fuera de lo común, de súbito, algo parece detonarse en su cabeza y corre despavorido tierra adentro, no hay una amenaza visible, nadie parece perseguirlo, pero se fuga hacia las montañas. Su actitud no parece tener ningún sentido, ahí no hay ninguna fuente de alimento, solo desierto helado y temperaturas extremas. Tarde o temprano se perderá y morirá por inanición o cansancio, lo que suceda primero. Muchos años después encontrarán su cuerpo congelado. Hasta la fecha nadie puede explicar este comportamiento y no debe ser el único evento anormal que se nota en esas lejanas tierras. Lo que nos seduce del misterio es su condición de hermetismo. Cuando un fenómeno es comprensible, éste deja de interesarnos. En cuentos como «Permafrost» y «Swetie Pie» se advierte esa sensación de pasmo por un mundo que todavía esconde secretos. 

Citando de nuevo a Oscar de la Borbolla, él habla de la ucronía como una mirada que «vuelve a ser literatura pero de otro modo: no es cuento, no es relato, no es novela; es un híbrido: un injerto de literatura y periodismo: toma de la literatura sus vuelos y sus fantasías, y del periodismo sus formas —reportaje, entrevista, artículo de fondo, reseña, etc. — y su intención: informar de lo que ocurre en el mundo». Las ucronías de Rafael Villegas pretenden dar una relación de los eventos que podrían suceder o pudieron haber sucedido y sus medios son propios de la literatura cuando esta se apodera de todo tipo de formas de expresión, en este libro circulan varios formatos literarios, hay mucho de crónica, de ensayo, y al mismo tiempo no se aparta de otros esquemas del periodismo, como en el cuento «Carvalho-Mangiaterra», en donde se toma el modelo de un artículo publicado en un portal de noticias de Internet y una supuesta entrevista. Otras veces, utiliza el recurso del manuscrito hallado o una relación epistolar entre dos personajes, como es el caso de «Permafrost». Rafael Villegas parte de los datos duros de una noticia, de un evento, de un personaje, para conducirlos al terreno de lo fantástico, como es el caso del cuento «Veintiséis días de primavera», en donde la imaginación del autor se traslada a fines de la década de los sesenta del siglo XX para narrar —a partir del anuncio publicitario de un evento de fin de año en el salón Montparnasse en algún periódico de Guadalajara— una serie de entramados en donde no falta toda clase de referencias a la cultura pop de aquellos años; aquí el personaje principal es una mujer joven y privilegiada con una amiga imaginaria y la relación con su siquiatra. 

Estudio de Darger


Y tal vez el mejor ejemplo de la apropiación de un evento conocido para expandir sus lindes sea el relato «Sweetie Pie» que hace una circunvolución sobre la mítica figura de Henry Darger (1892-1973), pintor y escritor marginal en los límites de la sociopatía —se ha especulado que era un asesino serial en potencia— y autor de la saga de las hermanas Vivians, un manuscrito demencial y monstruoso de quince mil páginas que ha fascinado a los estudiosos y que lleva el no menos demencial título de The Story of the Vivian Girls, in What Is Known as the Realms of the Unreal, of the Glandeco-Angelinian War Storm, Caused by the Child Slave Rebellion que traducido sería algo así como La Historia de las Vivians, en lo que se conoce como Los Reinos de lo Irreal, sobre la Guerra-Tormenta Glandeco-Angeliniana causada por la Rebelión de los Niños Esclavos. El cuento de Rafael Villegas parte de la muerte de Henry Darger en 1973, y de ahí se remonta tres años atrás para hacer entrar a un personaje ficticio, Anne Joseph, quien vive en el territorio canadiense de Yukón y decide ir a visitarlo con la esperanza de saber quién es su padre. Villegas reconstruye algunos momentos de este autor casi indigente, intercala diálogos con explicaciones de su obra, se remonta a la trama de las Vivians donde éstas se convierten en personajes del cuento de Villegas. El autor forma una especie de andamiaje de entradas y salidas, de mundos dentro de otros mundos en donde se sobreponen datos verídicos —como el asesinato de la niña Elsie Paroubek en 1911, que dio pie a Darger para la creación del personaje de Annie Aaronburg en la legendaria novela de las Vivians— con la inflamada imaginación de Darger que se ve jineteando un oso negro de tres metros dentro de su monstruoso manuscrito, mientras vamos siguiendo el hilo de la trama que conduce a Anne Joseph a la ciudad de Chicago, buscando a Darger y enfrentándose a un misterio incluso mayor. Se trata de una superposición de dimensiones narrativas, de «filamentos de tiempo» —tal y como Villegas lo hubiera dicho— en un solo espacio y combinando varios estilos. 

Henry Darger

Villegas conduce la figura de Darger a los terrenos de la ficción para especular una versión de los hechos posibles a partir de los datos duros y verificables que se tienen, pero también, el cuento es una metáfora y una reflexión filosófica que parte de una frase de Paul Ricoeur citando a Maurice Halbwachs: «…a través de la memoria ancestral transita “el rumor confuso de lo que fue el remolino de la historia”». El autor habla de la muerte de Darger como una repetición, una de tantas de una larga cadena en donde todo aquello que «es», de alguna forma ha sido muchas veces, una visión cíclica de la historia. Pienso que este volumen, uno de los personajes centrales es la temporalidad, su repetición y bifurcación que reproduce escenarios posibles, concebida como un tornado que nos devora o nos escupe, nos crea o nos destruye. Esta preocupación por el tiempo es constante, pensemos en otro personaje, Tina, del relato «Veintiséis días de primavera», una mujer a quien le fascina que en el programa de televisión El túnel del tiempo aparezca un torbellino blanco y negro y que siente cierta obsesión por una extraña película de Alain Resnais, El año pasado en Marienband (1961), en donde los personajes están atrapados en un hotel repitiendo sus vacaciones una y otra vez; algo así como lo que le pasa con el personaje que interpreta Bill Murray en Hechizo de tiempo (1993), y esta palabra, Marienband, tiene un eco en otro cuento: «Filamento. Eones en otro tiempo», historia de ciencia ficción cuyas temáticas tienen la tradición de la narrativa de Olaf Stapledon: saltos entre dimensiones y universos que nacen y mueren, intercambio de información, «historias» que son formas de tiempo— se habla de un «árbol de las historias»…—, otra constante, la palabra «Bouvet», que dependiendo del contexto y del cuento, puede referirse a un planeta, una isla, una raza alienígena, el lugar más alejado de la Tierra. Es frecuente la idea de que el tiempo funciona como una espiral invisible y gigantesca en la que nosotros participamos viviendo vidas que son una variación o repetición de otra. Y esto nos conduce a la autobiografía que Henry Darger escribió y que consta de 206 páginas en las que narró los azares de su vida, una historia de maltrato en diversos orfanatos y clínicas, una relación de frustraciones, para luego dedicar 4,672 páginas a describir un tornado llamado Swetie Pie, y hay algo de simbólico en hablar de un tornado gigantesco que también es parte de nuestra vida: Somos hijos del remolino de la historia, esa borrasca, de cuyas combinaciones y permutaciones somos el resultado palpable, visible y posible. La biología confirma que hay otra espiral o torbellino, el ADN, que define nuestro aspecto y personalidad y que también acumula recuerdos que se van pasando de generación en generación, repeticiones de una larga cadena; somos hijos de una compilación de datos, de un árbol de historias y algoritmos, de memorias que definen lo que somos. 


Los seis cuentos que forman este volumen están conectados por algo, tienen rasgos en común desde donde se perciben salidas para cruzar de relato en relato como agujeros de conejo, el autor abre grietas, portales inter dimensionales para conectar las historias entre sí. Sólo por poner un ejemplo, en el cuento «Carvalho-Mangiaterra» hay referencias desde donde es posible saltar hacia el relato «Permafrost». A lo largo de las narraciones el autor ha sembrado pistas que permiten al lector pergeñar su propia interpretación del texto. El volumen está estructurado como un laberinto de puertas tapiadas y puertas abiertas y posibles que conducen a otras puertas y éstas, a su vez, a diversas estancias. Se juega con la idea de mundos alternos: cada cuento es una realidad imaginada y posible que tiende vasos comunicantes con otros mundos; estos relatos, vistos en su conjunto se parecen a las películas de David Lynch, en donde ciertos escenarios y personajes pueden confundirse y entremezclarse dándole a espectador una sensación de confusión, pero también, estos espacios son una estimulante invitación a deshacer el enredo, como si se tratara de un relato policíaco. Considero que lo que el autor trata de hacer —y termina por lograr— es entregarnos una visión del mundo en la que podemos sobrepasar una imagen de certezas en la que todo es mensurable y verificable para entrar en los terrenos de la especulación, la recuperación del asombro y la fascinación por lo extraño, por todo aquello que está «oculto a lo lejos», como en la citada etimología, en lugares tan difusos y vagos como Siberia. Fluyan como un río los tiempos legendarios, entonces; lo dejo en manos del lector, y como le dijeron a San Agustín, tolle et lege y antes de comenzar a tramar la descripción de otro tornado, yo aquí me detengo.