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El Blog de Noé Vázquez

miércoles, 25 de septiembre de 2013

De lo fugaz y otros fantasmas

Esther Seligson (1941-2010). Fotografía: Rogelio Cuéllar.

Por: Noé Vázquez

Toda escritura es una aproximación a lo que vimos fugazmente, a lo que llegamos alguna vez a intuir. El asombro de estar vivos crea la filosofía, todo parece tan antinatural que es preciso averiguar las causas últimas de todo. Hacer poesía es una forma llegar también al descubrimiento de estas causas. Es fugaz el deseo de lanzarnos en viaje de reconocimiento cuando descubrimos por primera vez que el mundo es completamente nuevo, que lo vemos por primera vez luego de tenerlo enfrente por tantos años cuando nuestro estado normal y cotidiano es el sonambulismo; vagamos en círculos, de nuestra casa a nuestro trabajo y viceversa, sin preguntas a flor de labios, sin cuestionamientos ni indagaciones. Pero hay momentos de revelación y extrañeza, flotamos ante lo cotidiano, lo trascendemos y todo alrededor adquiere una consistencia unitaria. Es fugaz el éxtasis del místico; es fugaz el erotismo en la revelación de la carne, dulce ruptura, balbuceo, extrañeza ante un cuerpo hecho de silencios; es fugaz un beso que sabe a instantes furtivos, a pequeñas eternidades, a incredulidades. Un soñador es perturbado por un relámpago: una manzana cae de un árbol con el peso descomunal de su misterio y golpea al naturalista y su leyenda (la suerte favorece una mente preparada). Alguien ha gritado eureka en la página de algún libro de Historia sólo porque hubo una explosión infinitesimal en su cerebro y yo aprovecho el medio segundo del paso de un meteorito para pedir deseos a lo grande mientras el ciclista de algún cuento de Arreola piensa en la forma de sacar ventaja sobre la décima de segundo que tiene sobre su adversario. Es fugaz ese flash back cinematográfico donde desfila nuestra vida si estamos a punto de estrellarnos en un helicóptero...

Esta idea de escribir sobre lo fugaz me la inspiró alguna vez Esther Seligson cuando leí su colección de ensayos La fugacidad como método de escritura, en este libro ella concibe el arte de literario la forma de restituir esa fugacidad, de recrearla, de tratar de mostrarla tal y como sucede en la mente del artista. La literatura es una obsesión por capturar un fantasma equívoco, no es posible conocer la sustancia real de lo que el escritor pretende verbalizar, el sustento de su estro, la raíz del misterio sobre el que pretende dar luz a través de las palabras. Toda escritura es una simple tentativa, una especie de balbuceo. ¿Qué mensaje escucha el artista en la zarza ardiente? Desde esa zona sagrada donde el creador recibe la revelación se hace un intento infructuoso de aprehender lo Otro, extendernos con el verbo prensil de una mirada, conocer y comprender las cosas cuya naturaleza se nos escapa, ese fue el trabajo obsesivo de los poetas, el mundo no llega a comprenderse sino a través de los subjetivo, pero hay algo que se nos escapa, una especie de lost in translation. La inspiración del poeta propone una solución al eterno divorcio entre lo objetivo y lo subjetivo. La inspiración (como la felicidad) nunca propone una solución definitiva o permanente. No es posible "ver" esta solución, tal vez "entreverla". José Lezama Lima, al hablar de las influencias sobre las que se plantaba como un invocador de la luz mencionaba "lo entrevisto, lo entreoído, lo extrasensorial, el relámpago", al ser la poesía desde su raíz griega poiesis, ésta es realización, construcción, edificación, creación. La poesía permite detener el tumulto para observar, detener el relámpago para distenderlo; extender el brazo para capturar peces con consistencia de sueños fluidos, fantasmales; cometas que se alejan y nos dejan fragmentos de su estela; libertad negada, arrebatada por el tedio, por la obligaciones y los trabajos cotidianos, libertad que nos es despojada y nos deja las manos heladas (como pretendían los surrealistas). Las cosas se mueven, tienen inteligencia, los griegos tenían otra palabra para eso: froneesis.

Más allá o más acá del discurso racional, "sentimos" como una forma más de "entender": iluminación súbita de frases y palabras que palpitan en nuestras sienes y estallan con resonancias de fuego y espacio. Marcel Proust como un físico cuántico dilettante se encamina a la caza de momentos-partícula (té y magdalenas, invocación total de una ciudad, confección de tiempo artificial); solicita la complicidad de los sentidos hacia la evocación escurridiza, pasos perdidos que contienen una felicidad alejada. Proust, también solicita en la mirada la aprehensión de la fugacidad:

"...mirada que quería tocar, capturar, llevar el cuerpo que está mirando, y con él, el alma."

Tal vez Proust sea el escritor que más lejos ha llevado la obsesión por restituir lo inalcanzable, lo "ya ido", el pasto en el que, como bestias rumiantes, hurgamos para escapar y superar la náusea en un mundo cuya presentaneidad se nos presenta anodina y sin fisuras. Recordar, y con el recuerdo devolvernos algo que creemos que nos pertenece, hurgar en los sedimentos de nuestro recuerdo, escuchar ese mar anciano contenido, suspendido en la espiral de un caracol soñador. Se trata de anclarnos en una memoria que redunde en posesión. Memorizamos para poseer, un fallo en el recuerdo y ya no somos, nos perdemos; somos fantasmas con la mirada perdida en la pantalla del tedio. La memoria es identidad, es el sitio al que retornamos siempre y abanderamos como verdadera patria, sin ella somos unos pobres diablos. 

Los artificios del escritor, sus alardes de prestidigitador le permiten (solo a medias) dar cuenta del misterio que lo habita y que nuestro lenguaje (simple solución germinal y convencional) no lo agota por completo. La obra muchas veces supera al artista, es un nudo con tres puntas y su concreción resulta imposible, las tentativas del creador fracasan y todo redunda en impotencia. A Gógol en Roma, obsesivo, perfeccionista, mal educado, irritable, le resulta difícil aprehender lo inaprehensible: la segunda parte de Almas muertas, cuya gestación es un obsesivo viento consorte de sus noches y por años aplazará una versión definitiva a la espera de una revelación que le permita garabatear unas páginas muchas veces nefastas. Kafka, ese escritor imposible, no concluye algunas de sus obras (de cualquier forma, no es posible pensar en Kafka como un autor concluyente, la misma atmósfera de sus novelas nos impide pensar en una especia de "solución", en un mundo cíclico, cerrado, asfixiante como el de El proceso esa palabra parece estar negada por el argumento mismo) y casi al final de su vida pide quemar esos papeles malditos. Si Malcolm Lowry viviera, seguiría haciendo correcciones a Bajo el volcán; siempre hay algo que modificar, que mejorar, siempre subyacen ciertas urdimbres que busquen salir de las sombras y encontrar el habitáculo definitivo que se consolida en el lector. Hemingway, casi al final de su vida e incapaz de una magia verdadera con su arte, se dedica a dar manotazos de impotencia en la oscuridad, lejos de ser el joven maestro que deslumbraba en París, se convierte en el viejo charlatán y dipsómano que tiene su hacienda en Cuba; el mago ha olvidado las palabras mágicas, ya nada vale la pena después de eso, él lo sabe y comprendo su escape. Juan Rulfo, como el zorro del cuento de Augusto Monterroso, nunca dará a conocer su tan esperado tercer libro, La cordillera, hoy sabemos que fue mejor así. Los recursos formales de una obra siempre representan un problema: Gustave Flaubert llegó a tardar hasta cinco días en la elaboración de una sola página de su Madame Bovary.

También imaginamos las noches en vela de un perpetuum mobile de la escritura como Balzac, incluso él pudo haber enfrentado el problema de unas palabras que parecen ascender lentas y pesadas del fondo de una mina, noches de vigilancia a la espera de algo que se condense en su mano y haga chispear la página en blanco. El lenguaje busca proveer los mecanismos que acoten ciertas realidades volátiles, en dispersión; se buscan las palabras que tornen esa otredad difusa  en anclaje definitivo; la última palabra es del lector, de él dependerá que esas imágenes verbales dejen de ser fugaces, que no sean sólo un castillo de naipes suspendido al filo del silencio y de la nada. 

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martes, 24 de septiembre de 2013

Divagaciones en torno a El Aleph

Borges y groupies literarias

Por: Noé Vázquez
Para mi Gilberta

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Como la mayoría, he temido perder las cosas valiosas que forman nuestra vida, entre otras cosas, mi memoria. La muerte es aquella analfabeta a la que le preguntas algo y no recuerda, la muerte es una manera más de olvidar lo que para nosotros tiene sentido; atesoro y temo perder la memoria de algunos versos tristes que terminé rompiendo; la tarde aquella en la que un "sí" me convertía en rey del mundo; alguna noche lejana en el trópico en la que fumaba un habano de marca Romeo y Julieta; aquellos días en los que descubría a Thomas Mann y leía por primera vez La Montaña Mágica; esas horas largas y ociosas en las que, refugiado en alguna biblioteca pública, nadie pudo interrumpir ese encuentro mío con las páginas de Terra Nostra de Carlos Fuentes; ahora lo ven, nuestra memoria es el humo del un habano Romeo y Julieta que desvanece poco a poco la muerte; temí, en fin, perder la memoria de un cuento en particular, temí que dejara de ser mío, temí no volver a saber de él porque nuestras memorias son una forma más de saber de nosotros mismos, de ser nosotros mismos, temí perder El Aleph de Jorge Luis Borges.

2
Todo empieza con una mujer que muere y el olvido natural que nos provoca la entropía del universo, su movimiento constante, ese universo que luego de su muerte "ya se apartaba de ella". Naturalmente que hay una mujer en el cuento de Borges, no podría ser de otro modo; la Commedia de Dante tiene a su Beatrice de Portinari, la comedia dantesca es un pretexto para encontrarse con la amada, para volver a verla; la Comedia Humana balzaciana es un alarde de querer nombrarlo todo, aun a las mujeres que habitan esa ciudad de páginas y páginas; por qué no pensar en un aleph, un objeto mágico que lo contenga todo simultáneamente. Y todo empieza con el deseo de volver a ver a Beatriz Viterbo.

3
Es sabido que a Borges lo inspiraba Estela Canto, se distraía con ella en las calles de Buenos Aires; la pretendía, trataba de conquistarla, coqueteaba con ella;  estamos en la década de los cuarentas, el cuentista argentino tiene el mismo trabajo (que algunos llamarían trivial) que le asigna a Carlos Argentino Daneri en el cuento: "ejerce no sé que cargo subalterno en alguna biblioteca ilegible de los arrabales del sur", dice, y Borges, a semejanza de Carlos Argentino, posee un cargo de segundo orden en la Biblioteca Miguel Cané de Buenos Aires y no me extrañaría que estuviera en los arrabales del sur. No creo que Estela Canto vea a Borges como un hombre muy cabal, tal vez lo admire un poco y nada más y aún así, este amor ideal y no correspondido inspira un cuento casi del culto, una historia que inspira las mayores polémicas y las devociones más encendidas. A Estela Canto se le recuerda más por el ser el amor de Borges, las musa de carne y hueso, que por sus novelas y traducciones.

4
Beatriz Viterbo muere, es verdad, Borges suspira, tal vez con alivio: "muerta podría consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación". El narrador busca pretextos para visitar la casa que habitó Beatriz con su primo Carlos Argentino, se vuelve un visitante asiduo y objeto de "las graduales confidencias de Carlos". El personaje de Argentino es un molde en el que vierte sus desavenencias con el carácter nacional de sus contemporáneos, su nacionalismo cursi, el hablar pomposo, la ampulosidad y la pedantería; es una crítica feroz al carácter argentino, por eso nos obliga a odiar al primo de Beatriz, pero creo que Borges también lo odia porque vivió con Beatriz, porque ella pudo amarlo; tal vez siente envidia porque sospecha que ella lo amó alguna vez. Luego de la experiencia abrumadora que le provoca el aleph trama su venganza contra Carlos, la razones pueden ser varias, una de ellas, la correspondiencia obscena entre Beatriz y Carlos.

5
Hay una Beatrice en todo cuento. Lo sabe hasta el más humilde vendedor de escabeche, lo sabe hasta el más bajo de los carretoneros y hasta el más pobre se siente un poco menos humilde cuando piensa en la que ama o amó alguna vez y también, hasta el más acaudalado se siente como un miserable aguador cuando recibe un desaire de aquella a la que adora. Pero amar es querer entregar lo que no se tiene a alguien que no existe y probablemente, a alguien que no se debe; como todos, como yo mismo, Borges idealiza a su Beatrice: "esta vez no trataría de justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros, libros cuyas páginas finalmente aprendí a cortar para no comprobar, meses después que estaban intactos". La distinción, cultura y sofisticación que el narrador Borges le asigna a su Beatrice es irreal e infundada por sus sentimientos. Lo sabe fría objetivamente el narrador que expone y expulsa sus demonios, hace que lo sepamos nosotros cuando la describe en las fotografías que estudia en la abarrotada salita: "Beatriz de perfil, en colores, Beatriz con antifaz..." Las fotografías dan un orden cronológico que nos dejan conocerla y no nos gusta lo que vemos: Beatriz es fría, distante, superflua, frívola, distraída, incapaz de empatía con los demás. Cherchez la femme! diría esa frase ideal para cuentos policíacos pero la mujer solo vive en la ilusión de quien la ama. Con el paso del tiempo, Borges terminará por olvidar los rasgos de Beatriz. Destino inevitable para las cosas que alguna vez llegamos a amar, como la memoria que pierdo poco a poco en medio del humo del tabaco.

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En mis noches de insomnio, que son las más frecuentes, se me eriza la piel solo de pensar en la ciertas reliquias abandonadas en la oscuridad de alguna bodega: algún ejemplar no catalogado de un First Folio de Shakespeare, el arca de la alianza (la verdadera, la apócrifa, la desconocida, que más da), algún sax contralto que fue de Charlie Parker; y disculpen lo caótico de mi enumeración, también pienso en el manuscrito del El Aleph (porque yo también tengo algo de fanático) que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid y que Estela Canto le vendió a Sotheby´s en treinta mil dólares. Me enloquece la idea de que los estudiosos valoren las posibilidades de la escritura borgeana por medio de los interlineados, las tachaduras, las anotaciones al margen, las líneas alternas que forman el cuento, los pasajes posibles. Leer el manuscrito, del que existe una versión facsimilar, supone el encuentro con el momento mismo de la creación; del mismo modo que los Primeros Folios nos dan qué pensar sobre los trabajadores que lo elaboraron, este cuento canónico inspira una sensación de vértigo, la idea de que por un momento podemos asomarnos al torbellino de una imaginación tocada por el genio.

7
Borges se asomó al abismo, a los círculos diversos del paraíso y del infierno a un tiempo, pero, a diferencia de Dante, no se encontró con Beatriz, sino con sus despojos. Hay algo de traidor en un universo que se burla de nuestros afanes de ser siempre fieles a nosotros mismos. Piensa que al bajar los escalones de la casa de la calle Garay y ver "una esfera tornasolada de casi insoportable fulgor" comienza su desesperación de escritor porque ese objeto conjetural es inaprensible, inefable, escurridizo; imposible describirlo. Borges lo intenta en una serie de enumeraciones que forman uno de los momentos más dramáticos y conmovedores de la literatura. El lenguaje es lineal, sucesivo; lo que propone que se ve en esa esfera es simultáneo. Ve millones de actos "deleitables o atroces". Todos en un mismo punto.

8
Al ver todas las cosas, Borges se cura del intento vano de idealizar a Beatriz, se desvanece su modelo platónico e ideal de la mujer que ama:
"Vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino."
 "Vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido en vida Beatriz Viterbo"
De ser el ideal de la mujer amada a la visión del cadáver en descomposición. Sin odio no hay amor. Borges quiere olvidarse de su Beatrice. Tal vez la mayoría esté de acuerdo conmigo en que sin deseo no hay decepción. Borges es ese gran escritor sudamericano que sólo pudo ser ese gran escritor porque no podía ser el rey de la diversión nocturna, el dandy, el Don Juan de las letras argentinas, porque quería tener a Estela Canto y ésta, pragmáticamente, lo despreciaba; o bien, porque quería ser como Bioy Casares y no podía.

9
Llega un momento en que el escritor ya no puede despojarse del mito del escritor, del personaje que él mismo ha creado. Estoy acostumbrado a ver al verdadero Jorge Luis Borges dentro de sus cuentos. Mi ensoñación de lector puede más que mi objetividad: si pasa en los cuentos de Borges, es que Borges estuvo ahí y lo vio; pero también, creo que cuando Borges "entra" al cuento El Aleph no lo hace para engañar a nadie sino para revelar de sí mismo, de su obsesión por ciertos objetos míticos, de su amor no correspondido por Estela Canto; después de todo, ficcionar no es engañar.

10
Concebida como una metáfora sobre el insomnio algunas veces, otras, como el reflejo de una obsesión por la memoria, El Aleph se encuentra con sus lectores que también buscan a su Beatrice en su sueños, que la hojean en las páginas de algún cuento. Todos nos dirigimos a algún lugar donde, primero, ésta dejará de existir porque la olvidaremos algún día, porque "nuestra memoria es porosa para el olvido" y algún día yo también dejaré de conocer de memoria este cuento (ya lo empiezo a olvidar gradualmente), desvanecido como el humo de aquel habano Romeo y Julieta.


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sábado, 21 de septiembre de 2013

Bartleby y compañía

Explorando la literatura del No
Por: Noé Vázquez


Enrique Vila-Matas consideró hacer un libro con ciertos materiales peculiares, aquellos que precisamente omitimos leer: los pies de página, es decir, ese campo minado en donde nadie quiere entrar a riesgo de encontrarse en medio del fuego cruzado donde los eruditos se dan hasta con la cubeta. Lo primero está en imaginar una obra no existente, un libro hipotético, una novela proyectada y soñada, un tratado posible. Es en este mundo etéreo y difuso propuesto por el autor donde se condensa esta obra a la manera de aclaraciones y explicaciones no solicitadas y que, al mismo tiempo parecen rescatadas de un libro no existente. Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas nos deja entrever la explicación de una escritura posible (en el aire, a la espera de ser creada) que sólo nos resta imaginar. El autor parece decirnos que su libro es el subproducto de un caso más de bloqueo literario; a su narrativa la construyen los ejemplos, nos hace disfrutar con ciertas evocaciones, aclaraciones y explicaciones acerca del nihilismo literario, es decir, la negativa a escribir, la inercia e inmovilidad de quien ya lo dijo todo y que decide guardar un silencio estéril. El mal de la no escritura es algo que se presenta en la mayoría de los escritores que pasan por ese tránsito, para esto hay que partir del hecho de que también hay escritores que no escriben. Vila-Matas se encarga de los escritores por defecto, de los escritores a pesar de sí mismos y de los escritores imposibles. La idea de Bartleby viene de Melville quien crea un gris oficinista que prefiere no hablar de su vida, como si quisiera desvanecerse, deshacerse del mundo que lo rodea y fundirse en una especie de éter en donde es invisible. Como muchos escritores que guardan silencio y se ponen en guardia contra el mundo (Salinger fue uno de esos casos), el proceder del personaje de Melville se antoja absurdo y poco verosímil (pero Kafka nos enseña a creer en ellos). El narrador es Vila-Matas o un trasunto literario de él, quien se identifica con Gregorio Samsa, el personaje kafkiano y se asigna como señal de deformidad una joroba. Pie de página tras pie de página Vila-Matas describe casos de bloqueo mental o de negación de la escritura: Pepín Bello, J.D. Salinger, Juan Rulfo, Rimbaud, Augusto Monterroso, Felipe Alfau, Céline, Robert Musil, Ignacio Vidal Folch, Robert Walser, Pedro Casariego Córdoba y un largo etcétera que nos demuestra lo poco raro que es este fenómeno. En un tono entre confidente y anecdóticoVila-Matas esboza estos retratos como si se tratara de figuras de un museo. Vila-Matas plantea preguntas como:¿Qué provoca que un escritor se niegue a escribir? ¿Qué motivaba la abulia y el desdén de creadores como Marcel Duchamp? ¿Cómo romper la inercia de la no escritura? Los no-escritores o escritores del No dicen lo que es necesario decir y luego guardan silencio, o bien, se alejan del oficio creativo por un tiempo para, muchos años después, regresar para decir otro tanto. Unas veces, tocados por la gracia del genio se duermen en sus laureles sólo para disfrutar de su merecida fama y no volver a hablar; otras veces, víctimas del desdén del público y de la crítica, del ninguneo y de la infamia, se refugian en un mutismo del que no saldrán hasta mucho tiempo después. La idea y la decisión de no escribir es casi tan radical como la de escribir aunque yo siempre sugiero y me consta que la segunda requiere de más valor. La actitud de no escribir es vista por el autor como una extravagancia, como aquella de quien decide hacer un voto de silencio todos los días martes o no comer carne los domingos. La escritura de Vila-Matas combina la anécdota constante, una tras otra, como si tratara con cuentos peculiares sobre escritores y no-escritores, junto con reflexiones y uno que otro detalle novelesco que lo incluye a él como narrador y personaje; muchas veces propone desvíos que son muy disfrutables y que francamente se agradecen. Bartlebly y compañía parece un ensayo y no lo es, parece una novela pero tampoco lo es ya que es una no-novela; es mejor decir que se trata de literatura autoreferencial o metaliteratura, a la cual ya nos tiene más que acostumbrados.

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viernes, 20 de septiembre de 2013

XIX, siglo de la lectura

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Lectura para todos. 
 Por: Noé Vázquez

Hay ciertas obras literarias que suponen la invención del lector como personaje. La historia de la literatura supondría también la historia del lector, cuando la literatura alcanzó las masas también empezó a retratarlas y a explotar su función social; en su función literaria de ser los grandes cronistas, los escritores también son periodistas, narran su presente, nos vuelven partícipes de la Historia a través de las historias periódicas. Si notamos bien, las primeras obras literarias, antes de la primera novela moderna, usualmente retrataban a los grandes personajes, héroes, nobles, dioses; era como si la gente llana no tuviera derecho a participar de los argumentos, se veían a lo lejos como comparsas, como elementos del paisaje. Cuando las letras empiezan a referir y a describir personas comunes, inicia un diálogo con lector que no se ha interrumpido hasta la fecha. El lector se siente retratado, nombrado, se percibe hasta plagiado por esa vida nueva propuesta por el autor, esa vida en la que también él mismo participa. El lector es narrado en le intimidad y privacidad de sus eventos diarios, las historias hablan de él. Suena a perogrullada pero también a un hecho histórico que la invención del lector supuso la invención un sistema de educación que llegara hasta las masas, volviendo obligatoria la educación primaria y creando las primeras industrias literarias. La historia de la difusión de las ideas y de los cambios sociales va a la par con el perfeccionamiento de las técnicas de impresión que alcanzarían su clímax en el siglo XIX. La lectura se vuelve un fenómeno masivo. Inventos como la linotipia, la prensa rotatoria, la tinta de imprenta, permitieron publicar más ejemplares de periódicos y libros al menor costo. Ese es el mundo que vio llegar a escritores como Victor Hugo, Honoré de Balzac, Charles Dickens, F. Dostoievsky entre los principales.

El suplemento semanal tan deseado es ese vínculo con el lector ávido, sediento de historias que lo saquen de la rutina o que le den respuesta a su circunstancia social o histórica. Ahí estaban las historias que eran verdaderos melodramas y que requerían una respuesta pronta del escritor en movimiento perpetuo, el lector manda, ejerce su dictadura con la respuesta en ejemplares vendidos o con su silencio ante una obra que le desagrada. Charles Dickens intuía el gusto del público, sabía percibir en el aire las tendencias sobre el gusto y las motivaciones de la gente. Nunca perdió ese instinto para retratar la personalidad inglesa, tan imbricada en sí misma, tan plena de orgullo nacional, tan peculiar, tan rebosante de figuras arquetípicas. El siglo XIX es el siglo de la novela como género burgués y medio de expresión por antonomasia de una clase social; ejemplo de esto es el Robinson Crusoe de Defoe, las desventuras de un hombre en una isla desierta y la adquisición de medios para su subsistencia;  pero también es el siglo del lector, del abaratamiento económico de la novela como arte, medio de expresión y comunicación a la par de su divulgación entre las masas. Nuestro siglo, tan permeado con lo visual, tan ensimismado en la imagen, no puede entender la sed por las palabra escrita que se extendía como una enfermedad viral entre las distintas clases sociales en aquella época. Los libros alcanzan el mismo prestigio que el púlpito, si está escrito en letra de imprenta entonces debe ser verdad, y si lo dice Charles Dickens también hay que creerlo. Como ha dicho Marcel Schowb, "la literatura no es un simple engaño, sino el peligroso poder de ir hacia lo que Es a través a través de las infinitas posibilidades de lo imaginario". Balzac construye sus novelas como una aproximación a la historia de lo inmediato, lejos de los campos de batalla y los parlamentos donde se dirige la Historia; cerca del salón, de la Bolsa, de la casa de huéspedes; muy cerca de la intimidad del hogar donde empiezan hablar los que casi nunca tuvieron voz. La ambición de Balzac fue la de ser un amanuense de la sociedad en que le tocó vivir. El fenómeno literario vibra en el ambiente, se percibe como una brisa que levanta el animo de querer conocer más, de participar más; las personas que acudían al teatro a escuchar las lecturas públicas de Dickens eran legión, muchas veces no había lugar para ellas. Aquellos que hacían fila para comprar la más nueva entrega de alguna obra folletinesca de Victor Hugo eran el síntoma de un mundo que anhelaba saber más de sí mismo. El lector fanático que increpaba al autor para revivir a su héroe, para dar más entregas, para crear, en fin, una novela por encargo, una novela necesaria para afrontar los días por venir mientras regresamos cansados del trabajo y nos relajamos al calor de la chimenea y pensamos que tal vez la vida que nos tocó vivir es buena después de todo; esa vida nuestra tan anodina, tan carente de expectativas a la que el arte literario le insufla vida, la limpia de impurezas y nos la regresa henchida de esperanzas. En esta carrera, ha dicho Daniel J. Boorstin en su obra Los creadores, el escritor apenas llevaba un poco de ventaja respecto a sus lectores, expectantes, demandantes, críticos; basta la interrupción de alguna entrega en la saga para que empiecen los cuestionamientos y las cartas a las editoriales. La depresión no es una opción en el escritor, el bloqueo literario se desconoce. La formación periodística de un Dickens, o la compulsión creativa de un Dostoievsky impedía que dejaran de escribir, ya que, como se dice en el ambiente: "hay dos tipos de periodistas, los que escriben rápido y los que no son periodistas". Lo mismo se aplicaba al escritor por entregas. La novela decimonónica se basa en su periodicidad: mensual, semanal, diaria. En la conquista del lector por la afición a la lectura constante, por el hechizo de ciertas historias que enganchan, el manejo adecuado del suspenso, por los temas ordinarios y comunes que retraten a gente ordinaria y, en el caso de Dickens, un manejo casi maniqueo de las motivaciones de los personajes. Los villanos de Dickens son caricaturizados al límite, son figuras ridículas hacia las que se descargan toda clase de descripciones que van desde lo grotesco a lo bizarro, su contraparte son los personajes heroicos, dueños de una ética a prueba de todo, por momentos, su patetismo nos conmueve, ahí esta el pequeño Tim de Una canción de navidad, la bondad del personaje ideal dickensiano es a prueba de un mundo duro y brutal, una realidad a la intemperie donde sólo sobreviven los fuertes, esta Inglaterra de la época victoriana tan salvajemente capitalista donde solo reina la niebla y hollín sobre nuestras esperanzas más humildes, esa realidad tan parecida a una perra hambrienta. Por su parte Dostoievsky se fusiona con el dolor de su país al padecer los mismos sufrimientos durante su confinamiento y deportación. Sus personajes llegan a conmover al mismo zar y sus novelas provocan una verdadera revolución en la opinión pública. Un cúmulo de lectores se ven a sí mismos a la cara y se reconocen en su orgullo nacional, las novelas de Dostoievsky llegan al corazón de la gente que siente unida por primera vez, aunque solo sea por un momento breve. Esa misma gente se agolpa y termina por colisionar sobre el féretro de su gran poeta social. La literatura les dio un momento de ensoñación en el que la hermandad social era posible pero las cosas no volverían a ser las mismas al iniciar el siglo XX, la lucha de clases estaba en el ambiente, la guerra y las revoluciones a la puerta.